En mula y en lancha, recorrimos la ruta más agreste del narcotráfico | ¡PACIFISTA!
En mula y en lancha, recorrimos la ruta más agreste del narcotráfico
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En mula y en lancha, recorrimos la ruta más agreste del narcotráfico

Staff ¡Pacifista! - enero 2, 2017

Pocos colombianos han atravesado el camino del Alto Naya al Océano Pacífico, cuyo dominio las Farc están a punto de ceder.

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Por: Isabella Bernal

“La cocaína es la bomba atómica de Latinoamérica: es la mejor forma de combatir a la decadente sociedad norteamericana”, decía Carlos Lehder, el hombre que industrializó el polvo blanco. Lo dijo en los años ochenta, cuando los carteles de Cali y Medellín empezaban a definir las rutas del narcotráfico, y las Farc le compraban la coca a los campesinos para vendérselas a los narcos. El negocio todavía no era un monopolio. Las ganancias se repartían y alcanzaba hasta para los jornaleros.

Han pasado tres décadas desde entonces. Tres décadas en las que el negocio de la cocaína ha migrado por el territorio colombiano, conforme al compás del conflicto armado y, sobre todo, la guerra contra las drogas. En los noventa, el epicentro de la violencia y el narcotráfico fue el Caquetá, con sus llanuras convertidas en campo de batalla entre paramilitares/narcotraficantes y guerrilleros. Luego llegaron el Plan Colombia y el Plan Patriotas, y con el cambio de milenio la lucha contrainsurgente se disfrazó de guerra antinarcóticos. Una guerra en la que siempre aparecieron en el fuego cruzado los cocaleros, campesinos pobres que vivían del cultivo, cosecha y procesamiento de pasta base de cocaína.

Ese vaivén creó olas de migración. Y de estas, quizás una de las peores fue la del Naya. En 2002, 700 mil personas fueron expulsadas de sus tierras en diversos territorios de Colombia y muchas de ellas llegaron a esta región que empieza en la cima de la cordillera occidental en Buenos Aires, Cauca y termina en el andén Pacífico de Buenaventura en el Valle del Cauca. Son 170 mil hectáreas ocupadas originalmente por negros africanos, traídos para trabajar en las minas de oro, y luego por los blancos, los despojados, que le huyeron a la violencia desde las guerras bipartidistas de mitad de siglo XX, y llegaron tumbando monte.

Esta fue nuestra ruta del Naya al Pacífico. Ilustración por Melissa Vásquez.

La última carretera que se ve antes de sumergirse en ese camino Real del Naya es una trocha que fue construida por la multinacional Smurfit-Cartón Colombia en los noventa para sacar el pino sembrado en el centro del departamento para la producción de papel. La vía empieza en Timba y termina en un caserío llamado El Despunte, muy cerca a los campamentos de las Farc, donde se agruparon los guerrilleros durante los 43 días que duró el limbo de los acuerdos de paz de La Habana.

Antes de las Farc estuvo el ELN. Llegaron a finales de los setenta con la hidroeléctrica del Alto Anchicayá, construida en una selva tropical húmeda rodeada de ríos y cascadas cristalinas entre Buenaventura y Dagua. Ahí hubo tensiones, como las hubo en la Salvajina, donde en 1984 se construyó la represa que hoy provee gran parte del agua potable a los caleños. Por el norte, el río Naya se entrecruza con el Yurumanguí, y por el Sur con el San Juan de Micay.

La historia del desarrollo del Naya no tiene más de 60 años. Es una región que se empezó a poblar de la mano de los cultivos de coca. En 1991, doña Rosa* era la única que tenía casa en El Despunte. En esa época todavía no subían las chivas desde Timba cargadas de víveres provenientes de Santander de Quilichao. Hoy hacen dos viajes diarios porque es el medio de transporte de los indígenas del norte del Cauca que llegan a trabajar por temporadas a las profundidades del Naya, y de los habitantes de la zona que salen a pasear a la ciudad. La ruta de la coca del corredor Pacífico empieza ahí, en ese caserío de pesebreras de mulas en el corazón de la cordillera occidental, a pocos minutos de los campamentos transicionales del Frente Franco Benavides del Bloque Alfonso Cano de las Farc.

Este es el cambuche de un guerrillero del Bloque Alfonso Cano de la Cordillera Occidental. Foto: Jaime Barbosa

En el Despunte viven 30 familias de la coca. La mayoría se dedica a alquilar las recuas de mulas que hacen el flete hasta La Playa o El Saltillo, dos de los puntos de relevo de la ‘mercancía’. También viajan cargadas de arroz, panela, maíz, gasolina, base de coca, arrobas de hoja, y otros insumos para procesar la cocaína en los laboratorios que se esconden en la selva. Se ven caras negras, indígenas, blancas, y sobretodo jóvenes que todavía tienen la energía para transitar por ese camino de herradura, arriando a pie.

El movimiento en el Despunte empieza a las 4:30 a.m. A esa hora las mujeres encienden las estufas y comienzan a hervir el agua para el caldo de quienes entran madrugados. También venden impermeables negros que llegan hasta los tobillos, gruesos, para cuando se descuelgan las nubes de los páramos. Se ven pocos caballos porque las mulas son las únicas que saben caminar por esos senderos difíciles, los mismos por los que anduvieron las 25 personas que el ELN secuestró un domingo de 2000, en el kilómetro 18 de la vía Cali – Buenaventura.

Fueron 44 días de una caminata infernal en las alturas del Naya, donde la brisa es mojada y solo algunos cascos, los de las mulas, encajan entre las rocas y se deslizan sobre el barro amarillo. Un terreno fangoso que es la frontera de la frontera, el último límite antes de que la naturaleza someta por completo al hombre. El ingeniero electrónico Alejandro Henao cayó de rodillas después de que una llaga le gangrenara la pierna y muriera a los pies de un guerrillero del ELN. El médico Miguel Nassif tampoco resistió: un palo le perforó el escroto, la herida nunca cerró y la infección se lo devoró. Lo abandonaron en el camino. Al comerciante Carlos Alberto García, en cambio, lo ajusticiaron como una forma de presionar las recompensas. El profesor Gonzalo Chico caminó con las costillas rotas después de rodar hasta un río y pasar la noche amarrado a una roca para que la corriente no lo arrastrara. Muchos como él no se dejaron vencer por las naturaleza. Se le enfrentaron al Naya y se abrieron paso entre el monte, agarrándose de los bejucos para no caer a los abismos. Al final, cuando terminó la pesadilla, salieron cubriéndose con trapitos sucios las heridas de las hormigas de Conga y las quemaduras en la entrepierna.

En el mes y medio que estuvieron secuestrados caminaron más de 170 kilómetros bajo la lluvia, según contaron muchos de los sobrevivientes en las numerosas notas de prensa que fueron publicadas tras su liberación. Comieron raíces y bebieron el agua que exprimían del musgo de la montaña, después de que se les acabó el arroz y el maíz que se comían crudo porque no había tiempo para cocinar. Ese recorrido infernal donde los zancudos, los mosquitos y las serpientes no dan tregua, es el que hacen las mulas del Despunte dos veces a la semana.

Hoy es un camino “encafilonado”, que es como le dicen a ese pasadizo estrecho que los colonos le abrieron a la cordillera para llegar al Pacífico. Una senda honda con paredes de roca en las que crecen telarañas amplias y delicadas como hechas de filigrana. Ahí, en esa peña rota, abierta a pulso y paciencia, empezó mi recorrido por una de las rutas más inaccesibles de la geografía nacional, a la que ningún periodista y contados seres humanos, han tenido acceso. Lo hice en una mula mora, vieja y sabia, como todas las que están entrenadas para cruzarlo. Juan*, un campesino que lleva 23 años en El Despunte, cobra el viaje a 120 mil pesos hasta La Playa, el último caserío sobre la cordillera. La mula, probablemente el bien más preciado en esa zona después de la coca, vale cuatro millones de pesos.

Los arrieros amarran los bultos con víveres para los campesinos que procesan la pasta de coca en El Naya. Foto: Jaime Barbosa.

Con un radio transistor amarrado al cacho de la silla, me interné con una recua de seis mulas cargadas y dos baquianos de la zona. Escuchábamos al periodista Darío Arizmendi, pues Caracol Radio es la única emisora que se sintoniza donde no llega ningún operador celular. El primer trayecto es de diez horas hasta La Playa, el centro de la región. Algunas mulas regresan vacías desde allí y otras siguen hasta El Saltillo, que es donde empieza el trayecto en río hasta el Pacífico.

En El Despunte iniciamos la escalada del Alto Naya. Los arrieros pasaban latigando las mulas que venían de vuelta a casa en desbandada. Cuerpos fuertes de rasgos indígenas que tienen como única arma sus botas pantaneras. Trepamos hasta Patio Bonito, una meseta a 2.300 metros de altura, desde donde se alcanza a ver el mar cuando el cielo no está nublado. A 40 minutos de El Despunte, hay una casa abandonada que marca la línea divisoria entre la olla hidrográfica de la región del Naya y el municipio de Buenos Aires. Allí vivió un campesino a quienes todos en la zona conocen como don Gerardo*, quien fue desplazado por el Ejército. Los militares utilizaron su casa como puesto de mando, en su intento para controlar la zona.

Me contó un guerrillero que en Patio Bonito hay más de 300 minas antipersonales, enterradas por las Farc para frenar la avanzada militar en épocas de persecución. Hoy nadie se atreve a salirse del sendero porque las minas siguen custodiando el filo: el punto más alto de la travesía. Desde ahí hasta la casa del ciego*, que es la primera parada del camino, la trocha se vuelve estrecha porque los arrieros se ven obligados a compartir el espacio con los cadáveres de las mulas que han quedado muertas de cansancio en el camino. Esa loma empinada en la que se siente la fetidez de los cadáveres se llama La Fatigosa, porque los kamikazes que cruzan el Naya a pie se ponen pálidos solo de ver la pendiente. Algunos de ellos también han agotado ahí su último aliento, igual que los animales.

En el primer ‘tinteadero’, ranchos de parada donde se recobra el aliento con café negro dulce, conocí a El Ciego*, un hombre solitario a quien su mujer abandonó porque se cansó de vivir entre las peleas de los soldados y los guerrilleros. El viejo me contó que en ese entonces las balas atravesaban el techo de plástico que sirve de escampadero para las mulas mientras los arrieros desayunan. Al ciego*, la guerra le acabó el matrimonio. Hoy se pasa los días viendo llover, mientras fuma cigarrillos Boston y espera a que lleguen los raspachines o los líderes de los cocaleros a tomar tinto.

Así como El Ciego*, también está Carpa Verde, Donde Renegado, la Aguadepanela, Palo Seco y otras tienditas que conforman el circuito de paraderos del Naya. Venden cucas, mantecadas, mecato y ron Viejo de Caldas, la única bebida que mantiene el cuerpo caliente después de tantas horas de lluvia. Cada uno cargaba media botella acuñada entre la silla y el lomo de la mula.

El almuerzo fue en la Mina Vieja, el restaurante de Alberto*, un campesino vegetariano que vende corrientazos a 12 mil pesos. Nos recibió con un café recién hecho y un vaso con agua pura de una cascada cristalina, como todas las que bañan esas montañas. El aguacero se largó mientras esperábamos a que su hija trajera los platos. Gotas gruesas que golpeaban sin clemencia el techo de zinc debajo del que la mula mora comía mogollas con melaza. “Esas son las 4×4 de por aquí”, me dijo Alberto* antes de explicarme que él sale cada ocho días a comprar mercado a Santander de Quilichao para preparar los 40 almuerzos que sirve a diario.

Salimos caminando y el agua mojaba el impermeable negro. Hay partes del camino que toca hacerlas a pie porque las mulas se pueden resbalar. El barro rojo nos llegaba hasta las rodillas y los hombres que cruzaban me examinaban pensando que yo era una de las mujeres que van a buscar trabajo en alguno de los bares de La Playa, no propiamente como meseras. Algunos de ellos llevaban sus mulas cargadas de timbos que generalmente es donde se transporta la ‘mercancía’. Cada animal puede trasportar dos tanques medianos de 25 kilos cada uno, lo que equivale aproximadamente a 185 millones de pesos, si se calcula que el kilo de cristal está en 3.700.000 pesos.

Las mulas hacen dos viajes semanales por los caminos de trocha que comunican la región de El Naya. Foto: Jaime Barbosa.

Don Mateo* es uno de los que vive de procesar cocaína en uno de los laboratorios que están escondidos en la región. Un laboratorio o “cristalizadero”, como le dicen los baquianos, que es diferente a un laboratorio de base de coca. El de cocaína es un rancho amplio construido en madera, forrado en muchos metros de plástico negro, dividido en tres zonas. En una se transforma la base de coca en cristal o en perico. La diferencia entre los dos es la calidad: los bloques de cristal tienen visos que parecen escamas de pescado y es la que sale para exportación; los bloques de perico se ven blancos, como el queso, y es la droga que venden los jíbaros en las ciudades.

Muy lejos del Naya, los investigadores internacionales han comenzado a mapear este fenómeno que se cocina en el rancho de don Jaime. Según la última Encuesta Mundial de Drogas, la cocaína en el mundo se divide hoy entre Luxury (más del 75 % de pureza) y regular (entre el 25 y 75%). “La primera es muy costosa, de lujo, y a ella se accede por redes sofisticadas pues sus consumidores son igual de sofisticados. La otra es la cocaína regular, de menor calidad y con más adulterantes, la de las calles, las esquinas, los bares, las ollas”, me contó semanas después Julián Quintero, director de ATS, quizás la organización no gubernamental que más conoce de primera mano el mundo de la calidad de las drogas.

Don Mateo* le entrega la ‘mercancía’ lista al ‘caletero’, quien la cuida en un lugar secreto, hasta que llega el mensaje de que es seguro despacharla. El mensaje se demora hasta tres meses en llegar. En un día, don Mateo* puede despachar 80 kilos. Poner un kilo de cocaína del Naya en Bogotá vale cinco millones de pesos, que se vuelven diez millones después de venderla en bolsitas de un gramo. El precio de cada bolsa en un bar de la capital oscila entre 10 mil y 25 mil pesos, dependiendo de su calidad. Un negocio que, pese a ser lucrativo, está lejos de competir con lo que significa coronar un envío a Nueva York o Europa, en donde el gramo de cocaína se vende en las calles a 125 dólares (375 mil pesos).

En la primera zona se hace el proceso para convertir en polvo esa galleta blanca a la que le dicen base, que ha sido procesada por los campesinos cultivadores de hoja de coca en sus parcelas. Se mezcla con gasolina, petróleo, y una lista larga de químicos dependiendo de la calidad que pida el cliente. En la segunda zona se escurre, se seca en hornos microondas y se empaca. Tiene que quedar suelta, sin nada de humedad. La tercera zona es territorio de una mujer que le cocina a los hombres que se internan a trabajar por temporadas de hasta 15 días. Miguel* es uno de ellos, don Jaime le paga sus labores culinarias con tres mil pesos por cada kilo que sale. Así ganan todos, dependiendo del producido. Don Mateo*, que es el administrador, se hace 10 mil pesos por kilo, igual que el ‘hornero’. De ahí para abajo la mayoría gana igual que la cocinera. Él cuenta que montar ese laboratorio costó 200 millones de pesos hace ocho meses y desde entonces quince personas se encierran a trabajar ahí cada vez que hay pedido. La plata llegó de afuera, la trajo alguien que trabaja para otro que también trabaja para otro, y así. Nunca se sabe quién es el dueño del entable.

Los cristalizaderos, son ranchos amplios de plástico donde se procesa la cocaína y están en medio de las selvas de la cordillera Occidental. Foto: Jaime Barbosa.

Seguimos por la trocha de herradura dando un paso a la vez. Conscientes de la marcha. En el Naya no se puede descuidar el camino porque a lado y lado están los voladeros, abismos cubiertos por una neblina pálida, infinita. Desde ahí no se ve el final pero se oye el vacío. Las grandes rocas redondas y planas son lisas por lo que las pisadas se vuelven peligrosas. Después de un ascenso de horas llegamos a Palo Solo, un alto donde hay internet y a esa hora sonaba un partido de Colombia en un televisor. Un afiche en la entrada de la casa rezaba “El próximo 2 de octubre Vote SÍ. La paz SÍ es contigo Cauca”. Desde ese punto avistamos el último tramo de camino hasta La Playa.

Atravesamos una selva virgen por un sendero angosto. Nos fuimos en fila india por ese paisaje de árboles ancianos con barbas largas que recogen la selva de guamos, guaduas, helechos y lianas. Las gotas transparentes se deslizaban por las hojas verdes de casi dos metros. Los pájaros y los grillos hacían coro con los sapos gordos. Noté que los rayos no se alcanzaban a filtrar entre tanta espesura, y por un momento me pregunté si es por esto que los secuestrados salen del cautiverio con la piel amarilla. El río soplaba abajo, se oía lejos. Las palmeras blancas de troncos altos y delgados se levantaban solitarias en pedacitos de llanura. La inmensidad de la naturaleza nos hacía agachar la cabeza en ese lugar. Me sentí diminuta.

Salimos cuando se empezaba a apagar el día. El olor a leña anunció gente otra vez porque ese bosque lo cruzamos solos. Era una casa sobre una meseta acariciada por las nubes. Abajo, un tapete de matas de coca se extendía sobre las faldas de esa montaña que terminaba en el caserío Río Minas. El pastor de una iglesia cristiana daba el culto de las seis. Su voz hacía eco mientras congregaba a uno de los pueblos que sufrió el rigor de los paramilitares en la Semana Santa de 2001. En esa fecha ocurrió la matanza más traumática de la región: Daniel Suárez, un importante ganadero, fue asesinado junto a su mujer y sus trabajadores, por el Frente Calima de las Autodefensas Unidas de Colombia. El 11 y 12 de abril, un miércoles y jueves santo, 500 hombres con el brazalete paramilitar recorrieron Patio Bonito, Río Minas, La Mina, Palo Seco, Palo Grande. La marcha que empezó en Timba y con complicidad de la Tercera Brigada del Batallón Pichincha de Cali dejó más de cien personas muertas en total. El 17 de junio de 2015 el Ejército aceptó su responsabilidad y pidió perdón públicamente. Jesús Córdoba fue uno de los que esa mañana tuvo que salir corriendo con sus hijos pequeños después de dejarlo todo para salvar la vida. “Nos fuimos de ahí para arriba encontrando muertos de a tres y cuatro. Asustados, y llueva… Y los niñitos con hambre… Llegamos hasta Timba y de ahí fuimos a parar a Cali con unos nervios muy ásperos…De ahí nos devolvimos a Jamundí y al mes yo dije “Me voy para El Naya otra vez”.

La incursión de los paramilitares hace quince años no es solo un tenebroso recuerdo para quienes han sobrevivido estos años, sino un preocupante indicador de que mientras esta sea una ruta privilegiada para el negocio de la cocaína, habrá quien esté dispuesto a masacrar para controlarla. Esta es la gran incógnita que se respira a lo largo de la trocha: ¿quién va a controlar y a qué costo la ruta ahora que las Farc, amos y señores durante los últimos veinte años, dejan las armas?

Estos son los “machucaderos” más conocidos como laboratorios de pasta de coca, donde primero se pica la hoja y después se procesa la base blanca. Foto: Jaime Barbosa.

En medio del follaje verde-amarillo se alcanzan a ver los techos de plástico de los machucaderos, como le dicen a los laboratorios artesanales de base de coca. Según los campesinos, en el Naya hay más de cuatro mil hectáreas de esta planta que le da de comer a 30 mil personas.

Conforme avanzábamos la marcha, parecía a la vez que retrocedíamos en la cadena de producción. Dejado atrás los cristalizaderos, los cultivos nos abrieron paso a los semilleros de coca que trabajan de la mano de los dueños de los cultivos. El primer eslabón de la cadena empieza ahí, donde las matas pequeñas se venden a 400 pesos, luego de tres meses de ser sembradas. Es entonces cuando entran en escena los raspachines. Levantados desde las cinco de la mañana. Siete horas de jornada sin descanso. Catorce arrobas diarias de hoja recogida. Al medio día pesan, los viernes son de paga. A cada raspachín le entran 250 mil pesos, que la mayoría se gasta en aguardiente y prostitutas en La Playa. Hay otros que vienen del Bajo Naya, como Patricio Rentería*, quien tiene bien desarrollado el cayo de las palmas de las manos de tanto que le ha arrancado hojas a los tallos. Emildon después de quitarse el aro de la cintura que utiliza para su trabajo en el campo, saca las cuchillas y una máquina de pelo con las que le hace cortes afro a los negros que se han ido subiendo al medio Naya desde los esteros del mar, en busca de dinero.

Los bultos de hojas que recogen los raspachines son entregados en unos ranchos abiertos, los mismos que han sido registrados por decenas de documentales televisivos en otras zonas cocaleras del país como laboratorios de base. En el Naya los llaman ‘machucaderos’. Allí se pica la hoja y se extiende en el suelo. Se lava con gasolina y se pisa para activar el alcaloide que meses después estimulará la fiesta de un publicista en Brooklyn o un corredor en La Citi. Luego vienen los demás químicos y los demás líquidos llegan desde Cali para extraer el compuesto psicoactivo, y dejar las hojas machucadas, las mismas que para un mamo de la Sierra Nevada son plantas del orden más sagrado, convertidas en un bagazo pegajoso y humeante a gasolina: inservible.

El proceso de la cocaína empieza en esta planta de coca que se vende en los semilleros a 400 pesos. Foto: Jaime Barbosa.

Nos fuimos dejando atrás el rumor de las alabanzas cristianas. Una mariposa azul fue el último color que vimos antes de que llegara la oscuridad y con ella la confianza en la mula mora. La noche acabó con las preocupaciones del paisaje porque ya no se veían los abismos ni los baches en el camino: solo se podía confiar en la maestría de los cascos. Vimos una virgen de porcelana incrustada en una roca. Las mulas caminaban esforzadas y en los descensos, la pelvis golpeaba contra el cacho de la silla. Diomedes Díaz sonó en el radio hasta las ocho de la noche que llegamos a La Playa, un pueblo que vive de planta eléctrica.

El caserío parecía un pesebre iluminado en medio de la nada. Para entrar pasamos por un puente de lata. En el Naya hay cinco puentes que fueron construidos por las Farc, que hoy le permiten a la comunidad y a la cocaína viajar más fácil y más rápido hasta el Pacífico. La Playa es el corazón del Naya. Ahí se ven los efectos de la bonanza de la coca que no son muy distintos a los de la minería o de las plataneras. Prostitución, trago y atraso. En la Playa no hay hospital, pero sí hay una iglesia y muchas peluquerías y billares. En ese caserío pavimentado viven 300 personas que bailan y beben cuando hay plata, eso puede ser cualquier día de la semana. Aquí ya se siente un vaho caliente que se concentra entre las nubes bajitas y el follaje de la selva. A la Playa llegan las mujeres que trabajan en la casa de Martha Pérez o de Rosa, las dos proxenetas del pueblo. El polvo cuesta 50 mil pesos y la pieza 10 mil.

Llegamos con las botas llenas de agua después de atravesar una quebrada corrientosa con las mulas a cabestro. Nos dieron posada en una casa campesina y un plato de huevos con arroz. A media noche el dueño de la casa le descargó el tambor de su revolver a una ‘chucha’ que estaba azarando a sus gallinas de campo y con eso se acabaron las horas de sueño.

La Playa nos despidió a las tres de la tarde con una cerveza fría y ahí empezó el descenso hacia el río Naya. Cruzamos La Bombonera, un puente colgante de 66 metros que comunica al Cauca con el Valle del Cauca. Del otro lado, ya estábamos más cerca del mar que de la cordillera. Metros adelante apareció Calle 8, un “barrio” que allá es lo mismo que caserío, donde solo viven negros. A partir de ahí las pieles cambian. Muchos suben desde los esteros del Pacífico los lunes para trabajar en los cultivos y regresan los sábados a sus casas.

Agarramos el cañón que desemboca en Las Balsas, un puente de madera a 100 metros sobre el nivel del mar. Los mosquitos nos devoraron la cara. Paramos en la tienda de salchichas y gaseosas de Daniela*, quien nos abrió la puerta con un bebe en brazos. Los cacheteros le apretaban sus nalgas negras. Ella sonreía. Le alcancé a ver la cara porque había luna llena. Desde ahí solo nos quedaba una hora más de viaje en mula hasta Saltillo, un caserío a orillas del río Naya, donde nuestro viaje y el de la cocaína del Naya y la marihuana de Corinto, cambia de modo de transporte y emprende en lancha su fase final hacia los mercados del mundo.

En un día, un laboratorio puede procesar más de 80 kilos de cocaína. Poner un kilo en Bogotá cuesta 5 millones de pesos. Foto: Jaime Barbosa.

Tomamos dos lanchas para buscar la salida al mar. La primera nos llevó hasta Puerto Merizalde. En el camino pasamos por la Concepción, que es un cruce de caminos acuáticos en el que viven cuatro mil personas repartidas en seis caseríos pesqueros. Las mujeres allá madrugan a sacar cangrejos y piangua del manglar en sus canoas largas de madera a las que les llaman potrillos. Venden el canasto de cinco cangrejos a seis mil pesos. El Naya es caudaloso y de corrientes superficiales. Las lanchas se deslizan esquivando los remolinos. Una orilla es Cauca y la otra Valle del Cauca y sobre ambas se veían vallas de las Farc cada diez minutos. Fueron dos horas hasta Puerto Merizalde, un pueblo que le debe su nombre a un cura que construyó una iglesia que es el edificio más grande del pueblo. Es la tierra de la papachina y el tapado de pescado. Las heladerías funcionan con paneles solares porque la luz llega a las cuatro de la tarde y se va a las once de la noche. Los jóvenes trabajan en los aserríos y en los talleres de ensamblaje de lanchas, y los más aventados, las manejan. No todos los lancheros, sin embargo, se animan a hacer el viaje internacional hasta las costas de Centroamérica y México. Muchos se quedan en Buenaventura, desde donde despiden a los valientes desamparados, convertidos en la carne de cañón de los grandes cargamentos.

En Puerto Merizalde se toma viche y se baila salsachoque. Aquí la plata de la coca se evidencia de modos distintos a los montañeros. Los más jóvenes sólo quieren billete para el peinado, la camiseta y la gorra. Esta es la escuela de los peluqueros de Cali, aquí nació Yaca Stygguerth, el único que le toca la cabeza a Carlos Tévez y a los otros del Boca Juniors. Todo el mundo habla de él. Llegamos el sábado, día en que todos aprovechan para retocarse para la fiesta. Dejado atrás el Naya —ese lugar sin tiempo y sin ley, donde los narcos, convertidos en clientes, son fuerzas invisibles y distantes—, me encontré con un pueblo donde la coca es tabú, porque aquí el Estado ya comienza, tímidamente, a hacerse sentir, y sobre todo, donde los “clientes” se pasean mimetizados con sus fierros y rivalidades, entre peluquerías e iglesias. El hermetismo, producto de lo prohibido, transforma a la gente en seres desafiantes y esquivos. Los que mandan en Puerto Merizalde son los traquetos, no las Farc. Hasta el momento en que realicé esta travesía, tres semanas antes de que comenzara la implementación de los acuerdos de paz, la guerrilla controlaba el Alto y el Medio Naya. Como en la montaña es donde se procesa el cristal, la guerrilla cobra un impuesto de 80 mil pesos por cada kilo producido en los cristalizadores (cultivadores, raspachines y procesadores de pasta base, están exentos del famoso “gramaje”). Del Puerto hacia el mundo, el negocio es de los narcos.

Después de que se apaga la planta del pueblo, a la media noche, las lanchas empiezan a silbar. La cocaína tiene entonces cuatro horas y media para ser despachada, antes de que comiencen a salir hacia Buenaventura las lanchas con pasajeros. Yo tomé la primera a la madrugada. El agua era tranquila, casi ni se movía. Vacía al comienzo, la embarcación se deslizó rápido y se fue llenando a medida que paraba frente a las casas palafíticas a recoger pasajeros y encargos. Nos acercamos al mar y las crestas blancas y espumosas comenzaron a aparecer en el agua. El paisaje era grisáceo. El Pacífico es oscuro igual que su cielo. El río se funde con el mar mientras que el aire se inunda del pesado aroma de la sal, ese aroma que para los lancheros debe indicar que llegó el fin de un trayecto, y que en adelante todo está en manos del Cartel de Sinaloa, del Chapo Guzmán y de esa red de ciudadanos del bajo mundo que garantizan que la ‘mercancía’ no se quede en los filtros de la Policía.

Estos paquetes de cocaína son los que viajan desde el corazón de las montañas del Cauca hasta Centroamérica en su paso hacia Estados Unidos. Foto: Jaime Barbosa.

Llegué a Buenaventura, el mayor puerto comercial de Colombia. Durante los últimos minutos del viaje, observé la línea costera, colmada de esos barrios a los que los locales se refieren como “bajamar”. Los mismos barrios que albergan a los dueños de este negocio, a La Empresa y Los Urabeños, que en los últimos años hicieron del descuartizamiento una tradición criminal que, aunque en descenso, puso a Buenaventura en el mapa mundial por razones muy distintas a las de su  infraestructura portuaria.

Hace tres años, caminé esos barrios polvorientos y conocí a varios muchachos “picadores”. Supe de su boca que descuartizaban para atemorizar, y detrás del terror no había otra cosa que la búsqueda por el control. El control de un territorio, y el control de un negocio que, desde su prohibición, ha sido una inagotable fuente de violencias. Porque la plata de ese polvo alcanza siempre para muchos, desde darle sustento a un campesino en las profundidades del Naya hasta financiar tres décadas de guerra insurgente. Una guerra insurgente que ahora llega a su fin, y con el fin de la guerra hay certezas esperanzadoras, como que los grandes dueños del Naya dejarán las armas, y certezas aterradoras: porque mientras la prohibición y el mercado ilegal existan, el inexorablemente tentador negocio de la cocaína, seguirá atrayendo a estas montañas, a aquellos dispuestos a seguir luchando por el negocio con nuevas formas de violencia.

*Algunos nombres y apodos fueron cambiados por seguridad.