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El camino de vuelta
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El camino de vuelta

Staff ¡Pacifista! - febrero 2, 2015

Participó en combates, manejó explosivos, disparó armas y custodió secuestrados. A los 17 años, Yineth, se escapó de la guerrilla. Hoy trabaja con excombatientes para que se reintegren a la vida civil.

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Por: Julián Isaza*
La niña tenía siete años, la cara sucia, el vestido más sucio, los pies descalzos sobre el piso de tierra de su casa. Miraba hacia afuera, apuntaba sus pupilas hacia el firmamento despejado que era atravesado por un aparato que reflejaba un intenso destello metálico.
—Mamá, ¿qué tan grandes son los aviones? –preguntó.
—Pues no sé hija, pero deben ser como esta casa de grandes –respondió una mujer desde el interior del rancho.
–Mami, ¿y allá reparten comida? –volvió la pequeña intrigada y siguiendo el movimiento del aeroplano.
—No mamita, no creo. ¡Con lo tacaños que son los ricos! Pero tinto sí deben repartir –dijo la mujer distraída y, al escucharla, la niña giró emocionada.
—Mami, cuando sea grande quiero repartir tinto en los aviones –dijo sonriendo, como si el sueño que se acababa de incubar en su cabeza se convirtiera, rápido y sin escalas, en certeza.

Seis años más tarde la niña volvió a ver un avión. Esta vez tenía 13 años, era de noche y la gente corría, gritaba, disparaba, caía. La niña usaba un uniforme camuflado y botas, llevaba terciado al hombro un fusil. El avión, en el que quiso repartir tintos, ahora repartía fuego sobre un campamento de las FARC. Y lo que fue un sueño lejano ahora también era, rápido y sin escalas, una pesadilla muy cercana.

***

Yineth Trujillo cumplió 28 años.

Esta tarde agarró un bus alimentador en el barrio Bosa Laureles –donde vive–, luego se subió a un Transmilenio y se bajó en la estación de la NQS Calle 38A Sur, frente al centro comercial Centro Mayor. Venía caminando rápido sobre unos tacones largos, con un pantalón negro y una blusa de tiras; llevaba el pelo corto y pintado de amarillo, las cejas depiladas, el labial rojo. En la arquitectura de su pinta estaban todos esos elementos que se juzgan como femeninos, como delicados. Todos esos elementos que –quizá por puro estereotipo, por puro prejuicio– no se esperan de alguien que vivió una vida feroz en el monte, entre plomo y candela. Que no encajan en lo que esperamos de un guerrero y, sin eufemismos, de un guerrillero.

Tras salir de la guerrilla, Yineth dejó atrás todos los símbolos de una vida de guerra. Hoy se maquilla, viste minifaldas, combina sus zapatos. Foto por María Alejandra Gómez

 

Yineth perteneció a la Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) durante toda su adolescencia, participó en combates, disparó su arma, se entrenó en manejo de explosivos, en inteligencia militar y en enfermería, fue encargada de custodiar a grupos de secuestrados. Todo eso es verdad. Pero también es cierto que ahora hace todo lo posible por desmarcarse de su pasado, por ser la persona que la guerra no le permitió.

Por eso, y si se quiere desde lo frívolo, usa minifaldas y tacones como una manera de oponerse a una historia que no escogió –“a mí ya me tocó ser hombre por mucho tiempo, ahora quiero ser mujer”, dirá más tarde–, y, si se quiere desde lo práctico, también se opone a ese pasado con su trabajo, pues es una de las promotoras de reintegración de la Agencia Colombiana para la Reconciliación (ACR). Ayuda a otros excombatientes a reincorporarse a la vida civil.

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Quizá el origen de todos los problemas de Yineth tuviera que ver con la geografía: si no hubiese nacido en Remolino de Orteguaza, corregimiento del Danubio, en el departamento del Caquetá, un lugar en el que la palabra de la guerrilla era ley, tal vez su vida habría sido distinta. O quizá su destino fue sellado por su familia, pues si no hubiese sido criada entre los golpes y abusos sexuales de su padrastro –su padre biológico murió antes de que naciera–, el abandono de su madre –que se marchó a sus ocho años– y la gigantesca responsabilidad de ver, desde muy pequeña, por el ‘bienestar’ de sus seis hermanos, es probable que hubiese transitado otro sendero.

O, acaso, todo fue culpa del abandono estatal, de la falta de oportunidades, de la pobreza, de la ineficacia de las instituciones que deben garantizar la seguridad de los niños. Lo más seguro, sin embargo, es que fue todo sumado, que una larga cadena de acontecimientos la condujo a un destino que olía a plomo y sangre.

Yineth se sienta en una de las sillas de Crepes & Waffles y le ponen al frente una carta de bebidas y otra de postres. Las repasa: Cappuccino Caramel, Café Appassionato, Capricho de Maracuyá, Tartín de Limón. Hace unos años, reflexiona, no soñaba con un helado. Y no soñaba porque no sabía siquiera que existiera. Ahora, en cambio, tiene desplegado ante sí un menú que rebosa de todo tipo de tentaciones con nombres complicados. Entonces recuerda que todas aquellas cosas que damos como ordinarias en la ciudad, para ella eran piezas que parecían sacadas del mismo paraíso y, por eso, un televisor a color fue, en su momento, “la cosa más hermosa que he visto” o un helado fue un manjar que, cuando se lo regaló un policía una vez escapó de la guerrilla, alcanzó para que olvidara que quien la invitaba fue su enemigo y así comenzara su proceso de paz privado.

La mujer llorará y reirá con los recuerdos. Una emoción desplazará a la otra inmediatamente, sin ningún tránsito. Por ejemplo, cuando trae a su memoria el día en que la reclutaron, se verá a sí misma en el piso, dibujando en un cuaderno y con su única muñeca al lado, entonces sonreirá. Luego recordará que la levantaron con violencia, le quitaron la muñeca y el cuaderno y se la llevaron al monte, y brotarán dos lágrimas. “Ni me dejaron despedir de mis hermanos”, dirá pasando un Kleenex por sus ojos.

Ese día, 43 niños fueron arrancados de sus hogares convirtiéndose en el impuesto vivo que pagaban los campesinos a la guerrilla. Todos tenían entre 12 y 16 años y fueron a dar a un campamento donde había otras varias decenas de chicos que venían de otras veredas y poblaciones aledañas. Muchos, como Yineth, cambiaban el sufrimiento en sus hogares por el horror de las armas, aunque la mayoría querían ser otra cosa, pues a pesar de la vida dura y a veces cruel que les tocó en suerte, se permitían soñar con imposibles.

Unos querían ser, por ejemplo, médicos, otros cantantes, otras azafatas. Por ejemplo, Yineth ahora recuerda a Lorena, una niña que quería ser porrista, que daba botes y cabreolas, y que en medio medio de un entrenamiento cometió el error inocente de corregir a la comandante en uno de los ejercicios. El castigo de Lorena fue ser amarrada sobre un hormiguero y permanecer allí hasta morir. Yineth, con un brillo líquido en los ojos, resume la atrocidad: “Por saber dar una carambola me la mataron”.

 

En la galería de su memoria se exhiben los cuadros más repugnantes de la barbarie: los cuerpos mutilados, los niños obligados a convertirse en asesinos, las metralletas tabletando y escupiendo plomo, los hombres y mujeres en cautiverio, las explosiones, la sangre filtrándose en la tierra, el pánico en los ojos desorbitados, el pavor a la motosierra de los paramilitares, a la ira del comandante del propio frente guerrillero, la carne humana. Yineth se acerca y, con todos los dedos engarzados al pelo, no deja de revivir toda esa miseria, todos esos pecados, toda esa sangre en manos ajenas y en las propias.

—¿Sabes qué fue lo más duro que viví?
—¿Qué?
—Ser enfermera. Porque fue sacar bebés por partes en abortos, porque vi nacer bebés de niñas que ocultaban su embarazo y, cuando nacía el niño, lo dejaban desangrar por su ombligo a la orilla de un caño y a la chica le metían siete balazos en la cabeza.

Tristemente su biografía feroz no tiene nada de singular. En este país su historia es el clon del clon, su vida se refleja en la de miles, como la fotocopia de una fotocopia cada vez más oscura y deformada. Yineth vio y vivió el envilecimiento de nuestra especie, su lado más brutal. Pero ella, a los 17 años, intuyó que el mundo no podía ofrecer únicamente una colección de salvajadas, de historias para jamás dormir y escapó.

Ese momento, el de su huida, aún está fresco en su memoria: “En la tarde me dieron la orden de ir, con otra niña, a recoger una panela a una finca. Cuando nos devolvíamos, ella me dijo: ‘¿Usted no está aburrida?’. Yo pensé que era una trampa, para ver qué decía, pero la niña me miró y me dijo: ‘Yo sí’. Se le dispararon las lágrimas y le creí. Esa noche ella hacía la guardia y en la madrugada me despertó con el pie, me dijo: ‘Es ahora o nunca’. Cuando reaccioné ya iba corriendo, no miré atrás porque una vez que saliste, te mueres o coronas. Una deserción rara vez es planeada, es de oportunidad”, cuenta Yineth y ahora sonríe, porque al desertar de las FARC se jugó la cabeza para no perderla y ganó.

Entonces se convirtió en una de los casi 56.000 combatientes que se han desmovilizado en el país, de los cuales el 11,8% son mujeres. Una entre muchos otros que se hartaron de la guerra y quisieron comenzar una vida.

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Su casa es pequeña, apenas de un solo nivel, pero está rodeada de otras que se apeñuzcan y crecen verticales a medida que aumenta la parentela. Es una construcción modesta en la que en un solo ambiente se distribuye una sala, una cocina mínima y un baño, además de dos habitaciones y un patio en la parte trasera. Un espacio de lujos magros en el que conviven ella, sus dos hijas –de 10 y cinco años– y su compañero –también desmovilizado.

Hoy Yineth lleva puesto un vestido corto y negro, tacones brillantes y un par de aretes grandes. Parece que fuera a una cena, pero son las 10 de la mañana y está acompañada de sus dos niñas que la acaparan, la abrazan, se suben en sus piernas, revolotean a su alrededor. Ella también las besa, las acaricia, les habla con tono aniñado. Y no deja de ser una sorpresa ver a alguien con un pasado tan hostil en un despliegue semejante de ternura.

Sobre una de las paredes laterales reposa una biblioteca de madera que reboza de libros infantiles y de autosuperación, de cuadernos, de copas de cristal y de varias decenas de frascos de esmalte. Yineth escarba en uno de los estantes de abajo y extrae una pequeña caja colmada de fotos y papeles. Pasa una a una las imágenes y llega a las dos más laceradas por el tiempo: en una está haciendo la primera comunión ocho días antes de ser reclutada y, en la otra, está parada junto a una camioneta dos semanas después de desertar. El óxido de los años ha corroído los bordes de cada imagen y menguado sus colores, pero siguen contando un antes y un después. Y, sobre todo, sugieren ese espacio que distancia a cada una, esos años en los que dejó se de ser una niña y se convirtió en una mujer dura, esa infancia robada.

 

Yineth las mira y resopla. Se concentra en la segunda y cuenta que luego de escapar llegó hasta Armenia en bus: “Eran las 11 de la noche y me senté a llorar en un parque, entonces se vinieron tres policías bachilleres y uno me preguntó que por qué usaba esa ropa –refiriéndose al pantalón camuflado que aún conservaba– y yo le dije que no fuera sapo. Entonces empezó el cruce de palabras y me encendieron a bolillo. Cuando yo estaba en el piso llegaron dos policías más en una moto y el que venía manejando me alzó y me llevó a un hospital. Ese policía fue quien me llevó una pijama y un par de chanclas. Él me dijo: ‘Yo sé de dónde viene usted’ y también me dijo que me quería ayudar siempre que fuera sincera con él. Yo le conté que me acababa de volar de la guerrilla. Entonces el señor me llevó a su casa. Tenía esposa y dos hijos. Ese día me compró medicamentos. La niña me enseñó que las mujeres se maquillaban, se ponían tacones y minifalda; el niño me enseñó que no se decía ‘fugo’ sino ‘jugo’, que no se decía el ‘güipa’ sino el ‘bebé’”.

Hay una sonrisa larga en la boca de Yineth, el recuerdo de quien creía su enemigo mostrándole compasión aún la conmueve. Entonces habla del proceso de perdonar y ser perdonada que inició desde ese momento, de cómo empezó su desmovilización formal, en donde fue a dar a una finca en La Mesa (Cundinamarca) junto con 280 excombatientes más que venían de todos los grupos armados –paramilitares, FARC y ELN–. “Eso era como echar al tigre, al perro y al gato en un mismo sitio”, cuenta.

Cada hombre y mujer venía con la guerra a cuestas, con la violencia y el olor a pólvora aún vivos. Con sus antiguos enemigos a muerte a unos pasos. “Entonces se hacían los combos por grupos y cuando recibían la plata para los transportes se iban, hacían vaca, reunían lo de la semana de cada uno y se emborrachaban. Luego llegaban y les quitaban los cuchillos de la cocina a las señoras y se encendían: el para con el fareño, el fareño con el eleno. Hasta que un día uno consiguió un machete y no se imagina esa escena tan terrible, en donde los niños gritaban, las mujeres lloraban. Era una locura. En ese momento se paró un psicólogo en la mitad del conflicto y gritó: ‘¡Ya no más!’. Cómo sería el grito que todo el mundo quedó quieto. Y uno de los que tenía el cuchillo dijo: ‘Este paraco hijueputa me mató a mi papá’. El señor que tenía el machete se desplomó de rodillas y dijo: ‘Perdón’. Y fue un ‘perdón’ de por allá adentro”, dice Yineth

Todo el mundo empezó a señalarse y a decir: ‘El de allá mató a mi familiar”. Luego, cada uno, como si hubiese roto una represa, dejó fluir sus culpas y, más aún, empezaron a pedir perdón. “Hubo llanto, los hombres lloraron desgarrados, pero ese día cambió todo”, cuenta. Desde entonces, por ejemplo, uno de sus mejores amigos es un exparamilitar. Los bandos desaparecieron y ahora están hermanados por el recuerdo de un pasado y por la lucha de un futuro.

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Desde hace un año y medio Yineth es promotora de la ACR y su labor se enfoca en buscar alianzas de empleo y de educación para otras personas que vienen en el proceso, en dar charlas sobre desmovilización y en trabajar muy de cerca con la sociedad civil para lograr de ella su comprensión, colaboración y, por supuesto, su reconciliación.

La tarea es difícil, porque las heridas están abiertas, porque las personas suelen juzgar a los desmovilizados con bastante dureza, porque las opciones para reencaminar sus vidas son pocas. Por eso una persona que perteneció a un grupo armado no solo se enfrenta con el rechazo de parte de los demás, sino con todo tipo de obstáculos a la hora de rehacer sus vidas: “En un banco vas a solicitar un préstamo y te dicen que no eres apto porque eres desmovilizado, o vas a una empresa a pedir trabajo y te cierran la puerta en la cara”, dice.

Yineth agrega que cerca del 80% de las personas desmovilizadas logran reincorporarse con éxito y un 20% reincide, pero que “reincidir para el desmovilizado no es necesariamente volver al grupo, sino cometer un delito, por mínimo que sea. Entonces algunos pueden ser considerados como reincidentes y caer presos por orinar en la calle o vender películas piratas”.

Sin embargo el prejuicio y el resentimiento es una parte desafortunada del proceso, porque “la gente se basa en las noticias y por eso te ataca. Los medios siguen al desmovilizado que asesinó a un comerciante, pero no a los otros ocho que tienen una panadería y emplean a mujeres desplazadas, o al que hace bolsos. Porque un caso opaca a los demás”.

Hoy Yineth estudia psicología en las noches, quiere casarse con su compañero y sueña con mudarse a un apartamento de tres habitaciones para que sus hijas puedan tener sus propios cuartos. Hoy quiere una vida lejos de su pasado, en la que no sea estigmatizada, pero sabe que es difícil y por eso, cada vez que puede, da su testimonio. “¿Sabes por qué?”, pregunta y, sin esperar respuesta, dispara: “Porque la gente no sabe lo que viví, lo que todos vivimos”.

*Editor de ‘El Tiempo’, autor del libro de crónicas ‘Alucinación o barbarie’ y del libro de cuentos ‘Ondas expansivas’.