La revolución sin armas que reconoció el Gobierno | ¡PACIFISTA!
La revolución sin armas que reconoció el Gobierno
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La revolución sin armas que reconoció el Gobierno

María Flórez - julio 7, 2015

Después de conocerlos por los libros de historia, en un viejo caserón de Bogotá, nos reunimos con Octavio Ordóñez y Arturo Isaza, la memoria viva de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos, que cumple 45 años. La historia de una lucha que a pesar del tiempo y las balas sigue caminando.

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En un libro de cuero y hojas amarillentas, que reposa en la Biblioteca Nacional, están consignadas las conclusiones de un multitudinario congreso de campesinos que tuvo lugar en Bogotá, en 1981. La reunión fue financiada por el gobierno de entonces y pretendió unificar a las dos alas en que se había fragmentado la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (Anuc), considerada como la organización campesina más grande y combativa que haya existido en Colombia.

Empecé a hojear ese libro con motivo de los 45 años de la Anuc, que se cumplieron este martes. Quería saber cuáles eran los reclamos de los campesinos de entonces. Sobre la página 24, me detuve en el discurso del presidente de la Comisión de Reforma Agraria de la época, Octavio de Jesús Ordoñez, que hacía un llamado a la neutralidad en medio de las difíciles condiciones de seguridad que enfrentaba el país: “La pobreza en que se encuentra el campesinado es caldo de cultivo a todo tipo de aventuras, y por ello, la violencia no se puede separar del problema agrario. Así como hay que calificar de terrorismo a los actos vandálicos de las fuerzas gubernamentales, debemos ser inflexibles con los grupos que quieren encontrar apoyo dentro del campesinado sobre la base de la violencia”.

Él, que venía del Caquetá, un bastión histórico de las Farc, se refería a las presiones que enfrentaba la organización por parte de las guerrillas, que buscaban apoderarse de ella. La resistencia les costaba y les seguiría costando muertos, desaparecidos y secuestrados. Terminé de revisar el libro y me dirigí a la sede principal de la Anuc, en Bogotá, un caserón antiguo de dos pisos que el presidente Alfonso López Michelsen le donó a la asociación en 1978. Tenía la intención de entrevistar a algunos de los líderes que llegaron a la ciudad para asistir a la celebración de los 45 años, que se llevaría a cabo en el Palacio de los Deportes.

Subí las escaleras desteñidas y sombrías de la casa. Medio perdida, entré a uno de sus amplios salones y pregunté quién tenía tiempo para una entrevista. Un hombre de 74 años, con sombrero y acento paisa, se ofreció a acompañarme al pasillo. Era Arturo Isaza, el presidente de la Anuc en Barbosa (Antioquia). Arturo invitó a la conversación a otro hombre mayor, de voz grave y piel tostada: dijo que se llamaba Octavio de Jesús Ordoñez, el mismo del que había leído en la biblioteca. Aturdida por el encuentro, les pedí que nos sentáramos. En una esquina del segundo piso, a pocos centímetros del punto exacto donde dos sicarios asesinaron al dirigente William Jaimes en 1995, me senté a conversar con estos dos campesinos, fundadores y líderes emblemáticos de la Anuc.

Con la voz rasgada tras cuatro décadas de arengas, Octavio recordó que a mediados de los 60 él ya era líder de la vereda Alto de San Gil, de Florencia. Me contó que “cuando vino la campaña de 1968, el gerente del Incora y el obispo de Florencia me invitaron a un curso de organización campesina en el que se hablaba de las injusticias, las clases sociales y la necesidad del desarrollo rural”. Se refería a la gigantesca operación que desplegó el gobierno de Carlos Lleras Restrepo para convencer, carnetizar y capacitar a los futuros integrantes de la Anuc, una organización que el mismo presidente creó por decreto para unir a los campesinos y presionar, por esa vía, a los conservadores y terratenientes que se oponían a la implementación de distintas reformas en el campo.

Sentado frente a la placa que, en honor a Jaimes, está clavada en una pared de la casa, Octavio me dijo que “el presidente quería meterle leña a la hoguera. Estaba el problema de la tierra, tenía un marco jurídico y había reestructurado a las instituciones, pero era necesario meterle sangre a la política, sangre a la reforma agraria, y de ahí vino la idea de organizar a los campesinos”. Y aunque la Anuc surgió en el seno del gobierno, con la intención, en parte, de que las inminentes movilizaciones campesinas pudieran ser controladas, muy pronto se salió del dominio estatal y para 1972 convocó cuatro grandes paros. Miles de campesinos marcharon para presionar el reconocimiento de la organización, que enfrentaba un escenario adverso durante la administración conservadora de Misael Pastrana.

Desde los 70, la asociación ha luchado porque en Colombia se haga una reforma agraria que redistribuya la tierra y mejore la calidad de vida de los campesinos.

“Ese año Pastrana se unió en Chicoral (Tolima) con los gamonales, con los caciques y con los politiqueros para desmontar la reforma agraria, la Anuc y el Incora. Entonces el segundo congreso se convocó ahí, pero militarizaron el pueblo y le prohibieron al alcalde y al gobernador prestar las instalaciones de la Caja Agraria. Nos tocó trasladar el congreso para Sincelejo, mientras que el gobierno lo citó en Armenia”. Desde entonces, los asociados más radicales se conocieron como los de la línea Sincelejo, y los más tibios como los de la línea Armenia. Las posiciones de los primeros, que además promovieron recuperaciones de tierras, les granjearon serias enemistades y persecuciones. La asociación duró dividida diez años, hasta que el ministro de Agricultura del presidente Julio Cesar Turbay decidió hacer un llamado a la unidad.

Entrado en confianza, Octavio se paró con ímpetu. Me confesó que los de ambas líneas se gritaban, según el caso, “vendidos”, “traidores”, “subversivos”, “guerrilleros”, “hijueputas”. Se mostraban los colmillos y no podían sentarse a la mesa. Entonces, el ministro los convenció de hacer un congreso de unificación, cuyas memoras leí en la Biblioteca Nacional. Para llevarlo a cabo, les propuso reunirse con Turbay en la Casa de Nariño. Anticipándose a su propio relato, Octavio se reía. Me contó que durante ese encuentro él, que había sido designado vocero, recitó los nombres de todos los presentes. Pero el presidente se durmió y el ministro le pidió que subiera la voz.

Octavio se inclinó, y muy cerca del oído de Turbay, gritó con fuerza: “¡EXCELENCIA, LOS CAMPESINOS DE LA ANUC QUEREMOS LA UNIDAD!”. El presidente se despertó aturdido, y con la voz sosa que lo caracterizaba, dijo que sí, que se hiciera la unidad, y que si el problema era de plata, “hecha la ley, hecha la trampa”.

Pese a que el congreso se hizo, acabando formalmente las divisiones internas, cientos de integrantes de la organización fueron víctimas de violaciones a los derechos humanos, lo que finalmente acabó silenciándola. Arturo, que conoció a Octavio en 1970, recuerda que “en muchas partes del país nos agazapamos. Aunque teníamos el discurso revolucionario y consecuente, nos agachamos allá en las fincas y nos quedamos haciendo bobadas, para conservar la vida”. Teniendo en cuenta los impactos del conflicto armado sobre la Anuc, la Unidad de Víctimas la reconoció en 2014 como sujeto de reparación colectiva, por lo que trabaja en un plan de acción que contribuya a reconstruir la identidad campesina y a fortalecer las bases y los liderazgos.

Cientos de campesinos llegaron a Bogotá desde distintas regiones del país para reunirse en el Palacio de los Deportes

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Hoy, después de cuatro décadas, el reclamo de los campesinos sigue siendo el mismo: que se haga una reforma rural para mejorar la vivienda, la educación, la salud, la asistencia técnica, el crédito, la comercialización y la infraestructura. En el fondo se encuentra el eterno problema irresuelto de la distribución de la tierra. “Muchos campesinos no estamos en las fincas y en las veredas de Colombia por la violencia, por el desalojo y por la concentración. Porque le voy a decir algo, aunque sea delicado: en este país hay varios terratenientes; los antiguos terratenientes feudales, los terratenientes del narcotráfico y los terratenientes de las Farc”.

Agobiados por el frío, y luego de revisar fotos antiguas, los tres salimos de la casa. Sentados en una tienda, nos tomamos un par de aguardientes y hablamos de la paz, de Uribe, de Betancur y de Barco. De cómo habían muerto las consignas y las revoluciones. Me despedí, antes de que cayera la noche. La siguiente vez que los vi ya estaban muy lejos, encaramados en una tarima, frente a un Palacio de los Deportes repleto. Octavio, con la voz agonizante, gritaba vivas en nombre de la Anuc. Arturo cantaba solemnemente un himno recién escrito. Atrás retumbaban las palabras que me habían dicho tan sólo un día antes: “aunque no hemos conseguido la reforma agraria, que es nuestra bandera, sí les hemos dado dignidad a los campesinos”.