En Chiquinquirá, excombatientes de cuatro guerrillas distintas expresaron públicamente que están arrepentidas de los daños causados y pidieron perdón a sus víctimas. En la cárcel, acaban de culminar su proceso de resocialización. Detalles de su paso por la guerra.
Porque no tenían nada, porque les atraía la guerra, porque creían en la insurgencia, porque las obligaron, porque querían venganza. Por esas, y por muchas otras razones, algunas mujeres colombianas han invertido buena parte de su vida en las filas guerrilleras. Muchas de ellas, en pleno fragor de la guerra, o confiadas en el anonimato de las ciudades, han sido capturadas. Otras, desesperanzadas, han huido por entre los matorrales exponiéndose a la muerte.
Treinta y cuatro de esas mujeres están recluidas en la cárcel de Chiquinquirá (Boyacá), que en 2009 fue destinada a custodiar únicamente a exguerrilleros cobijados por la Ley de Justicia y Paz. De las 1.800 personas que se encuentran postuladas a esa ley, 50 son mujeres que combatieron en las guerrillas. Esta prisión alberga al 70% de ellas.
Exmilitantes de guerrillas activas como las Farc y el ELN, de otras casi extintas como el EPL, y de organizaciones desaparecidas como el Ejército Revolucionario Guevarista (ERG) —que se desmovilizó en el 2008―, estas excombatientes cargan consigo el peso de sus propias historias. Insistiendo en que no volverán a tomar las armas, y ansiosas por reencontrarse con sus familias, tres de ellas le narraron a ¡PACIFISTA! los detalles de su paso por la guerra.
Julia*, excombatiente de las Farc
Nací en Cartago (Valle), pero cuando era pequeña mi familia y yo nos fuimos a vivir al municipio de Solita (Caquetá). Allá sólo había guerrilla y narcotráfico. Siempre mataban gente. Los fines de semana había seis, siete, ocho muertos. Lo raro era que no mataran a nadie. En 1998, los paramilitares torturaron y asesinaron a mi hermano mayor. Luego de eso, amenazaron a toda mi familia. Entonces, mis otros tres hermanos y yo nos metimos a las Farc; tenía 16 años. Estuve en el frente 49 y luego me trasladaron al sur del Huila, donde pertenecí al frente 13 y a la compañía móvil Uriel Varela.
En el 2002, decidimos tomarnos los puestos de policía del municipio de Oporapa y del corregimiento de Naito, del municipio de Tarqui, en el Huila. Resulté herida en una emboscada del Ejército y quedé viva de milagro. Ahí me capturaron y un año después me condenaron por las dos tomas, como si hubiera sido posible estar en los dos lugares al mismo tiempo. El Juzgado Primero de Neiva me sentenció, rápidamente, a 38 años de prisión. No hubo escapatoria. Aunque llevo cinco años y medio postulada a Justicia y Paz, aún no me han computado la pena principal por la alternativa. Esta lentitud del proceso me ha afectado mucho; ni siquiera fui comandante, apenas combatiente rasa.
Tengo una hija de cuatro años y lo único que quiero es estar con ella. Ahora soy consciente de las cosas, de esas consecuencias que no miré en el pasado. Pertenecí a un grupo armado que le hizo mucho daño al país y me doy cuenta de que, así como la muerte de mi hermano derrumbó la vida de mi familia, lo que nosotros hicimos afectó a muchos, directa o indirectamente. Está claro que este error no lo vamos a volver a cometer.
Gloria*, excombatiente del ERG
Cuando yo tenía seis años mi mamá me entregó a mi abuela, y ella me llevó a trabajar a una mina. Tiempo después me fui a vivir con mi hermana, que se había instalado en el corregimiento de Santa Cecilia, en el municipio de Pueblo Rico (Risaralda). En ese lugar conocí a un muchacho que se llamaba Jaime. Yo, que rondaba los 14 años, no tenía nada. Jaime me dijo que me fuera a la guerrilla, al Erg, que allá podía estudiar y trabajar. Tomé la decisión de irme, porque en ese momento pensé que era el camino fácil. Pero las cosas no eran como me habían prometido. Me convertí en una combatiente rasa, debía ranchar, cocinar, cargar merca, hacer trocha, asistir a los entrenamientos.
Tuve cinco abortos mientras estuve en la guerrilla. Allá, si uno se niega a abortar, lo matan. El primero fue a los 15 años y él último, a los 18. Para mí era muy duro saber que llevaba algo en el vientre y que debía perderlo, y creo que en buena parte por eso tengo sueños recurrentes en los que me veo ayudando a niños que no conozco. Mi situación en el monte empeoró cuando mataron a mi compañero, que también era guerrillero. Todo porque él se emborrachó, aunque estaba prohibido, y dijo que se quería ir. Es que uno no se podía ir de allá. Yo quería, pero dudaba, porque veía que a todas las peladas que se volaban las cogían. En el 2006 lo decidí, me volé. Los odio por todo el daño que me hicieron.
Después de tanto tiempo, sigo sin entender a la guerrilla. ¿Por qué luchan? ¿Por la igualdad social? Pero, ¿cuál igualdad?, si se mantienen haciéndole daño a la población civil. Queremos que las guerrillas se acaben, porque Colombia necesita la paz. Usted no se imagina lo duro que es escuchar a las víctimas. En diligencias de Justicia y Paz, en Medellín y en el Carmen de Atrato (Chocó), escuché sus historias y entendí que jamás olvidarían lo que les hicimos. Les pido perdón por todo, porque el perdón es algo muy liberador. Esto, de nuestra parte, no se volverá a repetir. En mi mente y en mi corazón: ¡nunca más!
Ana*, excombatiente de las Farc
Fui miliciana de la columna móvil Teófilo Forero de las Farc. En el 2002, trabajaba en una oficina de abogados en Neiva, que llevaba procesos de guerrilleros. Un día, mi jefe me envió a reunirme con la hermana de uno de ellos, con el fin de recoger unos documentos que iban a ser incorporados a un expediente. Desde entonces empecé a involucrarme mucho con la guerrilla y arranqué a participar en secuestros, a conseguir armamento y medicinas; todo lo que ellos necesitaran en el monte. También les avisaba si la policía instalaba anillos de seguridad o si el comandante de la metropolitana de Neiva hacía algún movimiento importante. Tenía 22 años; me parecía fácil, chévere, fascinante.
Me capturaron tres veces. La primera, cuando me sindicaron de poner el libro bomba que explotó en el 2002 en el Palacio de Justicia de Neiva. En eso no tuve nada que ver y quedé libre por falta de pruebas. Más tarde, en el 2005, me detuvieron por un intento de secuestro en el que sí participé. Estuve recluida en el Buen Pastor y también me liberaron, porque no había pruebas en mi contra. Finalmente, en el 2008, cuando iba caminando con mi hijo recién nacido en brazos, me capturaron por otro secuestro. Hasta ahí me llegó la suerte. Estuve dos años presa en Neiva y luego me trasladaron a Bogotá, cuando me postulé a Justicia y Paz. Desde el 2012 estoy en Boyacá, donde sólo puedo ver a mi familia cada año y medio, por el tema de la distancia.
Estoy condenada a 40 años de prisión en la justicia ordinaria. Pese a que llevo cuatro años postulada, aún no me han imputado cargos en Justicia y Paz. Quienes estamos aquí detenidas queremos que la gente sepa lo difícil que es para las mujeres estar en las guerrillas: muchas fueron reclutadas por la fuerza y se les negó el derecho a tener una familia. Tenemos ganas de resarcir el mal que hicimos y de que se nos reconozca como madres trabajadoras, emprendedoras. A la gente que tiene miedo de que salgamos libres, le digo que, aunque hicimos daño, tenemos derecho a que nos perdonen, a que nos crean que no le vamos a volver a hacer mal a nadie, por nosotras, por nuestros hijos.
La petición de perdón
Esta semana, las 34 mujeres de Chiquinquirá culminaron un programa de resocialización que adelanta el Ministerio de Justicia con al menos 930 postulados de distintas cárceles del país. Durante la graduación, que tuvo lugar en un amplio salón de la cárcel, Ladies Eusse habló en nombre de las excombatientes. Dijo que “es nuestro deseo pedir perdón a la sociedad por los daños causados y demostrar que hemos dejado atrás diferencias injustificables que en algún momento nos enfrentaron en una lucha cruel y sangrienta contra otras mujeres. Mujeres hechas de la misma carne, sentimientos, emociones, y premiadas por Dios como creadoras de vida, lo que en esencia nos hace a todas iguales”.
José Gregorio Torres, coordinador de la Mesa Departamental de Víctimas de Boyacá, expresó, en su calidad de representante, que aceptaba la petición de perdón “de la forma más sincera posible” y que ese acto era “histórico y significativo”. Sin embargo, recalcó que las víctimas siguen esperando la revelación de nuevas verdades de boca de sus victimarios y que urge una representación permanente en la mesa de negociaciones de La Habana. Al acto asistieron el ministro de Justicia, Yesid Reyes; el alcalde de Chiquinquirá, Nelson Rincón, y algunas autoridades cívicas y policiales.
El proceso de reintegración
En 2013, funcionarios del Ministerio de Justicia se embarcaron en la tarea de recorrer las nueve cárceles del país que albergan exguerrilleros y exparamilitares postulados a Ley de Justicia y Paz. Lo que encontraron fue preocupante: programas insuficientes, falta de presupuesto, desconocimiento de la ley y hacinamiento. El grupo elaboró un informe confidencial con los hallazgos y recomendaciones, entre las que incluyó mejorar la ruta de resocialización. El reto lo asumió la dirección de Justicia Transicional, bajo la premisa de que “estos internos, que no son comunes o sociales, tienen derecho a unas condiciones especiales de reclusión”.
En asocio con la Universidad de los Andes, el grupo diseñó un nuevo programa, que priorizó su implementación en aquellas ciudades donde se prevé quedarán rápidamente en libertad cientos de excombatientes o donde existe una cantidad significativa de miembros representantes de las autodefensas —tales como Bogotá, Itagüí, Bucaramanga, Barranquilla y Chiquinquirá—. La atención consta de cuatro componentes.
El primero de ellos es una ruta jurídica, que explica las transformaciones que ha sufrido la Ley, además de los nuevos patrones de investigación de la Fiscalía. El segundo, una formación en derechos, que contribuye a reflexionar sobre la responsabilidad de los excombatientes y los derechos de las víctimas. El tercero consiste en una capacitación en emprendimiento empresarial, con el fin de que los desmovilizados puedan elaborar un plan de negocios una vez se encuentren en libertad. Y el cuarto intenta resolver la deficiencia en atención psicosocial que existe en las cárceles, con el objetivo de contribuir a la recuperación emocional y a prevenir la reincidencia.
Consideradas por sus antiguos compañeros de batallas como “traidoras” y puestas en la mira de los fusiles por su calidad de desertoras, las mujeres recluidas en la cárcel de Chiquinquirá insisten en que seguirán apostándole a la paz. Representantes de víctimas como Torres, a su turno, dicen que las recibirán con los brazos abiertos.
*Todos los nombres fueron cambiados para proteger la identidad de las excombatientes