Divergentes destaca los momentos fundamentales de la lucha por los derechos de los campesinos cocaleros en Colombia y las medidas que el Gobierno ha implementado.
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Por: Nathalia Guerrero
El origen
La existencia de cultivos ilícitos y el narcotráfico en Colombia no necesariamente explica el origen del conflicto armado en el país, pero sí deja claro cuál fue uno de los combustibles determinantes para perpetuar la guerra. A la vez, el narcotráfico forma parte de una espiral de violencia que resquebrajó las estructuras del Estado y la Nación.
Según la investigadora María Clemencia Ramírez, experta en construcción de sociedad civil en zonas de conflicto y cultivos ilícitos, el cultivo de coca empieza a expandirse por igual desde 1977 en el Putumayo, en Caquetá y en Guaviare, mientras también llegaban toneladas de base de coca contrabandeadas desde Perú y Bolivia. “La coca se expande rápidamente, presentándose el primer boom en 1981 y sosteniéndose hasta 1987”, cuenta. Con ese boom de finales de los 80 y principios de los 90, también llega el del narcotráfico al país con los carteles de Medellín y de Cali –con Pablo Escobar y los hermanos Rodríguez Orejuela, respectivamente– a la cabeza. Esa fue la época de las bombas en las ciudades, del asesinato de políticos, periodistas y civiles a manos de estos carteles y la época en que el país pasó de tener 44.700 a 103.000 hectáreas de cultivos ilícitos, según el texto de memorias del foro sobre cultivos ilícitos en Colombia, realizado por la Universidad de los Andes en el año 2000.
A finales del siglo XX, Colombia ya se había convertido en el epicentro global de la producción y el tráfico de cocaína.
La guerra
Mientras que el primer eslabón de la cadena productiva de la cocaína se extendía por toda Colombia, la relación que el país empezó a mantener con Estados Unidos, el comprador silencioso, se vio regida por una estigmatización, una criminalización y una violencia dirigida hacia los productores y los campesinos cocaleros, elementos que caracterizaron la conocida “guerra contra las drogas”.
Un largo capítulo de esta guerra fue el de la aspersión con glifosato. La práctica, ya común desde 1978 en cultivos de marihuana, se recrudeció en los años noventa en Perú, Bolivia y Colombia, a pesar de las alarmas de organizaciones independientes e, incluso, de algunos gobiernos. En el caso de Colombia, por ejemplo, el Ministerio de Salud del presidente César Gaviria (1990-1994) manifestó serias dudas sobre el efecto de las fumigaciones en la salud de las personas.
A pesar de eso, el expresidente Gaviria implementó la política de aspersión durante su gobierno, así como lo hicieron Andrés Pastrana de 1998 a 2002 y Álvaro Uribe en los suyos. La reelección inmediata de este último, que fue de 2006 a 2010, desembocó en el gobierno que históricamente presentó los estándares más altos de fumigación.
El campesino cocalero fue quien llevó la peor parte. Aparte de soportar estas lluvias químicas que le caían del cielo, ni el Gobierno, ni la sociedad quisieron verlo como una víctima de la ausencia del Estado, sin alternativas de sustento. Pedro Arenas, uno de los mayores activistas de la sustitución de cultivos en Colombia y director del Observatorio de Cultivos y Cultivadores Declarados Ilícitos (OCCDI) pone el ejemplo de esto último con San José de Guaviare, municipio del que fue alcalde: “de su población la mitad son desplazados a causa de los programas de erradicación, pero no son reconocidos como tal”, cuenta Arenas en medios. “En general hay una estigmatización y una criminalización de la actividad campesina, no solo en Colombia, sino en otras partes del mundo”.
La mayoría de académicos que han estudiado el tema consideran que esta estrategia ha resultado más ineficiente que eficiente. “Cuando los cultivos ilícitos son destruidos, la reacción del cocalero es alejarse selva adentro y quemar más bosque virgen para establecer cultivos nuevos, a un costo ambiental muy alto. Debemos —el Estado y la comunidad internacional— ofrecerle una alternativa real: el desarrollo alternativo”, decía un informe de la Universidad de los Andes. En la práctica, a más garrote, más probable que los cocaleros sembraran de nuevo.
De esta manera, y durante más de 25 años, Estados Unidos ha marcado la pauta sobre cómo hacerle frente al narcotráfico. Guillermo Rivera, actual ministro del Interior, en su texto ‘Cultivos de coca, conflicto y deslegitimación del Estado en el Putumayo’ los enumeró: “militarización de la lucha antidrogas (ejército, armada y fuerza aérea), la erradicación química de cultivos ilegales, el incremento de la criminalización y rechazo a la legalización; la inadmisibilidad de la negociación para incorporar a los narcotraficantes a la sociedad y la extradición de nacionales”.
“Estas medidas han llegado a la situación extrema de intervenir abiertamente en los asuntos internos de Colombia (…), exigiendo la adopción de leyes, medidas y acciones draconianas en la lucha antidrogas son considerar las implicaciones sociales y ambientales que estas pudieran acarrear”, asegura Rivera.
La protesta
La priorización de las estrategias forzosas, como la fumigación y la erradicación manual, generó fuertes movilizaciones sociales en los departamentos cocaleros.
El Gobierno y los cocaleros acordaron proyectos de sustitución de cultivos, pero en términos generales el impacto de éstos fue limitado: en parte porque no se estudiaron bien las cadenas comerciales, porque los productos no se ajustaban a las regiones, porque no había vías para sacarlos o porque no se hizo seguimiento en el tiempo a los proyectos.
En Caquetá, por ejemplo, luego del fracaso de planes de desarrollo para los campesinos cocaleros en el pasado (como el “Plan de Desarrollo para el Medio y Bajo Caguán y Zuncillas” de 1985, o como una adjudicación de cuatro millones de dólares en 1991 para la generación de cultivos lícitos en la zona, de la que solo se entregan a los campesinos 593 millones de pesos), en 1995 varios campesinos voceros de Bajo Caguán llegaron a Bogotá para acordar un nuevo intento de sustitución de cultivos, cuenta una investigación de los académicos Juan Guillermo Ferro y Graciela Uribe. Según el texto, el 90% de los campesinos cumplieron, y se quedaron esperando los programas que el gobierno había diseñado para ellos y que hasta habían anunciado en medios de comunicación.
También estuvo el PDA, el Plan de Desarrollo Alternativo, en poblaciones como el Putumayo, Cauca y Nariño, que se propuso reducir miles de hectáreas de cultivo, sin acercarse siquiera a lograr esas cifras, como lo afirma Guillermo Rivera en el texto que se mencionó anteriormente. “Para Putumayo el PDA estableció una meta de reducción de 2.500 hectáreas y en 1993 el programa logró reducir tan solo 10 hectáreas, sin contar las nuevas hectáreas cultivadas”.
Sin embargo, el programa de desarrollo más importante de la época fue el PLANTE, Plan Nacional de Desarrollo alternativo, introducido por el gobierno de Samper en 1994 como parte de su redefinición de la política con cultivos ilícitos. El programa, que planeaba mejorar las condiciones de los pequeños cocaleros con grandes inversiones, créditos blandos para el campesinado, apoyo en la comercialización de cosechas, tecnificación, desarrollo de empleo rural, mejoramiento de la infraestructura y participación de la comunidad tuvo resultados muy pobres. Para Rivera, el programa aumentó las hectáreas cultivadas con hoja de coca y amplió la frontera agrícola: “quizá el PLANTE como estrategia no logró plantear alternativas viables que solucionen a los campesinos de la región sus problemas de ingresos para persuadirlos a transitar a una actividad económica lícita”, afirmó en su momento.
El incremento en la fumigación aérea durante gobiernos anteriores como el de Gaviria, más el fracaso de estos programas y la incorporación de leyes como la ley 160 de 1994 de reforma agraria que, según el sociólogo Henry Salgado, garantizaron por la vía de la legislación agraria la “acumulación y concentración de grandes extensiones de la tierra en manos de pocos terratenientes” y desatendieron las “demandas campesinas por tierra”, generó la insatisfacción generalizada de los cocaleros y choques con el gobierno. Esto llevó en 1996 a un hito en la movilización ciudadana en Colombia: las marchas cocaleras.
En julio de ese año, decenas de miles de campesinos cocaleros, en su mayoría de Putumayo, Guaviare y Caquetá, marcharon en municipios como Mocoa, Puerto Asís, Orito, La Hormiga y Villagarzón para exigir la suspensión de las fumigaciones con glifosato e inversión social real en sus territorios. Pero más allá de las peticiones puntuales, las marchas cocaleras de 1996 fueron el primer gran intento de campesinos cocaleros en varios departamentos para mostrar disposición a iniciar un proceso de sustitución de cultivos. Es decir, a cambiar de manera gradual y voluntaria sus sembrados de coca y recibir a cambio garantías de sustento, tanto de producción como de comercialización.
A pesar de las presiones y, en muchos casos, de la violencia de la Fuerza Pública contra los campesinos, las marchas se extendieron por dos meses, paralizaron la actividad comercial y petrolera en varias regiones, y dejaron un saldo de víctimas del que no existe una cifra oficial. Medios como El Tiempo registraron en la época seis muertos y más de 70 heridos. La movilización sentó un precedente en la memoria colectiva del país, pues dejó claro que en Colombia miles de familias veían en la hoja de coca un sustento para vivir en medio del olvido del Estado y la sociedad. Como lo dijo entonces un campesino del Putumayo: “Aquí la coca ha sido Ministerio de Educación, de Salud, de Agricultura… En pocas palabras, la mata de coca aquí ha sido el Estado”.
Las marchas de 1996 empujaron al gobierno de Ernesto Samper a firmar el Pacto de Orito, en Putumayo, que contemplaba un plan de inversión social y sustitución. Fue un momento histórico: los campesinos confiaron nuevamente en los representantes gubernamentales, empezaron con la erradicación de sus cultivos y decidieron esperar a que el Estado cumpliera con su parte.
Con el tiempo, sin embargo, el pacto mostró grietas. Las inversiones que el Estado colombiano había prometido llegaron “sin concertación y desconociendo las vocaciones productivas del territorio” y de las familias o jamás llegó, afirma la Agencia de Prensa Rural. Por esto, “se retomaron los cultivos de coca como forma de subsistencia económica”, asegura el medio.
Pronto las marchas dejaron de representar una ilusión para volverse un símbolo de la falta de confianza del campesinado en el Estado.
Un símbolo que permanece vivo en la actualidad.
La recaída
Ernesto Samper fue sucedido por el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002), que en 1999, con el respaldo de Washington, dio, con todo bombo, inicio al Plan Colombia, quizás el capítulo más robusto de la guerra contra las drogas, diseñado como una “estrategia integral de cooperación bilateral”, con el objetivo de “combatir las drogas ilícitas y el crimen organizado, para así contribuir a la reactivación económica y la consecución de la paz en Colombia, al tiempo que se fortalece el control sobre la oferta de drogas ilícitas en las calles norteamericanas”.
El plan, con una inversión inicial de 10.372 millones de dólares (64,8 por ciento dotados por Estados Unidos, 35,2 por ciento dotados por Colombia) hizo caso omiso al largo historial de conflicto social, de alarmas de salud y de riesgos ambientales que había producido el glifosato y agudizó la estrategia de fumigación.
Casi 17 años después, muchos expertos aseguran hoy que el Plan Colombia tuvo muchos fracasos en el país. Para Antonio Caballero, por ejemplo, se dijeron dos mentiras claras en este plan: la de combatir el narcotráfico y la de que este plan no era contra las guerrillas. “Resultó muy eficaz contra las guerrillas y completamente inocuo frente al narcotráfico”, asegura Caballero. “El narcotráfico sigue pujante, y más que entonces, porque la única manera de acabar con él no es combatirlo, sino legalizarlo”.
Por su parte, Bonnie Kappler, ex fiscal antimafia de Nueva York, aseguró en Semana.com que “si la meta del Plan Colombia es ayudar a Colombia a luchar contra los carteles o los narcotraficantes y hacer que respondan ante la justicia, el plan ha tenido éxito”, por el contrario para él, el fracaso fue el de no frenar ni el narcotráfico ni la producción o flujo de droga. “No ha hecho más que trasladar parte de la guerra a otros países, como Honduras y Guatemala”.
En cambio, para Germán Castro Caycedo, el Plan Colombia ni siquiera existió. “Según los documentos del Departamento de Estado, esa operación se llama y se ha llamado siempre ‘Ofensiva al Sur’ o ‘Estrategia Andina’”, asegura. De hecho, para él, Estados Unidos invierte su parte de la “ayuda” en “herbicidas producidos por sus industrias Monsanto y Dow Chemical”.
Incluso hay quienes afirman que la reducción de los cultivos, el gran éxito del Plan Colombia según muchos, no es cierto en lo absoluto. Así lo sostiene el mencionado sociólogo Henry Salgado, quien asegura que si miramos las cifras de inicios de 2000 (102.00 hectáreas en 2002 y 102.000 en 200 según la UNODC) con relación “a las nuevas geografías de la coca y su repunte en Bolivia y Perú, la realidad socio económica y geográfica nos habla de un desplazamiento hacia regiones que otrora no cultivan coca o que de nuevo la resiembran”. Salgado pone un ejemplo: “para 1999 la Dirección Nacional de Estupefacientes reportó un total de 160.119 hectáreas, distribuidas en 12 departamentos y para 2002, según la misma fuente, se habla de un total de 102.071 hectáreas distribuidas en 21 departamentos”. Para el investigador es claro: “se trata de una guerra que no ha sido efectiva y no lo es, ya que los problemas sociales, económicos y políticos que están a la base de los cultivos de uso ilícito no se pueden resolver desde un enfoque represivo”.
Con la amapola es otra historia. Descubierta en el Huila y el sur del Tolima a inicios de los años 80, el cultivo de amapola tuvo alguna cabida durante esa época, por la caída en los precios de la coca. Según este estudio de la facultad de Estudios Ambientales y Rurales, al Huila fueron llegando narcos, conocedores del cultivo procedentes del Caquetá y comerciantes del Putumayo, Nariño, Cauca y Cundinamarca, y montaron una economía alrededor de la “flor maldita”. Durante los años 90 el cultivo se extendió, pero nunca en las proporciones de la coca.
Luego de la época recrudecida de las fumigaciones, los cultivos de amapola no se expandieron como en el caso de la coca. Según el texto mencionado, entre los campesinos hay temor a la represión por el cultivo de esta planta. La planta de amapola es un cultivo transitorio, con un ciclo productivo de seis meses y es de difícil manutención, algo que influyó definitivamente en la economía del cultivo en Colombia.
El presente
El punto cuatro del Acuerdo de paz firmado entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las Farc propone, aprendiendo de las lecciones del pasado, resolver el problema de la coca a punta de invertir en desarrollo rural y de un trabajo mano a mano con las comunidades.
Fue para lograr eso precisamente que se creó en 2017 el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito y Desarrollo Alternativo (PNIS), que firma acuerdos de erradicación y no resiembra con las comunidades cocaleras. Éstas arrancan la coca que tienen sembrada y el PNIS las apoya durante dos años, de manera que arrancan un proyecto productivo y que se garantice que encuentran una alternativa económica legal.
La meta final para 2017 era erradicar 50.000 hectáreas de coca en más de 40 municipios, que no se cumplió a cabalidad por retrasos en el inicio del programa (a finales del año el número real rondaba las 25.000 hectáreas). Ese retraso se vio complementado por un retraso en la implementación del punto rural del Acuerdo de paz, especialmente en bienes y servicios públicos esenciales como vías terciarias, distritos de riego y asistencia técnica (agrónomos y veterinarios).
Al mismo tiempo, hay una tensión profunda entre esta estrategia y una paralela -basada en la erradicación manual forzosa- que el Ministerio de Defensa está implementando, con un éxito en cumplir la meta anual (50.000 hectáreas en 2017), grandes dudas sobre su sostenibilidad (porque nada garantiza que, como en el pasado, esos campesinos resiembren) y algunos choques con comunidades. Esto ha hecho que las dos técnicas – la de la “zanahoria” y la del “garrote”- choquen más de lo que se complementan.
Actores clave
Hoy en Colombia existen varias organizaciones que se enfocan en el trabajo en torno a los cultivos ilícitos. Hay varios tipos de organizaciones: unas más dedicadas a estudiar el fenómeno, documentar sus condiciones de vida y monitorear los avances de la sustitución del cultivo y otras que además reclaman ser sus voceros políticos.
Un primer actor relevante es el Observatorio de Cultivos Declarados Ilícitos (Occdi), que lidera Pedro Arenas, uno de los hombres que más sabe de coca en Colombia. Desde la perspectiva de derechos fundamentales de las poblaciones involucradas —campesinos, afros, indígenas—, el observatorio trabaja principalmente en el estudio y la divulgación de información sobre la producción de cultivos declarados ilícitos.
El Occdi además lucha por lograr el reconocimiento de los usos alternativos de estos cultivos, tanto para la medicina y la alimentación, como dentro del contexto de tradiciones ancestrales, religiosas y sociales. También busca soluciones alternativas al problema de la erradicación forzosa manual y aérea mientras lucha en contra del desarrollo rural sin condiciones.
Otro movimiento clave es MamaCoca, una organización ambiental y de defensa de derechos humanos de las víctimas del conflicto interno. La organización está activa desde 1998 y legalmente constituida desde 2003 por María Mercedes Moreno, Darío González Posso y Mónica Juliana Lalinde. Para ellos, la historia de Colombia está “íntimamente ligada a la lucha de la coca por su supervivencia”, y la devastación ambiental nacional es “en gran parte consecuencia de los intentos por proscribir las plantas a fin de negar las sustancias psicoactivas”.
La labor de esta organización, que es una de las primeras fuentes de información sobre drogas en Colombia en una época donde hablar de esto significaba “hacer apología al delito”, se enfoca en proporcionar, según sus integrantes, elementos necesarios para diseñar políticas públicas e implementar medidas que permitan “conciliar resiliencia y sostenibilidad ambiental con medidas legales para reducir las vulnerabilidades de cultivadores y usuarios”.
La manifestación más reciente del movimiento cocalero se dio a inicios de 2017 con la fundación de la Coordinadora Nacional de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana (Coccam). La organización reúne a cerca de 7.000 delegados de comités cocaleros de 15 departamentos, con el objetivo de velar por el cumplimiento del cuarto punto del acuerdo de paz firmado entre el gobierno y las Farc.
La creación de la Coccam no fue visto con buenos ojos por el gobierno en el momento. A inicios del año pasado Eduardo Díaz, director de la Agencia para la Sustitución de Cultivos Ilícitos declaró a El Tiempo que era “preocupante” que se crearan asociaciones “alrededor de una actividad ilícita”. “Si el propósito es sustituir la coca, no tiene sentido crear organizaciones de campesinos que la defiendan”, aseguraba Díaz. César Jerez, vocero de la Coccam, por su parte sostuvo que la Coccam consistía en revivir un “antiguo proceso de creación de comités y coordinaciones de cocaleros en las veredas, los municipios y los departamentos”.
Hace menos de un mes varios medios informaron del asesinato de Flover Sapuyes Gaviria en el Cauca, quien era integrante de la Coccam y pertenecía a otras asociaciones campesinas como ASCATBAL (Asociación Campesina de Trabajadores de Balboa), de la Unión Patriótica.
Según cifras de la fundación Ideas para la Paz, en el primer semestre de 2017 “el conjunto de municipios que tienen cultivos de coca tuvo un aumento del 14 por ciento en el número de homicidios, en comparación con el mismo periodo en 2016”. Asimismo, la fundación encontró que los asesinatos se redujeron un 15 por ciento en los municipios sin coca. Sin embargo, los investigadores aclaran que el aumento de homicidios podría no estar estrictamente ligada a la existencia de cultivos ilícitos en estas zonas, sino que más bien podría ser “el resultado de una fase de reestructuración de los actores ilegales en la cadena del narcotráfico”.
Al final del informe, la fundación se hace una pregunta válida para la situación actual de esta lucha en el país: ‘¿Qué ganaríamos si, al final, en estos municipios tenemos menos coca, pero más homicidios?’
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