Por un planeta sano: ya paremos de crecer | ¡PACIFISTA!
Por un planeta sano: ya paremos de crecer Montaje: Natalia Torres - ¡Pacifista!
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Por un planeta sano: ya paremos de crecer

Colaborador ¡Pacifista! - octubre 31, 2019

#OPINIÓN | El decrecimiento económico vendrá, querámoslo o no. Este sistema insostenible ya se está chocando de frente con los límites del planeta.

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Por: Mariana Matija

“Crecer por crecer es la lógica de una célula cancerígena”. 

— Edward Abbey 

A pesar de lo que se sigue repitiendo desde el discurso dominante —y aunque se siga ofreciendo como solución a todas las crisis de nuestra sociedad— el crecimiento económico no solo NO garantiza el bienestar de las mayorías ni resuelve el problema de la inequidad, sino que además es inevitablemente insostenible. No hay manera de que siga habiendo explotación, producción y consumo ilimitado —por parte de una población que además sigue creciendo— en un planeta finito y, por lo tanto, con recursos limitados. 

Los beneficios del crecimiento económico se concentran en un grupo reducido de personas que viven con mucho más de lo que necesitan y generan destrucción ambiental muy superior a la capacidad que tiene la biósfera de recuperarse. Esto ocurre mientras miles de millones de personas apenas alcanzan a cubrir sus necesidades básicas y sufren de manera más cruda y directa los efectos de la crisis ambiental generada principalmente por esas minorías que se benefician del crecimiento económico, y que por tanto siguen sosteniendo y reproduciendo los mismos modelos de pensamiento y de acción que nos han traído al punto en el que estamos: emergencia climática, extinción masiva de especies, colapso ecosistémico y comunidades humanas enteras (las menos beneficiadas por ese crecimiento económico, por supuesto) que están viéndose obligadas a migrar. Comunidades que están sufriendo ya en carne propia las consecuencias de una crisis que muchos de nosotros, todavía, nos podemos dar el lujo de poner en segundo plano. 

Por eso vale la pena prestarle atención a un concepto que, si bien tiene raíces que pueden rastrearse al pensamiento de diversas comunidades indígenas, al budismo o incluso a los textos de Henry David Thoreau, aparece como corriente de pensamiento político, económico y social en el siglo XX: el decrecimiento. 

Los pensadores y activistas del decrecimiento proponen la contracción de las economías y la reducción del consumo y por lo tanto de la producción y las actividades depredadoras de extracción de recursos naturales. La razón es que consideran —como cualquier persona con algo de sentido común e interés en la observación crítica puede confirmar— que el consumo excesivo es la raíz de las crisis ambientales que estamos enfrentando y, a su vez, de los problemas sociales que de ellas se derivan. Y aclaran algo esencial: que reducir el consumo no implica que sacrifiquemos nuestro bienestar, sino que aprendamos a maximizarlo a través de cosas como compartir el trabajo, dedicar más tiempo al arte, la música, la naturaleza, la cultura y la comunidad de maneras que no estén relacionadas con actividades consumistas que sigan alimentando la lógica capitalista. 

Uno de los más célebres partidarios del decrecimiento, el economista francés Serge Latouche, explica que no se trata de hacer decrecer todo indiscriminadamente, sino de entender que no todo puede crecer, y que aquello que crece no puede crecer infinitamente. Añade, además, que vivimos en sociedades que están siendo devoradas por la idea del crecimiento ilimitado, es decir, por el ideal del capitalismo como único modelo lógico y posible. 

Hemos pasado de ser sociedades que tienen una economía en crecimiento, a ser sociedades del crecimiento, donde la economía se traga todo lo social. 

Una sociedad que está basada en una economía que solo tiene como objetivo el crecimiento por el crecimiento —no para ayudar a satisfacer necesidades básicas, que es legítimo—, y que busca el máximo beneficio económico, ganando lo máximo de la forma más rápida por todos los medios posibles, es una sociedad que inevitablemente se está poniendo en peligro a sí misma. Esos “medios posibles” ponen en riesgo la equidad, la transparencia, la justicia, el bienestar de comunidades enteras e incluso la existencia de otras especies esenciales para el equilibrio de los ecosistemas, que generan y sostienen la vida en el planeta.

Casos así podemos encontrar en todo el mundo, claro, pero para tener ejemplos puntuales de esto basta con ver lo que pasa en Colombia con los permisos de explotación minera en los páramos, el fracking, la deforestación para convertir bosques nativos en cultivos de palma de aceite o pastizales para ganadería. También con  los permisos de pesca de tiburones para comercializar sus aletas en el mercado asiático, y un etcétera tan largo que no es abarcable en un solo texto. 

Aprovechando de nuevo las palabras de Latouche: no estamos entendiendo la importancia de reconocer los límites del planeta, hacemos extracción ilimitada de recursos renovables y no renovables para poder generar crecimiento económico. Como nuestros necesidades realmente básicas son limitadas, entonces hay que inventar nuevas —e ilimitadas— necesidades de consumo, que generan cantidades ilimitadas de residuos que contaminan el aire, el agua y la tierra, que son necesarios para nuestra supervivencia. Esto, evidentemente, no es sostenible y si no lo repensamos y replanteamos, más tarde que temprano se nos terminará de caer encima. 

De ahí la importancia no solo de considerar alternativas diferentes al crecimiento, sino de ir más allá, y entender la importancia y la urgencia del decrecimiento. 

El 20% de la población mundial —en los países más ricos— consumen más o menos el 86% de los recursos del planeta. Que desde los países menos industrializados tengamos a esos países con modelos derrochadores y depredadores como referente de éxito es apostar por un planeta destrozado. 

Hay quienes piensan que si son países como EEUU, Reino Unido, Alemania y Francia los que consumen tantos recursos y son responsables más directos de la crisis ambiental, entonces no tiene sentido que nosotros tengamos que abandonar el ideal de crecimiento y “bienestar” material que esos países han alcanzado. Y sí, algo hay de sentido en ese planteamiento, pues necesitamos una transformación global que incluya —de manera aún más urgente— a los países industrializados, que no olvide la inequidad que esa industrialización ha generado ni cómo ha emprobecido al sur global. Pero que haya parte importante de la responsabilidad en otras latitudes no significa que nosotros tengamos un pase libre para seguir con los ojos tapados, ignorando la evidencia del colapso ecosistémico y todas las crisis sociales que con éste se relacionan. De hecho, es precisamente porque no hemos llegado a ese punto (de aparente no retorno) que es tan importante que consideremos otros caminos. 

Manfred Max-Neef, economista y ambientalista chileno, proponía que una nueva economía debería basarse en “cinco postulados básicos y un principio valórico irrenunciable”:

 

  1. La economía está para servir a las personas, y no las personas a la economía.
  2. El desarrollo tiene que ver con personas, no con objetos. 
  3. El crecimiento no es lo mismo que el desarrollo y el desarrollo no necesariamente requiere crecimiento. 
  4. Ninguna economía es posible al margen de los servicios que prestan los ecosistemas.
  5. La economía es un subsistema de un sistema mayor y finito que es la biósfera. En consecuencia, el crecimiento infinito es imposible. 

 

Principio valórico irrenunciable: bajo ninguna circunstancia un interés económico debe estar por encima de la reverencia por la vida. 

En una entrevista que le hicieron en Madrid, en la que abordaba estos puntos, Max-Neef añadía: “recorra los seis puntos. Y uno por uno, uno por uno, lo que tenemos hoy es exactamente lo contrario”. 

 

* * *

Los ideales que abraza el concepto de decrecimiento no son nuevos, y de hecho tienen muchísimo en común con lo que desde hace tiempo defienden comunidades humanas no industrializadas, como los Mapuche, los Guaraníes, los Kunas y los Achuar. Paradójicamente, son comunidades que están siendo amenazadas precisamente por esos ideales de crecimiento que se han instalado en nuestros gobiernos, nuestras instituciones y, por lo tanto, en nuestra forma de ver y relacionarnos con el mundo. 

Vivimos en la ilusión del crecimiento ilimitado mientras estamos haciendo trizas los ecosistemas que nos permiten cubrir nuestras necesidades realmente básicas: respirar, tener agua limpia y tierra fértil para alimentarnos. Todo lo que está en la base de nuestra supervivencia se está volviendo escaso, pero debido a las “comodidades” urbanas nos distraemos, no notamos la degradación tan evidente  de la Tierra y pensamos que no es tan grave o, puesto que no sentimos de manera tan directa sus efectos, que nada tiene que ver con nosotros. 

Vivimos aparentemente hipnotizados, persiguiendo un ideal de abundancia material que sobrepasa nuestras necesidades reales. Nos hace olvidar que abundancia también es tener tiempo libre, descansar, disfrutar tiempo con la familia y con los amigos, pasar tiempo con los hijos, con los animales, tener tiempo para salir a caminar a la naturaleza y nadar en un río que no esté contaminado por los vertimientos tóxicos de empresas cuyas prácticas promovemos con nuestros hábitos de consumo desmesurado.

Cuando delimitamos nuestras necesidades, es decir, cuando entendemos cuáles son las básicas y cuáles son las inventadas e impuestas por este sistema basado en la explotación (no solo de la naturaleza, sino de nuestro tiempo, por medio de la imposición de la productividad como valor máximo y medida de vida), podemos cubrirlas más fácilmente y sin necesidad de poner en riesgo la existencia de la vida en el planeta. 

El decrecimiento vendrá, querámoslo o no. Este sistema insostenible ya se está chocando de frente con los límites del planeta. Tenemos la opción de aceptarlo como parte de un proceso de transición, de inventar una manera diferente de vivir, de reinventar nuestra relación con nosotros mismos, con nuestra comunidad humana, con la naturaleza que nos da vida y nos sostiene y de la cual formamos parte. O tendremos que aceptarlo —más temprano que tarde— como imposición de supervivencia. 

Mejor hacerlo de manera voluntaria, planeada y consciente y no de manera desesperada, como último recurso, cuando el sistema se nos caiga encima, tomándonos por sorpresa… incluso sabiendo que este colapso ya no tiene nada de sorpresa.  

*Esta columna es publicada con el apoyo de Fescol.