Adelanto exclusivo del libro "Esa mina llevaba mi nombre", que el Centro Nacional de Memoria Histórica lanzó este 7 de septiembre.
Este es un capítulo del libro más reciente del Centro Nacional de Memoria Histórica: “Esa mina llevaba mi nombre”, escrito por la periodista Diana Carolina Durán Núñez.
Al cumplir quince años Juan David Arias tenía una cosa clara en su vida: quería ser sacerdote y tener algo de plata. Combinaba sus labores de acólito en la parroquia Nuestra Señora de la Valvanera, del barrio Pedregal, en el noroccidente de Medellín, con las tareas que hallaba en el camino: arreglar radios, vender pan aliñado y pasteles puerta a puerta, hacer chorizos, ayudarle a su abuelo Carlos Arturo a surtir tiendas en un camión. Los negocios producían renta, pero su vocación era la sotana. Nunca había besado a una muchacha y las fiestas que conocía eran las de sus tías, que le enseñaron a ser buen bailarín de merengue, joropo y hasta reguetón.
Había entrado al Seminario Menor de la Arquidiócesis de Medellín tres años antes. Su familia había sostenido por años una relación estrecha con el catolicismo y con la parroquia de su barrio, por lo que estudiar allí para él tenía sentido. Se despertaba de madrugada y cogía un bus para estar en el centro de la ciudad a las cinco y treinta en punto y de allí partir hacia el Seminario, que queda sobre la vía Las Palmas rumbo al aeropuerto José María Córdova. Asistía a clases de latín, francés, filosofía y asuntos de fe. A las cuatro de la tarde volvía a casa.
Las dudas, sin embargo, lo perseguían. Antes de ingresar al Seminario Mayor intuía que prestar servicio militar podía ser una manera de servir al prójimo: el mismo argumento que lo motivaba a buscar el sacerdocio, del que ya no se sentía tan convencido. Su guía espiritual, un padre llamado Daniel, le aconsejó que probara la carrera de las armas antes que la religiosa para que estuviera seguro al tomar los hábitos. Y así lo hizo.
—Yo, sacerdote. ¡Eso eran otros tiempos!
Suelta una risa larga y le da un beso a su hija María José, de seis años, que lo acompañó a esta entrevista y se quedó dormida sobre su pecho. Desde que se volvió militar, Juan David Arias solo está desarmado en la ducha o en la iglesia, y eso que a veces entra a los templos uniformado y con una pistola en la cintura.
—Después del accidente me permitieron comprar mis propias armas. No fue complicado, volví a aprender rápido y lo hago perfecto. Hasta participo en competencias de tiro. Con una prótesis sostengo el arma y con la otra disparo. Están modificadas, incluido el fusil que me asignó el Ejército; les agregué algunos accesorios que me permiten mejorar el agarre. Si no los tienen también puedo disparar lo que me pongan.
- Juan David Arias
Esas prótesis que oculta entre los bolsillos del pantalón cada vez que le toman fotos le permiten al capitán Juan David Arias hacer casi todo lo que quiere. Bucea. Hace canotaje, a pesar de los instructores que se oponen por temor de que no pueda volver a treparse a la balsa si cae al río. Ha escalado con una especie de garfios en los brazos que mete entre las rocas para sostenerse, invento suyo y de un amigo. Monta una bicicleta común. Al principio escribía letras demasiado grandes, las cátedras de derecho en el Externado resultaron un programa intensivo de caligrafía. Ya no estudia para ser abogado pero de eso las manos no tienen culpa. Tuvo que renunciar a la esgrima y, aunque hoy hace curso para ascender al rango de mayor, teme que lo saquen del Ejército en cualquier momento.
Han transcurrido once años y aún se olvida de que en vez de manos tiene prótesis. Más de una vez se las ha quemado al fumarse un cigarrillo. Estalla vasos de cristal por exceso de presión. Hace unos seis años viajaba de Bogotá hacia Medellín y la del brazo izquierdo se zafó justo al dar una curva; el carro, que iba a más de ciento veinte kilómetros por hora, alcanzó a patinar sobre la vía. El susto en carretera fue tal que cambió su forma de conducir: ahora, cada vez que lo va a hacer, primero retira de su brazo la mano izquierda artificial, pone el muñón entre las divisiones del volante, mantiene la prótesis derecha en su lugar para mover la palanca de cambios y arranca. Pide ayuda para meter o sacar las llaves del encendido. Nada más.
***
Tras renunciar a la iglesia Juan David Arias eligió ser militar. Lejos del conflicto, bajo el amparo de una ciudad grande y sin que su familia conociera la violencia, tenía la impresión de que el país atravesaba un momento crítico y que él podía aportar. Pero no estaba listo. Era de baja estatura, tenía sobrepeso, no sabía qué era dormir fuera de casa y el castigo que más temía era que no le permitieran hacer platos de alta cocina. Igual se presentó al Ejército. No fue admitido y sus padres tuvieron que comprar su libreta, pero el día que fue a reclamarla lo detuvo un letrero en la zona de reclutamiento de la Cuarta Brigada de Medellín. Cuatro palabras le resolvieron el enigma de qué hacer con su vida: “Hágase oficial del Ejército”.
— ¡Eso es ilógico! —le reprochó su padre—. Vos no sabés qué es aguantar hambre, ni comer mal, ni hacer ejercicio.
—Andá a presentarte, mijo —le aconsejó su madre—. Andá para que te digan que no te reciben y ahí sí escogés una carrera.
—Vos tenés todo mi apoyo pase lo que pase —le aseguró su abuelo, un agente retirado de la Policía—.
Yo entré al Ejército sin entender bien de qué se trataba nuestro conflicto.
Para esa convocatoria, recuerda el capitán Arias, por cada cupo había cuatro aspirantes. Aprobó las pruebas sicotécnicas y de conocimiento; no pudo con las flexiones de pecho, las barras y las abdominales. La sicóloga le dijo a su madre que estaba sobrecalificado para esa profesión. Hasta que llegó el día de la verdad: para saber que había sido admitido, el código que le habían asignado en el Ejército debía aparecer en un listado del diario El Tiempo. No lo encontró. “Vení lo busco yo”, le dijo su madre, que sí dio con él. Ella lloraba; él la observaba llorar.
—Mirá, Juan, si vos te querés regresar para la casa, contá con todo mi apoyo —le dijo su madre cuando iban en el avión rumbo a Bogotá, a la Escuela de Cadetes—.
—Yo con mucho esfuerzo te pago esa carrera que escogiste —le dijo su padre—. Pero vos acá no volvés hasta que terminés.
—Tengo que ser sincero —admite el capitán Juan David Arias—: yo entré al Ejército sin entender bien de qué se trataba nuestro conflicto.
Era el año 1999.
***
—San Vicente del Caguán.
Antes de terminar la frase, todas las miradas de sus compañeros se clavaron en su rostro. Al subteniente Juan David Arias, que había alcanzado una estatura de un metro con ochenta y cinco centímetros, un cuerpo atlético por hacer ejercicio hasta en sus ratos libres y una reputación de hombre guapo que sigue en pie, le habían preguntado a qué zona del país prefería irse. Él, voluntariamente, había pedido que lo metieran en la boca del lobo. Era mediados de 2012 y la zona de distensión, que había tenido como epicentro a San Vicente del Caguán, ya no existía; el control de la guerrilla sobre la región sí. Para arrebatárselo, las Fuerzas Militares lanzaron la operación Tanatos y a ella se unió el subteniente Juan David Arias con su elección.
—Quería saber si en realidad servía para el Ejército. En ese tiempo todo el mundo criticaba, pero nadie ponía el granito de arena que se requería para cambiar la situación de los que vivían allá. Si la gente saliera de la ciudad a esas regiones, comprendería lo que es el abandono total del Estado. Es terrible vivir en un lugar donde si vos te oponés a algo tenés que huir porque nadie va a hacer nada para protegerte o a nadie le interesa.
Yo veía cultivos ilícitos en fincas donde sus habitantes se morían de hambre. La guerrilla los obligaban a cultivar, la plata la cogían otros.
En Medellín la noticia ni fue bien recibida ni fue noticia: su madre encontró los tiquetes aéreos por error. Lloraba, rezaba, le pedía a Dios que el destino de su hijo no fuera el bastión geográfico de la guerrilla, pero de nada valieron sus súplicas. Semanas más tarde él ya era un integrante más del batallón Cazadores. En esa época, los pobladores del Caquetá tenían derecho a moverse solo por ciertas vías y a ciertas horas. ¿Qué ocurría con los “desobedientes”? El 23 de febrero de 2003, antes de que el recién graduado Juan David Arias aterrizara en San Vicente del Caguán, la candidata presidencial Íngrid Betancourt fue secuestrada mientras se movía por carretera con su equipo hacia ese mismo municipio. Las Farc la mantuvieron en cautiverio seis años, cuatro meses y nueve días.
—Eran unas tierras hermosas, pero había sectores bajo el control de la guerrilla. La Teófilo Forero era la que mandaba. Ellos hacían que la gente asistiera a sus reuniones y al que no iba le imponían una multa. La gente vivía tan intimidada que evitaba a cualquier soldado. Los guerrilleros acabaron la región, la llenaron de coca y de minas. Yo veía cultivos ilícitos en fincas donde sus habitantes se morían de hambre. Los obligaban a cultivar, la plata la cogían otros.
Dice que en San Vicente del Caguán conoció la realidad de los soldados que pelean día a día, que enfrentan la guerra con valor y hasta con buen ánimo a pesar de los salarios bajos. En las veredas entre San Vicente y Puerto Rico, Caquetá, una zona selvática, combatió en primera línea, incautó materiales de la guerrilla y desmanteló laboratorios de coca y de heroína.
Un día, al batallón Cazadores le fue asignada una misión: atacar la Columna Móvil Teófilo Forero, la facción más violenta de las Farc, la responsable de una extensa lista de crímenes. Como el asesinato del presidente de la comisión de paz de la Cámara de Representantes, Diego Turbay Cote, y de su madre en diciembre de 2000, al tiempo que esa guerrilla discutía la paz con el presidente Andrés Pastrana. El carrobomba en el club El Nogal de Bogotá, que mató a treinta y seis personas y dejó heridas a casi doscientas más. La masacre en 2007 de once diputados del Valle del Cauca, secuestrados desde abril de 2002. El etcétera es largo.
La tarea también incluía controlar la carretera antigua que iba de Neiva hacia San Vicente del Caguán, el municipio donde en enero de 1999 se habían inaugurado los diálogos de paz con las Farc. Les dieron tres meses para lograrlo pero los soldados, con el subteniente Juan David Arias como su comandante, se quedaron un año en el área rural y selvática de un caserío de San Vicente llamado Guayabal. Está ubicado en El Pato-Balsillas, la primera Zona de Reserva Campesina que se fundó en el país —creada en 1997 con Ernesto Samper de presidente—, que ocupa ciento treinta y cinco mil hectáreas.
—San Vicente del Caguán fue paz y amor en comparación con Guayabal. Pronto nos dimos cuenta de que era un sector netamente guerrillero. Ya no eran grupitos de treinta hombres sino bloques completos y nos empezamos a estrellar. En las operaciones las Farc nos superaban en cantidad. Allá una vez vi a una señora salir de su casa entre lágrimas porque habían reclutado a sus dos hijos mayores, que habían cumplido trece y catorce años, y le habían dejado a los pequeños para que la ayudaran con la siembra de coca. Eso me marcó mucho.
De la nada sentí una explosión y vi tierra volando. Algo casi me cae encima, me corrí para un lado. Los soldados gritaban “¡campo minado, campo minado!”
Los enfrentamientos entonces, cuenta el militar, parecían un juego de adolescentes. Con cada bando ubicado sobre la punta de un cerro, desde donde se analizaban los unos a los otros, los guerrilleros enviaban mensajes: “Nos vemos en el valle a las catorce horas”. Los enemigos declarados descendían de sus fortalezas hasta la planicie y, aunque se hacían disparos, nadie moría. Luego volvían a sus guaridas. Las batallas tenían horario: desde que el sol salía hasta que comenzaba a ocultarse. Para que un soldado perdiera la vida, tenía que activar una mina. Caquetá es el tercer departamento del país donde más se han presentado accidentes con este tipo de artefactos, que allí han dejado casi mil víctimas en los últimos veinticinco años. Tres de cada cuatro han sido militares. Como le sucedió al soldado profesional Edwin Collazos.
—Él permanecía siempre conmigo. Nos disponíamos a entrar en combate y yo cogí el radio, me senté sobre un tronco y le pedí a un soldado que me diera seguridad con cinco más para poder reportarme. Ellos y el soldado Collazos subieron a una montañita. De la nada sentí una explosión y vi tierra volando. Algo casi me cae encima, me corrí para un lado. Los soldados gritaban “¡campo minado, campo minado!”. Pregunté quién era el herido. Al tiempo que me respondían “¡Collazos!”, Collazos empezó a gritar
Corrió con un sargento para ponerlo a salvo. El soldado Edwin Collazos había perdido una pierna y los dedos de una mano. El subteniente Juan David Arias y su compañero se despojaron de su armamento y se abalanzaron hacia él.
—No teníamos todos los conocimientos para hacer eso, era el desespero de saber que quien estaba allí era uno de nosotros y que se podía morir. Lo sacamos a la carretera y detuvimos un vehículo de civiles, pero no querían ayudarnos. Sabían que si lo hacían la guerrilla les quemaba el carro, nos tocó prácticamente bajarlos. Collazos fue trasladado hasta un punto seguro para que un helicóptero lo evacuara.
Cierra los ojos y sacude la cabeza. El recuerdo que acaba de evocar, se nota, fue una página difícil de pasar.
—Duré ocho días en shock.
Ay, marica, yo estoy muerto.
El soldado Edwin Collazos se volvió abogado. La última vez que el capitán Juan David Arias lo vio fue en el Batallón de Sanidad de Bogotá, a donde Collazos volvió por un arreglo de la prótesis de su pierna mientras Arias apenas empezaba a hacerse la idea de que ya no tenía manos.
Luego fue el turno de un sargento y amigo. Perdió un brazo, una pierna y un ojo, justo antes de casarse. El matrimonio se canceló, al sargento lo pensionaron y Arias no supo más de él.
Demasiados golpes. Era tiempo de irse a casa a descansar, al menos por un rato.
***
—Ay, marica, yo estoy muerto.
Tendido sobre el suelo, con un cuerpo que no obedecía sus órdenes, el subteniente Juan David Arias creyó que el artefacto —sabrá Dios cómo se activó porque él no tiene idea— lo había matado. Segundos antes buscaba comunicarse por radio con sus superiores, se terció el fusil sobre la espalda, corrió las hojas del piso con cuidado para verificar que no hubiera explosivos, se apoyó sobre la rama de un árbol y, de repente, oyó que la rama crujía y sintió que volaba.
Cayó sobre su espalda. La cara le ardía, no oía, no veía nada por el ojo derecho. Dos pedazos de metralla se habían incrustado en su abdomen. Se paró, intentó salir corriendo: la pierna izquierda se le partió en dos de la rodilla para abajo. Volvió a caer sobre su espalda. Los rosarios que mantenía en un bolsillo se habían desintegrado y la estampa de San Miguel Arcángel, que aún carga en su billetera, quedó manchada con gotas de sangre pero intacta. Su brazo derecho estaba destrozado y el izquierdo, simplemente, no estaba.
—Del shock pasé a la tranquilidad. Me convencí de que me iba a morir y tampoco quería verme así. Los militares sabemos que la muerte puede llegar en cualquier momento, pero no se nos cruza por la cabeza… nunca tenemos la idea… de que vamos a estar en condición de discapacidad.
Si hemos salido de todas y a usted no lo mató esto, pues no se va a morir acá.
Quiso cumplir la promesa que se había hecho tiempo atrás: acabar con su vida si era víctima de un explosivo. No había calculado, sin embargo, la posibilidad de que el fusil no quedara a su alcance o que, aun con el arma sobre el pecho, no tuviera manos para disparar. Sus esfuerzos vanos fueron interrumpidos por un soldado que apareció para rescatarlo.
—Por favor, hermano —le suplicó—, dispáreme en la cabeza.
—No se preocupe, mi subteniente: si hemos salido de todas y a usted no lo mató esto, pues no se va a morir acá.
Aparecieron más soldados que lo alzaron para trasladarlo hacia la carretera. Le cortaron el camuflado, que ya no era verde sino negro por la cantidad de sangre perdida. Él reiteraba que ese era su día. Los soldados siguieron cortando: la lucidez le alcanzó para atajarlos cuando iban por sus calzoncillos.
— ¡No sean así, déjenme morir con dignidad!
Consciente, fue evacuado en un helicóptero. El piloto lo miró y, por el sonido de su voz, reconoció al comandante de pelotón a quien solía apoyar durante los hostigamientos de la guerrilla. Los ojos se le llenaron de lágrimas al ver que no era el hombre curtido que creía, sino apenas un proyecto de adulto: el accidente ocurrió el 4 de febrero de 2005, cuando Juan David Arias tenía veintiún años.
***
Presentarse ante un desconocido le implica sacar de sus bolsillos las prótesis y, como ya le ha pasado, a veces asustar a quien le tiende la mano y se encuentra con una prótesis dura. Por eso no le gusta conocer gente. Aunque los adultos, sostiene el capitán Juan David Arias, son pobres observadores: casi nadie detecta la ausencia de sus brazos. Pocos de sus compañeros se han animado a preguntarle por su historia, algunos le han confesado que llevan años con la curiosidad viva. Los niños, en cambio, se maravillan al ver esas manos que giran trescientos sesenta grados y hacen una circunferencia perfecta. “¡Muéstralas!”. “¡Rótalas!” “¡Quítatelas!”.
Se llaman manos protésicas MyoFacil y son elaboradas por una empresa alemana. El capitán Juan David Arias explica que están conectadas con electrodos, reciben órdenes de los propios nervios y señala en qué parte del antebrazo se unen a sus muñones. Es decir, funcionan gracias a las señales que el cerebro le sigue enviando a las extremidades que ya no están, tomando ventaja del síndrome del miembro fantasma. Todos los dedos, excepto el pulgar, están pegados y con ellos agarra casi todo lo que necesita en su vida cotidiana. Si no las quiere usar pero sí tenerlas puestas, las puede apagar con un interruptor. Son de fibra de carbono y están forradas con una tela desechable del mismo color de su piel. Quizá por eso no son obvias.
Me desperté con los brazos ya amputados, al final me quedaron dos muñones por debajo de los codos.
Si el capitán Juan David Arias no perdió la pierna izquierda, esa que se le terminó de partir al correr luego de haber activado la mina, es porque apenas lo ingresaron a una sala de cirugías en un hospital de Neiva —no supo en cuál— gastó sus últimas provisiones de energía y de consciencia en insultar y amenazar al médico que, al ver los tejidos de la pierna deshechos y con gran posibilidad de infectar al resto del cuerpo, insistía en que debían amputarla.
—Le dije que no me podía cortar y me desmayé. Me desperté con los brazos ya amputados, al final me quedaron dos muñones por debajo de los codos. Se encontraba en una sala de cuidados intensivos y no podía hablar, medio pude hacerle señas a un muchacho para que verificara si tenía las dos piernas. Qué alivio cuando me respondió que sí. De Neiva me trasladaron a Bogotá y en el Hospital Militar, de nuevo, insistían en que me tenían que amputar porque me iba a morir.
Para ese momento los padres del capitán Juan David Arias ya habían llegado al Hospital Militar. A su padre le dijeron que lo mejor era despedirse. “Prefiero quedarme con un recuerdo bonito de él”, dijo. Su hijo, algo inconsciente, lo escuchó. Despavorido ante la idea de perder la pierna, como pudo, Juan David Arias volvió al mundo de los despiertos para decirle a su madre:
—No firmés la autorización para que me amputen. Si me tengo que morir, ya déjenme morir.
Después de las operaciones le pronosticaron que no volvería a caminar, que debajo de su cintura ya no había pierna izquierda sino una masa inútil de músculos que arropaban unos huesos maltrechos sin chance de funcionar.
—Creía que lo había perdido todo, que la vida se desmoronaba poco a poco. Veía cómo mi papá, mi mamá y mi hermana se deterioraban, dejaron todo botado en Medellín para estar conmigo —dice con tristeza—. Mi papá y mi hermana fueron recibidos donde unos amigos que nos tendieron la mano. Mi mamá comía, vivía y dormía al lado mío en el hospital. ¡Ja! Me acordé de una visita que me hizo un compañero muy chistoso. Entró uniformado, le dijo a mi mamá: ‘Buenas tardes, señora, ¿cómo está?’ y se hizo al lado de mi cama. Levantó la sábana que me cubría, me miró entre las piernas y me dijo: ‘Yo pensé que usted había quedado grave, pero lo veo completo’. Me dio un pico en la boca y se fue. Mi mamá no entendía nada. Qué risa.
Mi pierna es un milagro. Pero a medida que corre el tiempo, más se siente la lesión en la rodilla. Ya veremos qué sucede
En el hospital, admite, contempló el suicidio por un segundo. Le parecía la solución más fácil. Pero si hubiera querido ejecutar la idea, no habría podido. Estaba inmovilizado y enyesado, con la pierna izquierda sostenida en el aire por un aparato porque, al bajarla, se ponía morada por falta de circulación de la sangre. Se sentía una carga para su familia, pero entendió rápido que si él moría, sus padres y hermana se empecinarían en acompañarlo hasta en la tumba. Prefirió enfocarse en su recuperación. Se fue para su casa en Medellín, donde su padre acondicionó un dispositivo para ayudarlo a soportar su pierna y día tras día hacía el esfuerzo de ponerse de pie. Tardó dos meses en dar los primeros pasos: no lo hacía tan bien como ahora, pero lo hacía.
—Los médicos no se lo explican. Mi pierna es un milagro. Pero a medida que corre el tiempo, más se siente la lesión en la rodilla. Ya veremos qué sucede.
Majo,
Un día, hace un par de años, volviste a casa del jardín con una pregunta para mí: “Papá, ¿tú te cortaste tus manos?”. Te contesté de la forma más sencilla que se me ocurrió. Te dije que defendía a unas personas que no tenían cómo defenderse de otras que hacen daño, como los ladrones, y uno de esos hombres malos puso una bomba que estalló y me desapareció las manos. No te pusiste triste, no lloraste y no volviste a preguntar. Me tranquiliza saber que para ti nunca ha habido trauma porque así, sin manos, es la única forma en que me has conocido.
Al saber que tu mamá había quedado embarazada, cuatro años después del accidente, yo me sentía lleno de dudas. ¿Podré hacerme cargo de la bebé? ¿Cómo la ayudo si se traga alguna cosa? Y si nace con una limitación física, ¿cómo la cuido? Pero apareciste el 5 de junio de 2009 perfecta. Perdí la noción del tiempo mientras a tu mamá le hacían la cesárea, pero recuerdo estar en esa sala de espera. Caminaba de un lado a otro como si quisiera hacerle un hueco al piso y me asomaba cada tanto al pasillo para ver si ya venías. Hasta que por fin te trajo la enfermera. Eras peludita, tenías el pelo parado y negro y los ojos oscuros, que luego se volvieron verdes.
Aprendí a cambiarte los pañales, a vestirte y a darte el tetero sin usar mis prótesis, me daba miedo lastimarte: ¡tú tan delicada y estas manos tan duras! Bajo mi cuidado siempre has estado bien. Al contrario, eres tú quien vive pendiente de mí, como si desde pequeña hubieras decidido echarte al hombro más responsabilidades de las que deberías. Te quedas dormida sobre mi pecho, no te mueves de mi lado cuando estudio. Eres como mi ángel guardián. Me preocupa aún que tus amigos puedan molestarte, pero desde ya veo que si te preguntan por mí tienes una sola respuesta: “Mi papá es soldado”.