A noviembre de 2018, el gobierno informó que de 6.916 exguerrilleros que estaban en los 26 Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación (ETCR), 3.329 se marcharon a otros lugares. ¿Qué hay de fondo?
Recuerdos de un hombre en la guerrilla: levantarse a las 5 de la mañana. Ver, como primera imagen del día, a los compañeros del frente despertándose. Hacer flexiones de pecho, cuclillas. Amarrarse las botas. Pararse, hombro a hombro, con otros insurgentes y cantar el himno de las Farc.
La realidad de ese mismo hombre, hoy, en un Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (ETCR): Levantarse a las 5 de la mañana, preparar una arepa y un café en una casa de campo. Caminar 20 minutos para encontrarse con sus compañeros. Ir, como otros campesinos de la región, a trabajar en parcelas, a cultivar fríjol, cacao, maíz…
“Este cambio de vida es duro”, dice Israel, campesino y excombatiente de las Farc. Hace un año dejó de deambular por la selva y se asentó en el Espacio Territorial de capacitación y Reincorporación (ETCR) de Dabeiba, Antioquia. Caminando por la montaña, dirigiéndose a un cultivo de yuca, nos cuenta que no es fácil “reincorporarse a la vida civil”, como dice el Acuerdo de Paz. “Yo estoy pagando un arriendo para tener ese cultivo de yuca, porque acá no somos dueños de la tierra. Yo ya voy para 57 años y nunca me había tocado eso de pagar un arriendo, afiliarme a la salud, hacer filas en la ciudad. Mi familia está en Medellín, pero la ciudad no me gusta”.
Israel se acostumbró a estar lejos de su familia. Le gustaría regresar, dice, pero ahora se siente cómodo trabajando en un lote con cuatro excombatientes. Todos reúnen los subsidios mensuales del gobierno –cerca de 600 mil pesos para cada uno–, pagan el arriendo, compran semillas, fertilizantes y cultivan.
Al ETCR de Dabeiba llegaron 272 personas que pertenecían a las Farc. Hoy el número de los que continúan en el lugar es menor: entre 150 y 200 excombatientes, dependiendo si se le pregunta al Alto Comisionado de Paz o la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (Farc).
Algunas personas se aburrieron, regresaron a sus municipios de origen, con sus familias. Otros, como Israel y sus cuatro compañeros, no se sienten del todo satisfechos en el ETCR pero tampoco quieren abandonar a su partido (Farc): “El gobierno lo que quiere es eso, que nos separemos y que el partido se acabe, y no podemos darle gusto, tenemos que estar unidos”, me dice uno de ellos mientras saca una yuca pequeña de la tierra. “Que cosecha más mala”, dice después.
Dejar la confrontación armada para irse a vivir en casas de cemento en el monte, custodiadas por el Ejército, es un cambio que atraviesa toda la vida de los excombatientes: no solo sus costumbres, sino sus aspiraciones, su manera de ver el mundo. La psicóloga María Clemencia Castro, quien ha estudiado desde el psicoanálisis “los avatares” en el paso de los insurgentes a la vida civil, dice que un paso como este tiene muchísimos matices: una persona que se entregó, literal, a una causa guerrillera, está dispuesta a morir en combate; es un temor latente pero que vale la pena asumir por los ideales de su movimiento, el cual representa , a su vez, la familia. ¿Qué pasa, entonces, cuando esa entrega de la vida con tanto fervor comienza a perder sentido?
El guerrillero en la selva, dice Castro, “con su muerte no muere, queda la causa y él sostendrá la existencia como héroe. El héroe no muere en tanto es nombrado (…) Se paga con la muerte la posibilidad de darle sentido a la vida”. Por eso en las montañas de Dabeiba nos encontramos con un dilema que se acentúa dependiendo de los casos: ¿Cómo crear una nueva vida y seguir en las Farc como partido político? ¿Cómo abrazar sus causas políticas si el riesgo latente de caer en el campo de batalla? ¿Cómo cambiar la lucha de las armas por otra desde la palabra? Un exguerrillero me lo decía de manera muy clara: “Quiero llegar a ser concejal, pero primero me toca irme de presidente de la Junta de Acción Comunal y lo que pasa es que yo no sé cómo es eso, o no he estudiado tanto. No sé firmar”.
“La mayoría de las personas que usted ve acá son de base campesina”, me decía Isaías Trujillo, uno de los excombatientes más veteranos de las Farc, excomandante del Bloque Efraín Guzmán y por quien el gobierno, en 2014, ofreció 1.500 millones de pesos de recompensa. “Nosotros dejamos las armas esperando que el Estado nos diera las garantías para sobrevivir, y una de las primeras garantías es el acceso a la tierra”, comentaba mientras caminaba por un galpón de gallinas, uno de los pocos proyectos productivos que tiene su ETCR. Después de 47 años de haberse incorporado a la guerrilla, a Trujillo se le ve reflexivo, silencioso, como si la única opción que le quedara fuera creer en las promesas del gobierno, así todavía no sean palpables. Su mayor miedo: que la paz termine separando a los exguerrilleros que lo han acompañado todos estos años, quienes lo ven como un padre.
Su preocupación tiene sentido. Dos años después de la firma del Acuerdo de Paz, son más los exguerrilleros que se han ido de los ETCR que los que se han quedado. En total, el partido Farc acreditó 13.192 exguerrilleros ante al gobierno en el proceso de paz. Según cifras de la Agencia para la Reincorporación y la Normalización (ARN), 6.916 excombatientes se trasladaron a los 26 ETCR en 2017; los demás se quedaron en diferentes ciudades y municipios. A noviembre de 2018, el gobierno señala que de esos 6.916 exguerrilleros, 3.587 permanecen en los ETCR.
Palabras más palabras menos, la mitad de la población fariana que estaba en estos espacios de agrupamiento se fue. ¿A dónde? No hay respuestas concretas. Quizás a sus casas, a municipios cercanos, y puede, aunque es apresurado decirlo, a disidencias o al ELN.
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“Acá la gente está unida un poquito…con el tiempo muchos compañeros se han ido yendo a sus casas”. Manuel, un excombatiente que permaneció 15 años en la guerrilla, nos dice estas palabras mientras sale caminando con otros compañeros del ETCR hacia el Cañón de la Llorona, donde tienen cultivos de fríjol. Este cañón, hace 10 años, era un lugar de enfrentamientos constantes entre el Ejército y la guerrilla. Las Farc hacían pescas milagrosas, reclutaban menores y desplazaban a las comunidades. El Ejército tomó el control parcial de esa vía en 2012. Hoy, estas montañas, a 230 kilómetros de Medellín, hacen parte de una zona de importancia ecológica para la gobernación de Antioquia.
En este espacio, relativamente seguro, Manuel puede cultivar. ¿Por qué no ir a Turbo, de donde es su familia? Le pregunto. “Primero, porque los compañeros no podemos desintegrarnos, o sino perdemos lo que hemos avanzado. Y segundo pues porque en Turbo todavía hay paramilitares, está el Clan del Golfo, eso no es seguro para nosotros”. No tengo como controvertir su respuesta. El partido Farc, basado en información de la Fiscalía, reveló en noviembre de este año que después de la firma del Acuerdo de Paz han sido asesinados 84 excombatientes, la mayoría en Antioquia, Nariño, Norte de Santander y Cauca.
¿Y traer a la familia? Pregunto ingenuamente. “Nosotros no tenemos dónde vivir, no tenemos nuestra tierrita, hasta que el gobierno no cumpla con el punto de tierras no podemos pensar en eso. Eventualmente, de pronto sí, eventualmente. Además es que desde que yo ingresé a las Farc estuve ocho años perdido de mi familia y por eso no sería tan fácil que se vinieran para acá. Yo a veces los visito en Medellín”, responde Manuel inspeccionando los cultivos de fríjol. “Yo tuve una niña con una compañera que mataron en combate”, dice de repente, pensando en la pregunta sobre la familia. Estar con su hija, en un terreno propio, quizás con cultivos de “cachama, tilapia roja, y fríjol y cacao”, bastaría para llevar una vida tranquila y que no lo separe de su otra familia: “el movimiento de la Farc”.
De su niñez Manuel recuerda pocas cosas. Creció “en una finca por los lados de Turbo”, despojada por grupos armados aliados con las empresas bananeras en los setentas. “Al menos tener la tierrita”, sueña desde entonces. “Uno toma decisiones muy rápidas. Después de que nos sacaron los paracos me fui a la guerrilla y no le avisé a la familia”.
En este momento Manuel espera que salga por lo menos una de estas dos promesas: la restitución de su terreno, un proceso que él comenzó después de que se firmara el Acuerdo de Paz, o que a través de la Reforma Rural Integral el Estado le dé una parcela, como mínimo, para trabajar. “Queda creer, porque ya entregadas las armas, ya qué, ya esperar que el Estado cumpla”.
—¿Pero usted cree en el Acuerdo?
—Cuando eso comenzó yo dije: eso no se da. Eso ahí no hay nada. Y vea, terminé en la zona veredal de un día para otro, entregando el fusil. Y pues nosotros vivíamos en guerra, teníamos nuestro reglamento, cultivábamos para el diario, cogíamos trocha, trabajábamos ayudándoles a los campesinos construyendo sus caminos, y ahora vea una situación de estas, cargando estas ‘huevonadas’ todos los días.
Manuel señaló una canasta en la que, en ese momento, estaban recogiendo cacao, con picaduras y manchas negras.
“Pero por medio de las armas esto no se iba a dar”, me dijo y continuó su camino. El cambio para Manuel ha sido extraño, en alguna medida porque a él nunca lo cambiaron de frente. Siempre, como él dice, estuvo caminando con los mismos “100 hombres de arriba pa abajo, por toda la región de Urabá”. En los últimos años fue comandante de escuadra, tenía que dar órdenes en los combates, autorizaciones, hacer reuniones permanentes. Admitió, incluso, que tuvo secuestrados bajo su poder, y que eso “fue un error”. De ese pasado queda muy poco: ahora no hay una autoridad visible, ni siquiera Isaías Trujillo, quien no puede controlar si los excombatientes se quieren ir del ETCR.
A Manuel lo acompañan excombatientes de Bolívar, quienes prefirieron refugiarse en el ETCR de Dabeiba por la arremetida de grupos paramilitares en el municipio de Cantagallo. Tres de ellos están terminando el bachillerato en el espacio de reincorporación. “Yo he pensado en ser profesional pero eso en Colombia no sirve para nada. Tengo familiares que tienen el bachillerato y usted los ve ahí sembrando maíz, plátano y yuca porque no encuentran empleo. Eso lo pone a pensar: uno pa’ qué estudia, por lo menos hay que saber sumar, restar, multiplicar, dividir y firmar, eso sí”, me cuenta Manuel cuando le preguntó por su jornada laboral en solitario, sin los demás compañeros a su alrededor.
Después de la recolección de cacao, yuca y fríjol, Manuel va al otro lado del cañón, donde están construyendo un tanque de piscicultura. En los próximos meses, asegura, toca insistir con estos proyectos: “La idea es trabajar para que vean que estamos comprometidos con la paz y ojalá nos solucionen el tema de la vivienda”.
Es mejor eso que la guerra, se supondría y así se lo digo. “En la guerrilla no todo era combate, teníamos muchos días relajados. Claro que en los combates había muertes, heridos, esa era la vida. Hoy toca preocuparse porque alcance la plata, porque se acaba muy rápido, porque el gobierno nos afilie a la EPS. Cuando salgo de acá (del ETCR) me preocupa es la gente, han matado muchos compañeros y por fuera del movimiento uno no sabe quién es quién. Uno vive acá con más como paranoia”, me responde.
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En su libro Del ideal y el goce: lógicas de la subjetividad en la vía guerrillera y avatares en el paso a la vida civil, María Clemencia Castro habla sobre algunos dilemas de la reincorporación a la sociedad. Cuando el combatiente está en la guerrilla, se crea “una armonía de voces” insurgentes. Un guerrillero puede pensar: “Como si me hubieran prestado unos anteojos, a partir de allí todo lo vi con ellos”. El comandante regula la vida de los insurgentes; sus costumbres, la cotidianidad. “La guerrilla es una posibilidad para el sujeto de entregar la vida y ofrendar hasta la muerte, y se paga por eso; he ahí el precio de ser guerrillero como un intento de hacerse al ser”.
El poder del guerrillero, su vida, queda en manos de una autoridad que puede estar representada en el comandante, o quizás una figura más abstracta, como el secretariado. La violencia del guerrillero, dice Castro, se transfiere “a una unidad mayor que se mantiene cohesionada por la ligazón de sentimientos entre sus miembros. Son ésas las condiciones para el despliegue de los excesos, porque la guerra misma es exceso”. Pasar de una realidad en la que el umbral entre lo lícito y lo ilícito es apenas perceptible, donde las acciones son impulsivas, riesgosas, a otra donde hay unas reglas de juego, un sistema precario de salud o de trabajo, causa inevitablemente un sentimiento de incertidumbre.
Simplemente el acto de dejar el arma para un guerrillero significa apartarse de una extensión de sí mismo. “El arma prolonga el cuerpo, su fortaleza, su poder”, explica Castro. Ese cuerpo vestido de camuflado, con botas y un arma colgada en el hombro magnifica al guerrillero y lo funde con un movimiento que lo alienta. Como decía Manuel: él estaba todo el día con los mismos 100 hombres del frente, “de arriba pa abajo”. La responsabilidad de un secuestro no le correspondía a él, sino en general al movimiento. Reincorporarse en soledad a la vida civil, por esa misma razón, no es fácil. Se trata de asumir responsabilidades individuales y una vida en la que se depende de sí mismo.
En otros trabajos, Rafael Andrés Patiño y Carlos Darío Patiño, ambos académicos, hacen énfasis en unos cambios radicales, pero a veces imperceptibles, de la reincorporación a la sociedad civil. Los jóvenes insurgentes pasan de ocultar su aspecto físico a registrarlo para las instituciones estatales. Sacar una cédula de ciudadanía, ese simple paso, obliga al guerrillero a que se asuma como ciudadano, con todas las aceptaciones que eso implica. Lo primero es dejar el alias y asumir el nombre que tenía antes de ingresar a la vida armada, dejando toda esa biografía de la guerra en otra persona, en ese alias, y con la presión de responder a una pregunta concreta: ¿Quién soy? Los investigadores lo dicen: “Las demandas de interacción en el grupo armado son diferentes de las de la vida civil”.
Después del proceso de Justicia y Paz con los paramilitares quedó claro que un programa de reincorporación debe ir más allá de lo económico. De acuerdo con el Centro Nacional de Memoria Histórica, el nivel de reinsidencia de los paramilitares estuvo entre el 20 y 30%, sin contar con que se acreditaron más de 30.000 combatientes cuando el Alto Comisionado de Paz señalaba que no superaban los 16.000 efectivos. En 2004, en el programa de reincorporación, el gobierno creó 554 hogares en donde ofrecía atención asistencialista, sin proyectos sólidos a futuro. Le entregaban a cada combatiente 160 mil pesos o 660 mil pesos para las familias, dinero que, sin otro tipo de orientación, no fue suficiente.
El proceso de reincorporación con las Farc avanza a paso lento. Si bien existe un Consejo Nacional de Reincorporación (CNR), en el que participan representantes del partido Farc y del gobierno, sacar adelante los proyectos productivos para los excombatientes ha sido una tarea compleja. Hasta noviembre de este año, el CNR había aprobado 17 proyectos productivos gestionados por excombatientes. Sin embargo, solo a dos les habían desembolsado los recursos. El único que avanza a buen ritmo es el de la granja integral de 70 exguerrilleros en Caquetá, en el ETCR de Miravalle.
En Dabeiba encontramos otra historia, una que va más allá de esa sensación de lentitud y estancamiento en la implementación de los Acuerdos, y que, a su vez, desafía un poco esa teoría de la incertidumbre personal de regresar a la vida civil. La historia de Sandra y Norvey.
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En 1989, Sandra, de tan solo 13 años, se unió a las filas del frente 34 de las Farc en Belén de Bajirá. “Entré porque me gustaba ver a las mujeres con uniforme, me parecían divinas. Yo decía: quiero ser igual a ellas. Y también ingresé porque la situación en la región por el auge de los paramilitares era muy complicada. Yo era de las juventudes comunistas y en la vida no había más caminos: no había instituciones del Estado, el colegio no era sino hasta la primaria, entonces me fui”. Cuando llevaba tres meses en la selva, su madre fue a buscarla: “Yo quería esconderme, no sabía qué sentía. Ella siempre duró un año tras de mí y el camarada Trujillo me dijo: si se quiere ir, váyase. Pero yo le dije que no, que esta era mi casa. Yo dije, si comencé con esto voy hasta el final”.
Tres años después, en 1992, Norbey, un joven chocoano alto, de 16 años, ingresó a las mismas filas del frente 34 de las Farc. Un día, en vacaciones, unos guerrilleros hicieron una comisión en su pueblo: “A mí me daba mucho miedo, yo no quería meterme en eso, pero ahí en la calle me hice amigo de un guerrillero. Cuando él se iba a ir con sus compañeros me dijo que si me quería ir con ellos, que los paras y el Ejército me podían matar por ser colaborador de la guerrilla. A mí me dio como cosita y me llevaron ahí mismo”.
Sandra y Norbey se conocieron en la guerra, se hicieron novios y se separaron varias veces. Sandra era enfermera, estaba siempre en la línea de fuego: “En caso de que hubiera un compañero herido yo tenía que estar ahí para atenderlo. A pesar de que uno está ahí, uno no tiene la mentalidad de que se va a morir”.
En el año 2000, en la toma de una base militar, Sandra fue herida y estuvo recluida en Pereira, Armenia, Valledupar y Bogotá. “Yo desde que llegué a la cárcel dije: ‘esta es una tarea más, una misión más de la organización’. Yo me dediqué a estudiar, a terminar la primera, el bachillerato y estudié siete semestres de psicología. Yo sí lo tenía muy claro: la lucha no se acaba porque se cae en la cárcel”.
En los noventa, Norbey estuvo en una de las 25 unidades del frente 34 que controlaban municipios como Riosucio y Belén de Bajirá,. “A veces me encontraba a mi papá. Una vez me dijo ‘¿Pero usted por qué se va? Y yo le dije: a luchar por el pueblo, cuando ni siquiera sabía qué era eso. En combate me tocó ver caer a muchos pelados y uno pensaba: pues si me toca morirme, me toca, esa es la mentalidad del guerrillero. Pero uno en combate sabe que el que más sufre con la guerra es el pueblo, por eso la vía menos dolorosa es la del diálogo”. Norbey también estuvo en la cárcel: una vez en 1997 y otra en 2007. “Cuando estaba encerrado yo confiaba en la paz, porque en la plataforma de gobierno de las Farc siempre nos lo dijeron: uno de los puntos más importantes es la solución política al conflicto”.
La pareja de excombatientes permaneció 21 años sin verse. Con el Acuerdo de Paz se volvieron a encontrar en la misma región donde se vieron la primera vez: el Urabá antioqueño. En el ETCR les dieron un pequeño terreno para construir un criadero de pollos, del cual se sostienen. Sandra tiene tres hijos, quienes permanecen con Norbey mientras ella trabaja como escolta de Rocío, la esposa de Isaías Trujillo. “Yo pude estudiar algo de piscología y por eso creo que en este proceso. Necesitamos más psicólogos, muchas parejas acá quieren tener hijos, pero ellos, por lo que vivieron en la guerra, no tienen la capacidad emocional para tratarlos bien”, me dice Sandra mientras inspecciona los galpones de gallinas.
Cuando le pregunté a Norbey por las personas que se han marchado del ETCR dice, con convencimiento, que seguramente volverán. “Son más las personas que están comprometidas a trabajar en colectivo que las que se van. Irse es hacerle el juego al gobierno; si no estamos unidos no hay forma de presionarlo y acá la gente está bregando a sacar su cosechita de fríjol, de lulo, de cacao, hay gente que está estudiando y que está haciendo lo posible para salir adelante. Es que mire, yo en la cárcel compartí con paramilitares y nos volvimos amigos. Ahí me di cuenta que la guerra es una cuestión de arriba en la que nos hacen matar a los campesinos”.
La paz, en esta historia, abrió una puerta que el conflicto mantuvo cerrada por años: un reencuentro amoroso de dos excombatientes encarcelados, por más romántico que suene. “En tres meses quisiera casarme con ella”, dice Norbey. Y esta vez es una aspiración posible: “Primero me tocaría tener una casita, un espacio más privado, con mis animalitos, con una vaquita”. Con estas necesidades básicas, Norbey puede imaginarse otras escenas de su vida en el futuro: “Quién quita que pueda ser concejal de un pueblo. Empiezo como fiscal de la escuela de niños y luego podría lanzarme a la presidencia de una Junta de Acción Comunal (JAC). Tengo una hija en Medellín de nueve años, con ella también me gustaría estar”.
Sandra, cuando habla de su futuro, habla del futuro del partido. “Uno quiere tanto a esta montonera que no puede irse, sino que siempre pensamos en salir adelante todos. Cada quien puede buscar su camino individual, y está bien, pero nosotros vamos a reclamar lo que está firmado en los acuerdos. Mi familia vive por los lados de Bajirá y yo voy, o mi mamá viene. Ya me puede visitar… Pero si queremos luchar por la tierra tenemos que quedarnos con el partido. Nosotros entregamos las armas y el gobierno no ha cumplido con muchas cosas, ni siquiera hicieron un jardín infantil”.
Estar en la guerrilla, me dice Sandra mirándome fijamente, significa moverse ahora entre dos realidades: “Hay gente que duró 18 años sin ver a la familia y hoy tienen la posibilidad de reencontrarse, de compartir dos o tres meses y luego volver a la vida de la organización (Farc) porque la quieren mucho. Es que hay recuerdos muy bonitos, hay partes de Colombia que el Estado no conoce y donde nosotros éramos autoridad y hacíamos trabajo social, les ayudábamos a las comunidades indígenas en temas de salud. Compartimos mucho y por eso permanecemos muy unidos”.
—Es emocionante la reincorporación para ustedes, parece que les abre un montón de posibilidades, les digo.
—Sí nos emociona, pero hay cosas que nos cuestan mucho, dice Sandra. Si uno tiene una coma mal puesta en un documento, se la critican. En la ilegalidad es otro mundo; tú puedes hacer algo por afuera de las normas y no te van a juzgar. Si cometes un error por la misma guerra, al ser ilegales, pues no va a ser tan grave. Pero aquí es más difícil usar una coma que disparar un fusil.