Con siete años de diferencia Iván Márquez pronunció dos discursos cargados de rabia y de figuras literarias...bastante precarias.
Por: Cristal Perea
Siete años separaron dos discursos. El primero, cargado de rabia y sequedad, anunciaba desde Oslo la instalación de la mesa de negociación entre las Farc y el Gobierno colombiano. El segundo, lleno de rencor y poco sentido común, anunciaba desde la frontera con Venezuela el regreso a las armas de un puñado de exguerrilleros.
Ambos discursos, pronunciados por los mismos labios, cargaban con un arsenal de figuras retóricas dispuestas a paliar el contenido bélico de sus frases.
—Desde el Inírida, que acaricia con la ternura de sus aguas frescas la selva Amazónica y del Orinoco, sitiados por la fragancia del Vaupés que es piña madura, anunciamos al mundo que ha comenzado la segunda Marquetalia.
El léxico de Márquez a la hora de describir la geografía colombiana había aumentado. Siete años antes, cuando como jefe de la delegación de las Farc tuvo que dar el discurso de apertura, Márquez se conformó con referirse a Colombia como “el Macondo de la injusticia”. Una figura que cae en el lugar común: desde hace 50 años no han sido pocas las ocasiones en las que se ha echado mano del nombre del pueblo en la novela de García Márquez para equipararlo con el de Colombia.
Y no era una destreza literaria acompañar a ese sustantivo con el adjetivo de “injusta”. Saber adjetivar es justamente uno de los mayores retos para un escritor porque se puede caer en la tentación de reiterar las características que el mismo sustantivo lleva consigo. Decir “Macondo injusta” es poco más que una obviedad.
Ahora, siete años después y un Proceso de paz más adelante, Márquez se tomaba la tarea de dar una descripción geográfica menos evidente. Menos evidente pero no por eso más literaria. La descripción de la geografía amazónica hecha por Iván Márquez con el anuncio de rearme resulta, de nuevo, elemental.
Salvo la metáfora de la piña madura —que ya nos dirán los habitantes del Vaupés si coinciden con que su región huele todo el tiempo a fruta picha— el resto de la descripción sigue siendo insulsa.
Para que se vea que sí es posible describir una selva de manera intensa, copio el siguiente poema de Pablo Neruda:
Amazonas,
capital de las sílabas del agua,
padre patriarca, eres
la eternidad secreta
de las fecundaciones,
te caen ríos como aves, te cubren
los pistilos color de incendio,
los grandes troncos muertos te pueblan de perfume,
la luna no te puede vigilar ni medirte.
Eres cargado con esperma verde
como un árbol nupcial, eres plateado
por la primavera salvaje,
eres enrojecido de maderas,
azul entre la luna de las piedras,
vestido de vapor ferruginoso,
lento como un camino de planeta.
(Neruda que además tiene varios poemas dedicado a la Revolución rusa —lo que muestra que la calidad literaria no depende de qué afiliación política se tenga. Pero en fin. Sigamos).
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Hace siete años, Márquez decía que necesitábamos “edificar la convivencia sobre bases pétreas como los inamovibles fiordos rocosos de estas tierras para que la paz sea estable y duradera”. De nuevo una metáfora que no dice nada nuevo. La idea de asentar la convivencia sobre bases sólidas se muestra en el adjetivo pétreo y luego se repite cuando habla de fiordos rocosos. La calidad de las metáforas está en sacar destellos de sentido a una palabra que, a primera vista, no parecía tener otro distinto al literal. Márquez es demasiado literal. Neruda, por ejemplo, para referirse a la velocidad del río Amazonas dice que es “lento como un camino de planeta”. Lo obvio habría sido decir: “lento como una anaconda, etc”.
Ahora Márquez trajo a colación al ave fénix: una imagen que ha sido usada por siglos para referirse al renacer. Dice que el grupo que comanda “volará a través del cristal de esas lejanías brumosas para abrazar con la fuerza del amor los sueños de vida digna y buen gobierno que suspiran las gentes del común. Unidos seremos la antorcha de la esperanza”. Bueno, acá hay que decir que Márquez estuvo oyendo a mucho político antes de volver al monte y que se le terminó pegando esa retórica de la esperanza. “Abrazar con la fuerza del amor” suena a campaña recalentada para la alcaldía de alguna ciudad.
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Hace siete años, la vehemencia del discurso de Márquez traía figuras como esta: “hoy hemos venido a desenmascarar a ese asesino metafísico que es el mercado. A denunciar la criminalidad del capital financiero a sentar al neoliberalismo en el banquillo de los acusados como verdugo de pueblo y fabricación de muerte”. Quizás la única figura valiosa de sus dos discursos se encuentre en este fragmento: “asesino metafísico”, o al menos, la menos fácil de todas. Pero más allá de ella, Márquez reincide (quizás ese sea el hilo conductor de su actuar poético y militar: la reincidencia), en la idea de los grupos revolucionarios de “sentar al banquillo” al enemigo opresor. De nuevo, sus imágenes son rencauche de viejos topos.
Viejos topos como el que repitió la semana pasada cuando dijo “tomemos el timón de Colombia y dirijámosla sin pérdida de tiempo hacia las costas de la dignidad humana”. La imagen del líder político o social que toma el timón de un barco para llevarlo a buen puerto existe en literatura desde los griegos y los romanos. Lo mismo que la imagen de las riendas y el caballo.
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(La poesía —como la literatura— requiere alta dosis de imaginación. No sólo para inventar tramas o personajes, sino para mirar con ojos de novedad situaciones que parecían definitivas. Para redefinir lugares que hasta el momento habían estado anquilosados.
La falta de imaginación de Márquez en la literatura puede servirnos para entender su poca imaginación política. Ante un escenario radicalmente distinto al que se había acostumbrado durante años —la guerra, la clandestinidad, las armas— no fue capaz de reinventarse y reinventar un horizonte político por fuera los códigos de verde oliva.
La falta de creatividad a la hora de elegir sus figuras literarias es a su vez la metáfora ideal de la falta de astucia política que tuvo él una vez hubo alcanzado los favores de la vida civil. No soportó tanta novedad. Fue forzado —por esa misma inercia que caracteriza a los revolucionarios de bigote y barba— a volver al caparazón de la guerra. Al huevo. A la seguridad que brinda esconderse detrás de un fusil, detrás de la rimbombancia, detrás de un video grabado en el medio de la selva.
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Hace siete años, cuando había expectativa y no se sabía bien qué rumbo iban a tomar las negociaciones, Márquez finalizaba su discurso en Oslo de la siguiente manera:
—Bienaventurados los que entienden que las palabras de concordia y de paz no deben servir para ocultar sentimientos de rencor y exterminio. Malaventurados los que en el gobierno ocultan tras la bondad de las palabras la impiedad para los hombres del pueblo, porque ellos serán señalados con el dedo de la ignominia en las páginas de la historia.
Una forma eficaz de darle la vuelta a las bienaventuranzas bíblicas para ponerla en el contexto de la negociación que se venía. Pero el ingenio de Márquez no está, una vez más, en buscar imágenes que destilen novedad a partir de lo viejo; el ingenio de Márquez está en cerrar su discurso con una cita de Jorge Eliécer Gaitán. En eso, convengámoslo, Márquez tiene madera de poeta: sabe bien cuáles son sus referentes.
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Han pasado siete años, en el entretanto se firmó un Acuerdo de paz para ponerle fin a un conflicto de décadas; la guerrilla más vieja del continente dejó las armas; se amplió la participación democrática; volvieron viejas violencias y algunos amantes de la guerra optaron por volver al monte.
Leídos con distancia sus dos discursos, vemos que hay una característica que se mantiene: la repetición de las viejas figuras ya usadas. La poesía tiene la desventaja (o la ventaja) de cargar con el enorme peso de la tradición. Y para bien o para mal el poeta debe jugárselas en ese espacio para conseguir o bien continuar en esa tradición, o bien lograr una ruptura. Márquez no consigue, a pesar de su voluntad de hacerlo, ni lo uno ni lo otro. Sus figuras literarias no son lo suficientemente audaces como para ser juzgadas a la luz de la novedad. Al contrario, repite lugares comunes, imágenes predecibles.
Predecibles quizás como su vuelta al monte.
Quizás si hubiéramos escuchado atentos ese primer discurso hace siete años, y hubiéramos puesto atención en el contenido pero sobre todo en la forma que le daba curso, algo habríamos intuido sobre los rumbos que tomaría él –y el ciego a su lado– siete años después.
¿Qué queda después de esta retórica arruinada?
O, parafraseando al propio Márquez, ¿cómo construir la paz sobre estas ruinas trasnochadas de lenguaje?