REPORTAJE | Una visita al Raudal del Guayabero y los campesinos que dejaron la coca para cuidar un importante hallazgo arqueológico.
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Por Andrés Bermúdez Liévano
Raudal del Guayabero, Guaviare
Por más de tres décadas, el tesoro color ocre que resguarda el Raudal del Guayabero se mantuvo escondido entre el verde clarito de la coca.
El conflicto y la prohibición de las Farc a que entraran turistas se encargaron de garantizar que pocas personas llegaran a este cañón en el río Guayabero donde el denso bosque del Guaviare protege uno de los yacimientos arqueológicos más importantes –pero menos conocidos– de Colombia.
En las lisas paredes de un afloramiento rocoso, propio de la Serranía de la Lindosa, se encuentra uno de los murales más importantes de pintura rupestre en Colombia. Aún no ha podido ser datado por los arqueólogos, pero que con seguridad supera los 400 años de antigüedad. En las lajas blancuzcas de cuatro metros de altura, se superponen crípticas escenas en las que se reconocen –por sus siluetas– figuras de dantas, lagartos, mujeres embarazadas, escaleras y danzas rituales.
Sus protectores: una comunidad que por años vivió de la coca y que hoy le está apostando a un proyecto de turismo del que actualmente viven unas 60 personas.
El renacer del Raudal
La historia del Raudal comenzó a cambiar hace dos años. En parte porque el Frente 7 de las Farc –que ya estaba sentada en La Habana negociando el Acuerdo de paz– dejó de oponerse a la llegada de personas de afuera a la zona, pero sobre todo porque la comunidad del caserío de Raudal se organizó y decidió montar su proyecto de turismo comunitario.
Hoy, gracias al trabajo coordinado entre los guías de San José y la comunidad, hasta 100 turistas están recorriendo cada día la trocha que separa al Raudal de la capital del departamento. Allí, los turistas conversan con la comunidad, comen alimentos preparados por ellos, atraviesan el cañón en una canoa motorizada, visitan las pinturas con un guía baquiano y suben a un mirador natural que tiene una imponente vista de todo el río y el Parque Nacional de la Macarena.
“Con el turismo estamos saliendo adelante. Es la única entrada que tenemos y la mantendremos conservando lo que está alrededor de río, de selva y de animales”, cuenta Disney Ardila, una vivaracha mujer de 40 años que recibe a los visitantes en una caseta de madera sobre el río y que lidera la organización.
“Nosotros tenemos el turismo más fuerte en el verano, de diciembre hasta marzo. En un día podemos tener hasta 100 personas, incluyendo extranjeros. Es un buen flujo de dinero para todos: las señoras que cocinan, los jóvenes que son guías”, añade. Detrás suyo está el letrero con el que recuerdan a los vecinos que los jueves cada dos semanas viene un instructor del Sena desde San José para dictarles el curso de turismo.
El auge del turismo aún es modesto, pero le está sirviendo al Raudal para reponerse de años de aislamiento y escasez de oportunidades económicas.
“Acá no había sino la coca”, cuenta Disney, sentada frente a su pequeña tienda de gaseosa. Con ‘había’ se refiere a comienzos de los años ochenta, cuando ella era una niña de siete y en el caserío que fundó su padre –un pescador de San Martín de Loba, en el sur de Bolívar, que llegó para dedicarse al comercio de pieles de tigrillos y caimanes cachirre– rodaba la plata en efectivo.
El Raudal era el centro de compra de la pasta de coca que los campesinos de toda la región procesaban artesanalmente. Justo frente a la casa donde creció Disney se sentaban tres o cuatro ‘chichipatos’ –como allí llamaban a los intermediarios– a pesar en sus balanzas de tres barras los ladrillos rellenos de polvo blanco que traían los campesinos. Luego salían cargados en sus lanchas voladoras hacia San José del Guaviare.
“Había tanta plata que la gente iba al pueblo a Puerto Concordia o a San José a traer plátano o yuca. Imagínese, uno traer plátano al campo”, cuenta Don Carlos, el presidente de la junta de acción comunal del Raudal, sentado frente a la caseta donde reciben a los turistas.
Esa bonanza se esfumó en 1986 y jamás volvió. Al estar tan cerca de las márgenes del río Guayabero, la coca fue blanco fácil para los aviones que fumigaban con glifosato y los operativos militares. Quedaron sólo las ruinas de una discoteca, un billar y un mercado.
La pobreza se generalizó y también la violencia. De hecho, la de los Ardila –y el Raudal– es una historia que ha estado entretejida con la del conflicto.
En febrero de este año, cuando tres botes cargando más de 200 guerrilleros de las Farc bajaron por el río Guayabero y desembarcaron en Raudal, de camino a concentrarse en la zona veredal de Colinas (a dos horas), hubo un alboroto. Era un sobrino de Disney que pisaba el caserío y veía a su familia por primera vez en nueve años.
Otros recuerdos son más dolorosos. Disney aún espera una respuesta sobre el paradero de su hermano Edwin, que lleva diez años desaparecido y que es una de las 45 mil personas en todo el país cuya suerte intentará establecer el acuerdo de paz. No sabe nada de él desde que milicianos de las Farc llegaron a la finca familiar donde estaba raspando coca y se lo llevaron.
Su familia cree que fue reclutado a la fuerza porque, cuando la guerrilla quería matar a alguien, lo hacía ahí mismo. Ella aún alberga la esperanza de que quizás esté concentrado en una de las zonas veredales donde la guerrilla entregó sus armas y no tenga cómo comunicarse con ellos, aunque –a juzgar por su rostro– no está convencida de que sea probable.
El Lascaux colombiano
A pesar de que en Raudal todos los locales conocían desde pequeños la gigantesca laja de piedra dibujada que está a menos de 15 minutos de sus casas, pocos les veían un valor singular.
Al final de cuentas, muy pocos llegaban –en los años más violentos– a explorar este complejo de pinturas que están desperdigadas por las paredes verticales de piedra del misterioso afloramiento geológico de la Serranía de la Lindosa. Descritas por primera vez por el aventurero francés Alain Gheerbrant en los años 40, han fascinado a arqueólogos y antropólogos, pero nunca han sido un icono reconocido a nivel nacional.
“Aunque la mayoría de la gente ni siquiera sabe que tenemos arte rupestre, Colombia realmente se puede convertir en un polo de turismo universal. Porque lo que tenemos es comparable con pinturas como las de Lascaux en Francia o Altamira en España. Tienen un valor incalculable”, dice Fernando Urbina Rangel, que ha dedicado 40 años de su vida a estudiar los pictogramas y pinturas rupestres del país.
Con la voz visiblemente emocionada y vistiendo su gorro de pescador aún en la sala de su casa, este profesor emérito de filosofía de la Universidad Nacional saca los libros que ha publicado sobre arte rupestre en Colombia y señala diferentes dibujos. En uno de ellos se detiene: unas siluetas animales de color cobrizo, con círculos concéntricos dibujados en las patas y una pose de carrera.
Son los ‘perros de la guerra’, un hallazgo suyo en Cerro Azul –una monumental pintura de 50 metros de largo en la vereda vecina al Raudal– que ha sido fundamental para entender unas reliquias que todavía resultan crípticas para los arqueólogos. Esa imagen permitió proponer que algunas datan de la primera mitad del siglo XVI, cuando un conquistador alemán llamado Felipe von Hutten recorrió la región del Guayabero en su misión de encontrar el oro del Dorado para satisfacer la ambición de la familia banquera de los Welser de Augsburgo. Los perros, un animal que nunca habían visto los indígenas de la zona y que aparecen en los grabados alemanes de la expedición militar, fueron la clave para hacer la conexión.
El valor de las pinturas es claro para el Gobierno Nacional, que está pensando crear un parque arqueológico que proteja los 60 sitios distintos que ha identificado hasta ahora en la Lindosa, incluyendo el que cuidan Disney Ardila y sus vecinos del Raudal.
El año pasado, el Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH, la institución a cargo del patrimonio arqueológico del país) hizo el inventario completo de los sitios y ahora está haciendo un mapeo, predio por predio, que permita entender quiénes viven en el área. La idea es formular un plan de manejo con la comunidad, que identifique los usos permitidos y prohibidos, para ojalá declarar el área arqueológica en 2018.
Igual que sucede con los bosques y la fauna, la única manera viable de conservarlas es con la gente de comunidades como Raudal.
“Debemos concentrarnos en la economía que generarían si se conservan bien. Ese incentivo es, siendo realistas, el único que funciona”, dice Urbina, una de cuyas obsesiones personales es poder impulsar un programa nacional educativo en torno a la arqueología y la paz. “O si no, nos puede pasar lo del África mediterránea, donde el 75 por ciento de las pinturas rupestres terminaron saqueadas y en colecciones privadas en Europa”.
La fórmula para lograrlo puede estar en el Raudal del Guayabero y en modelos que conviertan a las comunidades en socios de la conservación, como sucedió con estos antiguos cocaleros que hoy son guarda-ruinas.
Por lo pronto, Disney y sus compañeros tienen un plan: quieren hacer un sendero ecológico entre las pinturas y el caserío, que ayude a educar a los visitantes sobre el bosque y los animales que viven allí, como los monos churucos.
* Este reportaje se hizo gracias a una beca de reportería del Earth Journalism Network en temas de biodiversidad.