OPINIÓN | Me sostengo en la idea de que no podemos dejar que nos acorralen los que quieren conquistar el sentido común del mundo con miedo y con desgano –y al final con parálisis y muerte.
un día a la vez
y el infinito en un día
-n.hardem-
Ay, el madrugar: ese reventarse contra un muro de concreto a soposcientos kilómetros por hora. Esa muerte neuronal y repentina que sufrimos cada vez que salimos de nuevo a la vida todas las mañanas.
(Moriré pensando que a este mundo le sigue haciendo falta meterle una hora más que ocupe un lugar entre las siete y ocho de la mañana. Así como le falta a la semana un día entre domingo y lunes. Un tiempo imaginado, improductivo; un tiempo de excesos y deseos, por ahora improbable).
Nada se puede hacer, sin embargo, contra esta condena: uno se levanta y comienza la jornada. La jornada repetida; jornada manifiesta.
(Jornada: esa comprensión judeo-cristiana del tiempo que se suele llenar con horas de trabajo).
La mía comienza en esa hora difícil en medio de la confusión. ¿Quién soy? ¿Qué hago aquí y qué significa lo real?, se pregunta uno cuando sale de ese sueño vívido que parecía tan cierto.
Abandono prontamente la cama, la casa y la somnolencia. (Otro día habrá oportunidad para describir cómo es que se logra –si es que se llega a lograr acaso– hacer el tránsito entre la modorra y la vigilia).
Agarro la buseta que desciende como una garrapata por las montañas y atraviesa la nata oscura de niebla y mugre hasta llegar a la ciudad aladrillada.
Tomo el segundo bus del día y no ha pasado todavía media hora.
Esta ciudad es magnífica: ruidosa y solapada. El cielo ahora se abre y me da de lleno por la ventana izquierda del bus. Unos rayos violentísimos me obligan a refugiarme debajo del primer pedazo de tela que encuentro a la mano.
Todos aquí dentro van para algún lado; todos siguen en este bus el sentido que la máquina les traza. ¿Qué libertad tiene aquel que va en la silla de adelante escuchando seguramente su emisora preferida? ¿Qué le dicen a sus oídos esos señores sentados en una cabina a tantos metros o kilómetros de distancia?
Y ya no hablamos de conciencia, sino de la posibilidad de torcer un rumbo. ¿Tiene sentido pensar que se puede torcer el rumbo del destino? Nunca he sabido cuál es el destino de este bus, su paradero final. Sólo sé que el bus me deja en la calle que me tiene que dejar y así lo hago: me levanto, camino hasta el fondo, toco el timbre y espero paciente la parada.
Las puertas traseras del bus me escupen y salgo nuevamente al mundo.
Todavía quedan unos minutos de caminata. Veo a un par de monjas reírse mientras cruzan la calle. Hoy va a ser un día bueno, pienso. En mi escapulario de supersticiones, las monjas son de buena suerte. Ver una monja se me antoja extra-ordinario. ¿Cómo pueden existir monjas todavía hoy? ¿Cómo viven esas monjas? ¿Cómo se hicieron monjas esas monjas?
Dudas. Sólo dudas y alegría y veo caminar las monjas mientras joden, mientras ríen.
Bajo por las calles empinadas rumbo a la oficina hasta que veo el letrero que me avisa que es momento de hacer mi habitual parada técnica. Entro a la frutería y escojo las mejores granadillas. Desde hace un buen tiempo, me queda difícil atravesar el día sin zamparme al menos un par de granadillas. No soporto –y no soporta mi sistema digestivo– el hecho de pasar un día sin el remezón intestinal que, afortunadamente, producen esas pepas y esa baba.
La vida no puede ser bella con estreñimiento. El gnosticismo –aquella postura filosófica que asegura entre otras cosas que es mejor no haber nacido– se ancla a partir, estoy seguro, de una mala digestión.
Me como sin cuchara la primera granadilla del día mientras a lo lejos veo el semáforo que nunca deja de tentarme. A esta altura, desde donde estoy parado, si decido meter un carrerón, sé que podría cruzar la calle antes de que cambie a rojo. Pero no corro. Sigo caminando hasta llegar al cruce y el semáforo me dice que tengo ahora que esperar. Espero.
Pienso que los semáforos son un buen dispositivo para rebajarnos el afán a los ciudadanos acelerados del mundo. Una buena herramienta para meditar, un dispositivo que produce la contemplación obligatoria. Miro, tomo aire. Observo los buses chatarrudos que pasan a toda velocidad. Respiro el humo negro que despiden sus caños. ¡Ah, qué bello es contemplar, respirar el aire puro de las grandes ciudades!
Se prende la luz verde y cruzo cívicamente la calle.
Atrás van quedando los cerros, el cielo gris, el sol, la madrugada.
Ya cuando he cruzado las más grandes avenidas con sus semáforos, sus buses y sus paredes rojas de vagones desdoblados, llego por fin al parque que queda en frente del trabajo. Un parque de barrio, atravesado por una calle de doble vía que casi ningún carro transita –salvo las esporádicas motocicletas policiales que salen cada tanto a dar su ronda por el parque y por el barrio, desocupados.
En esta ciudad hay pocos parques (o pocas zonas verdes a pesar de sus montañas). Según entiendo, obedece a la política de quien está a cargo de la ciudad: quiere cortar todos los árboles posibles para darle paso al caucho y al cemento. Un adelantado en la gesta del hacha –o de la motosierra–, que le abre paso a la civilización del concreto. Fuera del camino, eucaliptos de mierda.
Pero en el parque todavía hay eucaliptos y sobre todo árboles nativos. Hay una placa gigantesca que reproduce cuadro a cuadro un famoso mural de un pintor malagueño sobre un pueblo vasco. Hay un inmenso nogal que cubre casi por completo el parque. Y una escultura indefinida que reza por los muertos de una guerra extranjera y que cada tanto alguien se encarga de rayar y que cada tanto alguien se encarga de cubrir nuevamente con pintura roja.
Este parque sin grafitis lo disfrutan los ancianos: siempre que llego caminando desde el Oriente, veo a tres o cuatro viejos en sudadera hacer ejercicio con determinación. Los viejos tienen todos caras de coreanos –no sé si sean del norte o del sur, no estoy seguro de que sean coreanos ni que mi idea sobre lo que sea un coreano se ajuste a los rasgos físicos que mi nervio óptico percibe. Mientras los coreanos estiran el psoas, o trotan sobre sus mismos pies sin moverse de lugar, un niño de unos cinco años juega todas las mañanas con un carro de juguete.
El niño está sólo.
Levanta la mirada, me mira, le devuelvo la mirada.
Levanta la mirada, me mira, le devuelvo la mirada. Tiene los ojos ahuevados, cristalinos. Son unos ojos profundos que se tragan toda la luz y de los que se escapan solamente la pereza. Pudieron haber sido en mejor época unos ojos bellos, amielados y de aureola verde. Pero la pupila, ahora, se deglute entero su color. Son unos ojos sin salida. Abandonados. Tercos. Solitarios.
Nadie dice nada. Los coreanos siguen trotando alrededor del parque y alrededor nuestro. Unas hojas secas caen y se instalan en la mierda de algún perro que algún dueño no quiso recoger. ¿Por qué habremos de cuidar la mierda de los otros?
Me despego de la mirada del niño. Sigo mi camino hacia la oficina a media cuadra. Cruzo la avenida cuidando que los buses del sistema de transporte público no hagan tortilla de calvo sobre la calle.
Llego a la oficina. Timbro, me abren. Sigo por el portal, me limpio los tenis untados de tierra y pasto y mierda. Saludo al joven de la recepción que pocas veces me devuelve el saludo y que me hace no querer saludarlo y a veces lo consigue –consigue que yo pierda el interés o la voluntad en comenzar el día saludando a la gente con la que me cruzo– pero este día no, este día me sostengo en la idea de que el saludo es también un acto político y no sólo ético.
Me sostengo en la idea de que no podemos dejar que nos acorralen los que quieren conquistar el sentido común del mundo con miedo y con desgano –y al final con parálisis y muerte.
Y así, una vez más, inicia la jornada.
*
Coda: Anoche me volví a encontrar al niño. Mientras dormía, volví a pasar por el parque en el que lo vi la primera vez. El niño estaba jugando en la arenera rodeada de caucho. Jugaba con una volqueta amarilla: la cogía con ambas manos y la arrastraba contra el piso y hacia adelante con mucha valentía, casi con esperanza.
Me acerqué al niño que solo se dio cuenta de mi presencia cuando estaba a menos de un metro de distancia. Me agaché y me quede viéndolo mientras movía de atrás hacia adelante su volqueta. La mirada ahora la tenía clavada en la arena. Nadie habló. Sentía que estaba a punto de llorar. Las manos, apretadas y cansadas, agarraban con fuerza cada borde del juguete. Parecía que se hacía daño. En efecto: el niño empezó a moquiar.
—¿Estás bien? —le pregunté.
Silencio.
—¿Estás solo? ¿Viniste solo a la arenera?
Silencio
—¿Dónde están tus papás?
Silencio. Mocos.
—¿Qué te pasa?
Silencio. Más mocos.
Y cuando iba levantarme para irme ya, el niño abrió la boca y dijo con vergüenza:
—Tengo miedo. Tengo mucho miedo.
Me dieron unas ganas inmensas de abrazarlo con toda el alma, con todos los huesos: romperme en ternura con el niño desconsolado.
Pero justo cuando me iba a acercar a él para consolarlo, entró corriendo a velocidad de toro un jugador de fútbol americano (no pude saber de quién se trataba pues llevaba el casco puesto) y pateó con la precisión filosófica de su pie izquierdo la cabeza del niño que salió volando hacia lo desconocido. Dando vueltas y soltando mocos en espiral.
Me desperté sudando. Ya era hora de levantarse para ir a trabajar.
***
Santiago aparece por acá.
Y el video de la quincena: