La cuarentena ha puesto a las librerías independientes en una difícil situación. ¿Cuál es el panorama?
Lo siento, pero antes de iniciar con este texto tengo que plantear la pregunta por el valor en el arte, en la cultura. Previo a empezar el típico relato cronicudo y repetido (las mismas vueltas, los mismos cambios, distintas voces, los mismos puntos, las mismas comas) creo conveniente hacer la pregunta que muchas veces pasa de agache (por razones ideológicas, de despiste o de torpeza… lo que sea).
Nos hemos acostumbrado a pensar que la cultura no está atravesada por las mismas fuerzas que atraviesan a la sociedad. Si uno repite como un loro que existe la división del trabajo, la plusvalía, la diferencia entre valor de uso y valor de cambio, no puede hacerse el pendejo por el lugar de esos conceptos en el mundo de la cultura. ¿Me explico?
¿Cuánto vale un libro? Quiero decir, cuánto vale hacerlo: cuánto vale sentarse a escribirlo (esto se suele medir en años y en neuras), cuánto vale editarlo, cuánto vale imprimirlo, cuánto vale hacer campañas de marketing alrededor de su lanzamiento (o no), cuánto vale transportarlo, cuánto vale nacionalizarlo (si es el caso), cuánto vale ponerlo en una librería. Y en esa cadena de procesos, ¿cuánto vale el trabajo de cada persona que intervino en ella?
Ahora sí:
Los libros aguardan. Pero la imagen de ese estante atiborrado de libros que se viene a la cabeza cuando uno piensa en su librería de confianza se ha convertido en estos días en una metáfora de la fragilidad.
Adriana Laganis cerró su librería en Bogotá hace más de un mes. Desde entonces se ha dedicado a hablar con bancos, con sus arrendatarios y a intentar montar en internet el catálogo digital de la librería Arte Letra. “En la librería pago arriendo del local desde hace 17 años. Al mismo tiempo, empecé con un crédito y hubo en el intermedio un tiempo sin deudas. Hace unos años me tocó volverme a endeudar. Y además, tengo una deuda en euros, porque el catalogo de la librería lo organizo buscando libros afuera principalmente de humanidades y ciencias sociales. Entre arriendos, deudas bancarias y deuda en euros, tengo una situación bastante dramática. Son tres frentes al tiempo”.
Como la suya, la situación de muchos libreros independientes en el país es bastante difícil:
La librería Ala de Colibrí, en Ibagué, llevaba un mes abierta cuando inicio la cuarentena, explica su librera Andrea Saavedra. Ahora espera los días con la total incertidumbre sobre el futuro del proyecto que apenas iniciaba y que ahora tuvo que cerrar.
Como muchos gremios en el país, los libreros tuvieron que cerrar las puertas de su negocio, replegarse a sus casas y valerse (los que podían) del mundo digital para vender sus libros. No todos han podido hacerlo. “Nosotros somos una librería independiente con un stock de libros limitado, no contamos con ventas online, lo que dificultad aun más generar ingresos para sostener el espacio”, dice Viviana Reyes, gerente de Léeme y Leeré, una librería independiente en Yopal.
Y es que, como dice Adriana Laganis, dentro de las librerías independientes hay varias categorías. Las que no pagan arriendo, las que pudieron empezar sin endeudarse, las independientes que no son tan pequeñas, sino medias y tienen al menos una sucursal; y las independientes que pagan arriendo, que tienen créditos y una venta de libros no muy sustancial a través de internet.
“Creo que las independientes que tienen la tranquilidad de no pagar arriendo y no están endeudas tienen mayor seguridad de seguir adelante” dice Laganis. “Ahora, las que estamos en el otro grupo, dependemos de la generosidad del dueño del local, de la generosidad de los bancos y de la generosidad de los lectores. Punto”.
¿Por qué la supervivencia de las librerías, un eslabón fundamental en la cadena de producción y consumo del libro, recae en los gestos solidarios de los lectores (¡y los bancos!)? ¿Cuáles son las políticas públicas que les permitirán a las librerías atravesar por esta crisis?
El desierto
Una librería tiene que vender 10 millones de pesos en libros al mes para que le queden libres aproximadamente 3 millones y medio, con un precio promedio de 40.000 pesos por libro. Esto equivale, más o menos, a 250 libros al mes.
“Para una librería en una ciudad como Tunja, vender 250 libros al mes es un gran reto”, dice Oriana Rojas, una de las socias de la librería El relojero ciego, “y sin embargo, en arriendo, servicios y trabajadores, ese dinero se va completo e incluso hace falta. El entretenimiento es lo primero que las familias suprimen cuando su ingreso disponible se ve deteriorado, como en esta crisis que estamos viviendo”.
Bueno, ¿pero por qué? ¿Por qué la cultura, o por qué el entretenimiento, se suprime de los rubros necesarios en una familia cuando hay momentos de crisis?
¿Qué significa la buena vida?, preguntaba Aristóteles.
No solo de pan vive el hombre, respondía Cristo Jesús.
Ya hablaremos de esto y nombraremos el debate que se está teniendo al interior del Ministerio de Cultura sobre la posibilidad de declarar los libros como productos de primera necesidad.
Pero por ahora volvamos al conflicto.
“Es complejo apelar a la conciencia solidaria de la gente cuando desde las políticas públicas, y la propia sociedad, no se ha considerado la cultura, en este caso la literatura, como una prioridad”, dice Claudia Morales, de la librería Árbol de Libro, en Armenia.
La cifra dice que en Colombia hay 3 librerías por cada 100.000 habitantes (y estamos hablando solo de las grandes ciudades, hay pueblos o ciudades intermedias que carecen de librerías). Un número pequeñísimo si tenemos en cuenta que en ciudades como Buenos Aires, el número se eleva a 25 librerías por cada 100.000 porteños.
“Las librerías eran frágiles sin virus”, dice Ana María Aragón, librera de Casa Tomada en Bogotá.
En Bogotá, la ciudad que concentra el mayor número de librerías por habitante, esa concentración se da, a su vez, de manera geográfica: Chapinero, Santa Fé y Usaquén son las localidades que concentran las librerías en la ciudad. No hay librerías en Ciudad Bolívar. Y si hacemos zoom out, capitales departamentales como Riohacha o Montería tampoco tienen librerías.
Adriana Laganis dice que, al menos desde que ella ejerce como librera, hace 17 años “el desierto que existe es absolutamente conocido por la Cámara del Libro, por el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (CERLALC) y por el Ministerio de Cultura. El Covid-19 no está mostrando nada nuevo”.
“Es tan ignorado el sector”, dice Claudia Morales, “que hace dos semanas cuando la ministra de Cultura habló de ayudas, nunca mencionó la industria editorial”.
De hecho el Decreto 475, expedido el pasado 22 de marzo, que intenta dar alivio al del sector cultural en el país durante la emergencia por el nuevo coronavirus, no menciona por ningún lado a la industria editorial.
Canasta familiar o economía naranja
¿Cuál es el lugar del libro en la política (y en la sociedad) en Colombia?
El pasado mes de marzo, el Gobierno Federal alemán decretó un plan de emergencia para ayudar al sector cultural en ese país. Y en ese, a la industria editorial. Se trata de ayudas que van desde subsidios de capital para trabajadores independientes hasta ayudas a empresas con hasta 10 empleados.
En España acaban de hacer un pacto de Estado por la cultura que reconoce al libro como un bien de primera necesidad. El pacto se hizo entre el Ministerio de Cultura y los consejeros culturales de las distintas comunidades autónomas de ese país (los efectos de ese pacto todavía no son muy claros, pero al menos ya existe la atención y un compromiso).
Por su parte, en Colombia el Ministerio de Cultura está trabajando en un protocolo para reactivar a la industria editorial. Eso dice Amalia de Pombo, directora de Artes del Ministerio de Cultura en una charla de la edición virtual de la Feria del Libro de Bogotá: “Estamos trabajado en ese protocolo con la intención de que el sector cultural sea el primero en restablecer su espacio normal. Las editoriales entrarían dentro de ese gran protocolo para que puedan ir a sus bodegas y despachar los libros”.
Por lo pronto, parece que los planes están en eso: en volver al viejo mundo en el que las librerías independientes siguen siendo el eslabón más frágil en una cadena que no suele recibir incentivos muy grandes por parte del Estado.
Uno pensaría que esa entelequia de la economía naranja, que el presidente Duque tanto impulsó en campaña y que entró en el Plan Nacional de Desarrollo, sería un aliciente para la cultura y para la industria editorial en concreto.
De hecho, en el paquete de estímulos que sacó el Ministerio de Cultura se encuentra unos dirigidos al gremio de los libreros. 20 estímulos de 10 millones de pesos cada uno para la “Consolidación de Librerías Independientes como Espacios Culturales”. Este monto es el doble del monto del año pasado. Sin embargo, algunos libreros señalan que los estímulos los sacaron previo a la cuarentena y que deberían actualizarse para que se ajusten a la situación actual.
“Para que Colombia realmente sea una economía naranja hace falta muchísimo más que el plan de estímulos mencionados”, dice Oriana Rojas, de El relojero ciego. Por su parte, Claudia Morales, librera de Árbol de libros dice que: “Como pequeña empresaria, como trabajadora independiente y como dueña de una librería, puedo responder que la economía naranja es una gran invención como para un cuento de fantasía”.
El paréntesis
Una breve pausa para explicar cómo funciona la cadena de suministro del libro en Colombia y cómo se distribuye el valor en ella.
Generalmente, los porcentajes se distribuyen así:
-El autor se lleva el 10 por ciento del valor del libro.
-La editorial el 30 por ciento.
-La distribuidora el 20 por ciento.
-La librería el 40 por ciento.
Y, generalmente, lo que pasa es lo siguiente:
La editorial establece un PVP (precio de venta al público) que es inamovible y sobre ese precio se negocia. La librería, según su capacidad de negociación, se puede quedar con un porcentaje que va del 35 y al 45. Un 10 por ciento se lo queda el autor (si el autor tiene agente, este se queda con una tajada de ese 10 por ciento). La distribuidora (que a veces hace las veces de importadora) se queda con el 20 por ciento.
El resto de la torta se la queda la editorial, que está entre el 25 y el 35 por ciento (hay que tener en cuenta que de ese porcentaje se tiene que repartir en costos como: diseño, maquetación, traducción, edición, impresión, entre otros).
Normalmente, si el costo neto de producir un libro para una editorial es de en 5.000 pesos (es un decir), la editorial lo va a vender al doble para poder tener margen.
En general, el margen de ganancia es muy poco o mínimo en toda la cadena.
“Los márgenes son muy pequeños para todos”, dice Ana María Aragón de Casa Tomada. “El negocio del libro es de verdad muy austero. El que se gana la plata de una es el impresor”. Aunque parece mucho el porcentaje que queda para las librerías (entre el 35 y 45 por ciento), este margen se suele ir todo en el costo de la operación de la librería: pagar sueldos, arriendo, impuestos, el costo de servicios de tarjetas de crédito y débito, pagar la página web…
Hasta aquí los deportes.
El orfanato
El 13 de abril de este año, la Cámara Colombiana del Libro (CCL) lanzó la campaña ‘Adopta una librería‘. La campaña, que irá hasta el 13 de mayo, se propone recaudar el dinero suficiente para pagar la nómina de 47 librerías en distintas partes del país durante dos meses.
Muchos libreros independientes agradecieron la medida.
“Detrás de este tipo de iniciativas hay una enorme valía y convicción por ofrecer contenido distinto y que contribuya al progreso del país. Sin embargo, en la práctica sostener un espacio de estas características es casi que un lujo. Es un hecho que es más fácil vender otro tipo de bienes que libros”, dice Oriana Rojas de la librería El relojero ciego.
Por su parte, Mariela Guerrero de la librería Camino a casa en Pasto, dice que: “Si la campaña tiene éxito y el dinero también llega a las librerías pequeñas por fuera de Bogotá, creo que podría significar un gran alivio. Ahora, no debería ser la única ayuda”.
En España, por ejemplo, hay varias iniciativas, que vienen desde el sector privado, que buscan ayudar al gremio de las librerías durante esta pandemia. Como lo señala Jorge Carrión: “Las mejores iniciativas de apoyo a los libreros han sido las de editoriales como Comanegra o Nórdica, en cuyas webs se pueden comprar libros y señalar a qué librería deseas que se destine el 30 o el 35 por ciento del importe”.
Sin embargo, en términos generales, la industria editorial hispanoamericana –a lado y lado del charco– no suele ser tan fuerte en comparación, por ejemplo, con la industria editorial anglosajona.
“No hay duda de que en el mundo hispanoamericano no existen las estructuras de subvención a la cultura que encontramos en otros ámbitos, como el anglosajón. The Book Trade Charity lleva 180 años apoyando a los libreros y acaba de recaudar más de 50.000 libras, que repartirán en forma de becas para afectados por la pandemia”, escribe Carrión en un reciente artículo sobre el tema. “El 23 de marzo tres editores londinenses crearon un crowdfunding de auxilio a las librerías, cuyo objetivo era llegar a las 10.000 libras; pero al cabo de unos días la cifra subió a 100.000 tras recibir el apoyo de la Booksellers Association y de Penguin Random House”.
Una anécdota a modo de (segundo) paréntesis
La pregunta por cómo está hecho un libro (cómo se fabrica, etcétera) es el correlato de la pregunta por su valor y con esto no digo nada nuevo.
En una conversación reciente, le contaba a dos personas el contenido de este artículo que estaba escribiendo.
—Si llegan plataformas como Amazon, las librerías serán desplazadas y eventualmente las mas pequeñas quebrarán (decía yo).
—Ah, bueno. Pero es que esa es la naturaleza del mercado, que es dinámico todo el tiempo.
—Sí (respondía el tercero), si no nos adaptamos al progreso de las cosas, pues desaparecemos. Hay que reinventarse.
La conversación terminó al rato porque yo (quizás demasiado exaltado) les dije que cómo era posible esa calma en sus palabras. Hablaban de mercado como una fuerza inevitable a la que hay que someterse. Uno de ellos me respondió que lo contrario sería crear beneficios artificiales para que los más pequeños sobrevivieran (diciendo, de manera implícita, que no había que proteger a los pequeños).
No sé. Creo que entregarle la regulación social de las cosas a esa máquina que llamamos mercado puede no ser la idea más inteligente. Hay procesos que no se rigen por las lógicas de la ganancia. Como lo dice una de las libreras: este es un negocio austero.
¿Cómo monetizamos el tiempo de lectura; de tardes enteras leyendo una novela? ¿Cómo transformamos horas de lectura en capital? O mejor: ¿qué políticas vamos a postular para que esas tardes de lectura no tengan que pasar, necesariamente, por las lógicas del capital? Que es preguntar, al mismo tiempo, por el lugar de la cultura en la sociedad. Por el valor de las librerías más allá del 40 por ciento por libro. Por el papel del Estado en el fortalecimiento de la cultura como un dispositivo crítico y necesario.
¿Qué hacer?
La crisis del coronavirus y la cuarentena no hicieron sino explicitar la fragilidad de un ecosistema que ya era conocida por muchos. La pregunta, entonces, es qué va a pasar con el sector cuando esta crisis termine.
Históricamente el Estado colombiano ha tenido a la cultura en el quinto renglón dentro de sus prioridades (por no decir en el quinceavo).
“Un Estado que prioriza el gasto militar sobre la educación, la cultura y la ciencia y la tecnología está condenado al atraso social. Si no logramos revertir esa tendencia, ni los libros, ni el teatro, ni los museos, ni las bibliotecas serán apreciados como un bien que necesita protegerse”, dice Claudia Morales.
Oriana Rojas habla en ese mismo sentido: “De cierta manera, la cultura y los libros han sido espacios cooptados por una suerte de idea que indica que son espacios reservados para los privilegiados o para las personas que cumplan con ciertos requisitos previos en cuanto a intereses y conocimientos. Y lo anterior no es cierto. Hay que democratizar la lectura y la cultura”.
Pero, ¿qué medidas plantean los libreros?
“Lo importante sería que hubiera librerías por barrios”, dice Ana María Aragón. “Pero habría que hacer también dos cosas: que las compras del Estado, las compras institucionales y educativas, no se hagan directamente con las distribuidoras sino a través de las librerías. Y que no se permita que haya uniones temporales de gente que no ha estado en la industria editorial para que participe en licitaciones de este tipo”.
Por su parte, Adriana Laganis propone que haya un control antidumping, pues hay plataformas digitales que venden los libros muy por debajo del precio. Incluso las distribuidoras venden directamente a través de sus páginas web con precios mas bajos que los que les ofrecen a las librerías.
Mariela Guerrero, de la librería Camino a Casa en Pasto, dice que hay muchas cosas que han planteado desde la Asociación Colombiana Libreros Independientes: la ley de precio único, el fortalecimiento de la compra de libro editado en Colombia, el fortalecimiento de la circulación de autores por las librerías regionales y que los estímulos que se generan desde el Ministerio de Cultura sean permanentes.
“Dicen que en adelante todo cambiará, que nada será igual”, dice Luis Alberto Arango. “Pero el escepticismo me puede. El género humano es el mismo. Por lo menos ya sacamos el pañuelo para pedir auxilio…”
***
Santiago aparece por acá.