En otro momento cualquiera hubiera creído que encerrarse en la casa y estar con la gente que uno quiere, o con el mamífero que tiene como mascota, o con uno mismo, era lo mejor que nos podía pasar.
Marzo 18
8:00 a.m.
Apenas dos días, apenas 93 casos (confirmados) en Colombia y ya el país empieza a mostrar síntomas de algo colectivo. Y cuando digo el país me refiero principalmente a mí mismo, que me hallo hablándole al espejo. Me veo ahí y no veo mi reflejo sino el de un muppet en condición de vulnerabilidad.
Tres patologías iniciales frente al espejo:
Uno. Desde que me puse en modo teletrabajo, teletransporte y televida me dejé crecer la barba y ya no me peino ni siquiera con los dedos. Se me olvida bañarme. Parece casi un acto de solidaridad con un bicho que probablemente nunca se meterá en mi organismo, entonces a cambio le ofrendo mi apariencia, libero mis poros y fabrico una anécdota pendeja para soltar en tiempos mejores.
Dos. Vivo pegado a las noticias donde quiera que haya una pantalla, conexión a internet o frecuencia modulada. Soy periodista y es un acto reflejo, pero cuando me aburro de las noticias me voy a los memes; cuando me aburro de los memes, me voy a las teorías de la conspiración; cuando me aburro de eso me voy a pensar en todo lo anterior mientras juego FIFA 20. Un psiquiatra en Caracol dijo anoche que no es sano consumir información sobre el Covid-19 todo el día, que, en cambio, lo mejor es armar rompecabezas, aprender carpintería, leer libros, y cuando no se pueda, estar unidos y esperanzados a través de la telepatía y confiar en que de esta salimos. Yo honestamente prefiero morir intoxicado de información, pavimentando la desilusión de que esta vez tampoco es el fin del mundo, de que de esta no pudimos salir.
Tres. Olor corporal.
Patología sorpresa: sobrepeso.
9:30 a.m.
Esta mañana me asomé a la ventana a ver qué pasa allá afuera además de clientes del D1 con paquetes de papel higiénico Rendy bajo las axilas. Me llamó la atención que vi pasar la ruta de un colegio de esos que uniforman a los niños de corbata y blazer, pero a su encuentro no salieron ellos sino sus padres. Le entregan la maleta marcada de su chino al conductor, quien a su vez hace el recorrido habitual y les lleva ese equipaje a los profesores, ellos anotan las tareas en los cuadernos y el chofer viaja de regreso para hacer la misma ruta y devolver los morrales. Ese protocolo para que los profesores justifiquen su sueldo hace ver el correo electrónico como un privilegio de astronautas, pero al margen de eso, y hablando de espejos, imagino lo que ve en el suyo el señor conductor: un bus de 40 puestos sin niños, sin recochita, sin olor a banano. No hay nada, solo sus 40 morrales en representación.
12:00 p.m.
Hablemos de síntomas reales, que no son tos con flema y fiebre por encima de 39. Suena a aforismo de Twitter, pero el coronavirus está desnudando a un país enfermo, enfermo mental. Y ahora sí me refiero al país, a ustedes.
En otro momento cualquiera hubiera creído que encerrarse en la casa y estar con la gente que uno quiere, o con el mamífero que se tiene como mascota, o con uno mismo, era lo mejor que nos podía pasar. Y para mí lo es, a lo bien, porque tengo un hijo de 10 meses y aunque ya no me reconoce (por la apariencia de muppet) justo esta semana aprendió a gatear y pude estar ahí para verlo. No me cambio por nadie, pero es que estas cuarentenas yo las hago voluntariamente a la menor oportunidad. Pero lo que uno lee en redes sociales es que, con apenas dos días de encierro, un montón de gente ya empieza a tener ataques de ansiedad, de soledad, de desespero, de glotonería, de abstinencia por el desparche. Cómo estarán los que viven de la informalidad, los que viven de la gente que sale a la calle, quién les preguntará cómo se sienten y cómo responderán…
Yo trabajo todo el día y tal vez por eso no me pasa, pero tampoco seré el doctor que les recomienda actividades para escapar de ustedes mismos, al contrario: recomiendo en lo posible mirar espejo en completa quietud y no hacer nada más. Porque si uno no se siente tranquilo, protegido o seguro en su propia casa, acompañado a la larga por nadie más que por uno mismo, la cuarentena le debe servir para responder a preguntas que en condiciones normales uno nunca se haría ¿quién soy?, ¿qué estoy haciendo en el plano terrenal? ¿para qué todo esto que soy yo? ¿de dónde sale tanto polvo? ¿por qué no tengo plastilina o juegos de mesa?
2:00 p.m.
Agarro un libro. Lo primero que hice cuando supe que el virus iba a aterrizar en El Dorado en un avión de Avianca fue lavarme las manos y ponerme a repasar Heidegger. Sin mandarlos a que lean El ser y el tiempo, porque se nos puede ir la cuarentena entera tratando de entenderlo (hay gente a la que le tomó décadas), solo traeré conclusiones personales y mucho menos sofisticadas de este servidor, otro Borges que no se ganará el Nobel de literatura: nuestros miedos son más que anticipaciones al único y verdadero miedo. Y entonces le tenemos miedo a lo único que realmente nunca podremos entender, vivir, experimentar: “la angustia solo existe en la nada”. Mejor dicho, un miedo a la revelación más paila pero más honesta de todas: la conciencia de que uno se está muriendo.
3:30 p.m.
Vuelve a mí esa sensación —en este día dos, pero que sospechaba de antes— de que el pánico que nos acosa en estas cuatro paredes, además del sufrimiento físico o de que sufra y desaparezca gente que queremos, que caigamos en la quiebra, que nos descubramos a nosotros mismos, tiene que ver más con el miedo a que una gripa nos mande al otro barrio sin haber hecho gran cosa. Es una vaina muy hijueputa, o como dicen los académicos: “es un escenario distópico”.
Recomendación para el día tres: no mirarse al espejo.
A Andrés lo pueden leer por acá.