La lucha de 74 emberá por resistir al exterminio | ¡PACIFISTA!
La lucha de 74 emberá por resistir al exterminio
Leer

La lucha de 74 emberá por resistir al exterminio

Juan David Ortíz Franco - junio 26, 2015

El resguardo Cutí, en el Darién chocoano, ganó una demanda que le devuelve su territorio sagrado. Sin embargo, dicen ellos, esas tierras ya están plagadas por las costumbres del hombre blanco.

Compartir

 

Por Juan Arturo Gómez Tobón

En un rincón del Darién Chocoano, en tan solo 42 hectáreas, una comunidad emberá lucha por mantener su cultura, su sabiduría y su cosmogonía. Ellos le han ganado hasta ahora la pelea a los paramilitares, a la evangelización y a los colonos. Los primeros los han asesinado, los segundos los condenan a un infierno que no conocen y a la salvación que no necesitan, y los últimos les han robado sus tierras.

“Hoy, lo mismo que ayer, los enemigos enarbolan la cruz y arrasan las tierras. Hoy, como ayer, en el año de 1996 mataron al líder Miguel Domicó. Hoy, como ayer, sobre las tierras hay templos y el blanco revuelca los mundos bajos para extraer sus riquezas y despertar las enfermedades”, dice Rodrigo Domicó Jaby, el profesor de la comunidad.

Por la ruta de Balboa y Enciso

APDSC DIGITAL CAMERA

 

La panga reduce lentamente la velocidad y atraca en el puesto de control de la Armada. Un soldado, con fusil al hombro, chaleco y casco antibalas, baja raudo por las escaleras; se agacha y observa a los ocupantes de la embarcación.

A los pocos segundos de dejar el último punto de presencia del Estado, la panga empieza a saltar como potro cerrero intentando tumbar a su jinete. Una brisa refrescante moja el rostro con agua del mar. A medida que cambia su color azul para tonarse café tierra, el mar se va volviendo calmo y las selvas del Chocó se ven más cerca.

De forma intempestiva, el capitán hace que la embarcación dé un giro brusco y entra al caño Bocas del Atrato. La panga, en su zigzagueo, esquiva troncos de árbol que bajan por el río. De nuevo reduce la velocidad; el ayudante salta los dos metros que nos separan del tablado construido sobre pilotes y amarra la embarcación de uno de ellos. Después, los viajeros ocupan las sillas de los dos restaurantes del caserío.

Una joven camina con una ponchera en la cabeza; en su andar cadencioso la brisa funde el vestido blanco de lino a su piel negra, marcando de forma sutil, pero perfecta, las curvas de su cuerpo firme. Se acerca y ofrece su coca repleta de pescado frito, jaibas cocinadas en leche de coco y patacones dorados.

 

Me dice: “Eto sí es pecao freco, no como el que etá uté acostumbrao a comé. Hay róbalo, pargo y doncella”. Desde ese lugar la civilización queda atrás, la panga sigue su camino sobre el río, el tiempo empieza a perder su prisa, el cuerpo pierde la tensión habitual, el alma se tranquiliza y la imaginación vuelve como traída por las sirenas descritas por Balboa en su viaje por el Atrato.

A lo lejos se ve una mancha cruzando el río, es una puma con su cría. El panguero gira dos veces en su derredor: “Paisa, tranquilo; solo quiere ayudarle a pasar con el oleaje de la panga”, me dice un viejo que viajaba a mi lado. El sonido del andar del Atrato, el grito del mico y el aleteo del pavón que alza vuelo acallan el ruido del motor fuera de borda. La paz de ese lugar es indescriptible.

Con un giro brusco la embarcación toma el caño de Palo Blanco. Un cuerpo de agua inmenso llena todo el paisaje. Al fondo, coronado por nubes blancas, se ve la majestuosidad del mítico Tapón del Darién. En el final del tránsito, por la ciénaga de Unguía, aparecen hombres y mujeres que desde pequeñas canoas, de no más treinta centímetros de altura, lanzan sus atarrayas guardando el equilibrio en medio del oleaje de la lancha.

Los niños, sin más vestido que una corta pantaloneta, salen corriendo al encuentro para saludar agitando sus manos y después lanzarse en piruetas al agua. Una joven que da golpes con un manduco a un pantalón levanta la mirada. Un viejo recostado en una hamaca se incorpora y saluda con una sonrisa. En el puerto, se reúne un grupo de personas que da la impresión de que todo el pueblo vino al encuentro.

 

Marino, con sus gafas que cambian de color, con el sol sobre su cabeza rapada, les da la mano y la bienvenida a todos los visitantes. Una joven con chaleco del ICA indica que se debe pisar un cubículo con viruta de madera impregnada de un químico para desinfectar la suela de los zapatos. Después de una hora de viaje desde Turbo por fin llego de nuevo a Unguía. Hace casi dos años salí con la firme decisión de no volver, anhelaba la comodidad. Pero esa firmeza no me duró ni una semana. Veintisiete años antes vine sin un propósito claro: solo quería huir de mi mundo de drogadicto. Hoy vuelvo a buscar mis raíces.

En ese pueblo enclavado en medio de la selva viven en armonía, aunque no en paz, la fuerza de la cultura y la alegría del negro, y la sabiduría y la lucha indígena con la influencia española que no se puede desconocer. El parque principal es esa  bella amalgama que representa Colombia. En una esquina están las vendedoras de pescado, a una de ellas le dicen la Cangreja. Negra como la noche, fuma cigarrillo calado mientras habla, con destreza destripa un bocachico con sus manos y con un viejo cuchillo lo corta en pequeñas lajas sin dañar el espinazo.

En una banca, un grupo de ancianos habla, por las calles camina un indígena arriando burro, seguido por su mujer ataviada con paruma; su camisa lleva en cada costado una mola, su piernas están adornadas con bellas figuras hechas de cuentas de colores, a su lado camina una adolescente con su mirada al suelo y su negra cabellera cubierta por una manta colorida. Un paisa culebrero, en una pequeña carreta, ofrece desde memorias USB, hasta remedios para la impotencia, y en una placa de cemento los jóvenes y niños juegan fútbol, sin camisa y descalzos bajo un ardiente sol.

Cémaco vive en el cuerpo de una mujer

 

La lucha por el territorio de la comunidad Emberá Catío lleva más de 500 años. María  Guasarupa, es la gobernadora del resguardo de Cutí. Es un ser insignificante para el resto del país, pero no para su comunidad.

Sucedió hace tres años. En medio del amanecer unguieño, en el preciso momento que los pasajeros se embarcaban, llegó una mujer descalza, de cabello largo, rostro pintado con jagua y piel del color de la fibra del coco. Su voz delgada, pero con fuerza,  llamó la atención de todos cuando les explicaba a dos policías que un indígena venido de Córdoba había raptado a una virgen de su comunidad.

Ella hizo sentir su autoridad de gobernadora de la comunidad emberá de Cuti: La embarcación retrasó su salida por orden de la Policía; a los pocos segundos llegó el comandante de la estación. La forma de llevar el uniforme y su rostro sin lavar denotaba la urgencia de los acontecimientos. El comandante se comunicó con el puesto de control de la Armada, con el Das del puerto de Turbo y se embarcó con María Guasarupa en una panga.

Un silencio poco normal entre los ocupantes acompañó el viaje hasta que la gobernadora, erguida en la panga, empezó a hablar en su lengua mientras señalaba hacia el puesto de control de la Armada. En el muelle flotante se veía a un hombre con sus manos hacia atrás en medio de dos soldados. Cuando la embarcación fondeó, dos funcionarios de Bienestar Familiar bajaron de una especie de garita a quien era tan solo una niña.

Nada se podía oír de lo que hablaban, solo se veía a la pequeña mujer negar de forma vehemente con movimientos fuertes de su cabeza. Continuamos el viaje en la embarcación, pero ya sin María y el comandante. Ellos se embarcaron en una piraña de la armada en compañía de los funcionarios de Bienestar, la pequeña indígena y el raptor. Esa mujer descalza, con sus pies llenos de barro, impuso su autoridad. Ordenó que le quitaran las esposas al raptor y lo mantuvo 45 días con sus noches amarrado a un cepo.

En una carabela llegó el demonio y sigue vivo

Durante el viaje desde Unguía a la comunidad Emberá de Cuti observo el paisaje ya con otros ojos; esta nueva mirada me hace reparar las grandes haciendas ganaderas con saladeros cubiertos de tejas de zinc, veo la tubería que atraviesa la carretera para llevar  agua a los bebederos del ganado, todo protegido con modernas cercas eléctricas. En mi mente aparecen apellidos como  Rendón Herrera, Builes, Torres o Gómez. Son kilómetros y kilómetros de las tierras que llevan estos apellidos. En tres ocasiones, por milésimas de segundo, como oasis, pequeñas chozas de madera con techo de paja, me recuerdan a los Mosquera, a los Domicó y a los Brincha.

Pasando un puente veo lo que hoy, irónicamente, se sigue llamado río Cuque: un hilo de agua contaminada en cuyas orillas varias retroexcavadoras han remplazado a los barequeros en la extracción del oro. Lo que antes era una planicie llena de árboles, hoy parece un viejo campo donde se libró una batalla con bombarderos; a unos huecos profundos llenos de un agua negra, los suceden montículos de tierra donde la vida no crece por la contaminación del mercurio.

 

Parqueamos la moto a la orilla del Cuti para continuar a pie. Río arriba, dos niñas y un niño con sus padres palmotean fuertemente el agua mientras con una armoniosa danza de sus cuerpos dibujaban un cerco. De repente todos saltan al unísono, clavándose en el agua y con una alegría contagiosa empiezan a sacar en sus bocas y sus manos las sabaletas, que van echando en un canasto. Al final, todos se arrodillan entorno al cesto de palma amarga, la mujer dice una oración en lengua emberá mientras el resto de la familia en silencio devuelve al cauce los peces pequeños.

El caserío se compone de unas 15 chozas de tambo alto esparcidas en una planicie rodeando la casa mayor. Todas las entradas principales miran hacia el centro de la maloka. En un patio común que cubre todas las chozas por la parte trasera, hay cultivos de chontaduro, papaya, guama, badea, bacao, caimito, árbol de pan y yuca.

Todo da a entender que no hay nadie, pero de repente empiezan a salir las mujeres, seguidas de los niños y por último los hombres. En la maloca, siete bancas grandes rodean una más pequeña; hombres, mujeres y niños van ocupando su espacio. Yo, por respeto, me quedo afuera de la casa mayor a la espera de María Guasarupa.

 

La veo bajar del tambopor un tronco de balso con pequeñas muescas que solo dejan espacio para que apoye la punta de sus dedos. Haciendo equilibrio pasa un líquido blancuzco entre las totumas que lleva en sus manos. Ella observa que  estoy descalzo y sonríe mientras me ofrece uno de los recipientes, yo lo bebo sin dudar y mi cuerpo reacciona de forma extraña, pero agradable.

Me invita a pasar con un pequeño ademán de sus manos. María se sienta en la banca más pequeña, a un lado suyo una mujer joven y al otro una anciana. Dos jóvenes con bastón en mano acercan tres sillas, sin mediar palabra yo entiendo que la del centro es para mí, ellos se sientan a cada lado y con los bastones dan un fuerte golpe a la tierra mientras me miran con autoridad.

Ella canta, todos guardan silencio menos los niños, yo cierro los ojos y un suave cosquilleo invade mi cuerpo. Ya en confianza, Guasarupa cuenta su cosmogonía y Rogelio, el tule que me acompañó a la comunidad, traduce: “Solo existía oscuridad y vacío absoluto, existió un personaje omnipotente sin principios llamado Dayi Zhe Zhe, de donde aparece el dios creador de todo lo existente llamado Karagabí. Cuando todo era oscuro y vacío Dayi Zhe Zhe, que no tiene principio: porque es más que pensamiento, es intención, se creó a sí mismo y de su saliva salió Karagabí, virtud de bondad, sabio por naturaleza que tiene su morada allá arriba sobre nuestras cabezas. Creó los nueve mundos principales, divididos en los cuatro mundos de arriba, los cuatro mundos de abajo y el del centro que es la tierra, este lo reservo para que tuviera todos los colores, poniendo en él la corona del arcoíris como testigo de sabiduría”.

 

Guasarupa es de baja de estatura; de una mirada acogedora, pero penetrante; de sonrisa siempre en los labios, en su rostro pintado con jagua. En su piel lleva la lucha por salvar a su pueblo y esos pequeños pies descalzos soportan una historia sin igual:

En 1984 yo llegué de catorce años con mis padres huyendo de la violencia, el hombre blanco llegó comprando tierras para hacer un gran lago y quien nos las vendía se tenía que ir. Los kunas cedieron resguardo de 274 hectáreas de Cutí a los emberá. En tan solo dos años éramos más de 1.700 en el caserío, vivíamos en tranquilidad, pero eso duró pocos años, porque llegaron pastores de iglesias. En día venían con biblias y nos decían que éramos impuros, que teníamos que tapar pechos, nos regalaban ropa. En las noches pasaban sus vacas a nuestros cultivos para que el ganado comiera y fueron corriendo cercas y hoy solo tenemos 42 hectáreas.

En 1994 alrededor de 150 hombres se fueron a trabajar a Córdoba, a la represa de Urrá, cuando vinieron no gustaban de chicha sino cerveza, en vez de jugo de Borojó, avena y con hielo. Ya no querían salir a cazar ni cultivar, su cuerpo olía a libre, su mirada era la misma del blanco. Reuní a  todas las mujeres y expulsamos a la mayoría, hoy en resguardo y tambo manda la mujer, y luchamos por ser de nuevo gente de maíz.

Ella, sin necesidad de preguntas, habla sobre los programas del Estado: “En 2007 llegó Familias en Acción, fuimos a reunión, pero como solo se hablaba español, no entendimos bien y firmamos documentos. Sus programas de vivienda y de cultivos no son de cultura. No preguntaron si eso afecta nuestra forma de alimento, o la tierra o nuestras prácticas de vida. De Sistema General de Participación recibimos cada año casi doce millones, ese dinero se usa para tambos y necesidades de comunidad, entre todos decidimos que hacer con poco dinero”.

Guasarupa poco conoce de las leyes de los blancos, pero con orgullo enseña un documento del Juzgado Primero Restitución de Tierras de Quibdó, con fecha de septiembre 25 de 2014 donde se aceptan sus demandas y se ordena la restitución de sus tierras. Pero ella dice: “Nosotros ya no querer esas tierras, el blanco las mató sacando oro y llenándolas de vacas”.

Miro a esa mujer y veo en ella a la madre de todos los seres sobre la tierra. En el tono de su voz percibo que se siente sola. Bajo mi mirada al piso y veo que su piel es del mismo color del suelo. Sus pies se hunden como raíces y su cuerpo se funde en la tierra.

 

Por su rostro ruedan dos lágrimas mientras murmura el nombre de Day Zhe Zhe. Me enseña un título del Incoder, el informe de la visita de la Unidad de Victimas y la notificación del juez que aceptó la demanda por restitución.

Pero hoy esa comunidad de los emberá catío sigue enjaulada en 42 hectáreas. Los asfixian las grandes haciendas ganaderas, la minería ilegal, los grupos armados y las minas antipersonales, pues cerca del 40 por ciento de su territorio se encuentra afectado, según la Dirección para la Acción Integral contra Minas Antipersonal. Eso les impide cazar, andar libres por los caminos de sus ancestros y cultivar la tierra. Solo quedan 74 y de nada ha servido una sentencia de 2009 en que la Corte Constitucional los declaró en peligro inminente de exterminio, cuando todavía eran 270. Hoy esa sentencia se empolva los anaqueles de un juzgado y ellos se enfrentan solos a esa realidad.