No tengo Twitter, ni cables ni antenas para ver noticieros en mi casa. Es decir: sé poco y creo que soy feliz así.
Por Rocío Caro*
Marzo 23
6:00 p.m.
A diferencia de los que ya escribieron en este blog, yo no soy periodista. Hago cine (o eso he intentado, porque ese cuento es más apocalíptico que el propio COVID-19). Y hago esta claridad porque lo que escribo no tiene que ver con información ni con datos. De hecho, no tengo Twitter, ni cables ni antenas para ver noticieros en mi casa. Es decir: sé poco y creo que soy feliz así. El coronavirus me ha ido llegando por los laditos.
Cuando empezó vi a alguien de la oficina riéndose de los memes sobre el tema y me pareció una maricada, además pensé: “qué nombre más ridículo y confuso para un virus”. Luego esto empezó a crecer. La gente empezó a morir: los ancianos (yo no estoy tan vieja, aún, así que ¡bah!), los niños (ni soy ni tengo hijos, segundo ¡bah!) y las personas con problemas respiratorios…
Si alguien revisa mi maleta puede darse cuenta que soy el cliché de un nerd indefenso: tengo miopía, cargo una libreta llena de listas de tareas de todos los tamaños porque soy muy distraída y, lo más importante, mi mejor amigo: un inhalador sin tapa porque soy ASMÁTICA.
SOY UNA DE LOS HUMANOS DÉBILES QUE SE PODRÍA CONTAGIAR Y MORIR (esto último no es un problema para mí y espero tener un espacio para elaborarlo más adelante, si el editor de este blog me lo permite) Nota del editor: Veremos.
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7:·34 p.m.
Me siento a recordar cómo era todo hace dos semanas.
El virus llegó a Colombia cuando yo estaba en Cartagena intentando ser parte del FICCI, el festival de cine que cancelaron. Pasé ese viaje relámpago con mi amigo Carlos, su esposa y dos amigos canadienses que estaban de vacaciones. Riendo. Feliz.
En esas, mi mamá me llamó desesperada a decirme que me pusiera un tapabocas porque en Cartagena habían autorizado el desembarque de un enorme crucero que zarpó en España, uno de los países más afectados por el COVID-19. Antes de colgar me advirtió que, cuando volviera a Bogotá, ni se me ocurriera ir a su casa sin antes lavarme las manos en su patio trasero y sin dejar la ropa desinfectándose también ahí. Mis hermanos mayores me hicieron el favor de recordarme que yo, con tantos problemas para respirar, fijo me iba a infectar: que no tocara nada ni a nadie.
Colgué la llamada, todavía escéptica, pero la esposa de mi amigo, que es médica, me contó con mucha seriedad que según los modelos de contagio por cada persona que se declaraba infectada había al menos 15 casos más. ¿Qué? ¿Si hay 100 personas con el virus detectado, en realidad 1.500 más podrían ser los infectadas sin que sepamos quiénes son? Ya no volví a reír.
Soy muy buena con los pensamientos apocalípticos. Se me dan. Desde ese momento, empecé a verlos a todos con desconfianza.
Los canadienses, ¡me van a pringar los malditos canadienses!
De regreso a Bogotá, me puse un tapabocas normalito que compré por ahí, no toqué nada en el aeropuerto, no me toqué la cara, usé antibacterial y entre los 1.000 kilómetros que me separaban de mi mamá no hablé con nadie.
Entré a su casa e hice caso a todo lo que me dijeron y sumé otras medidas, como no tocar a mi perra para no contagiarla (¿?) Empelota y descalza, ahogada, subí al saludar a mi mamá al borde de una crisis de asma. Me picaba la nariz, me picaban las manos. No aguanté más y me metí a la ducha para, debajo el chorro, solo seguir pensando en eso: ¿será que tengo el coronavirus? ¿Si será cierto lo que dice el calvo, (Santiago de Narváez, en la primera entrada de este blog, pase y léalo) sobre las personas que pueden perder el 30% de su capacidad pulmonar aún si se recuperan del bicho? Y yo que soy asmática desde hace años, con suerte mis pulmones deben estar como un a 90% ¿Mi capacidad pulmonar quedará en un desesperanzador 60%? Es decir, ¿tendré los pulmones de una persona con EPOC a mis 33 años? Salí de la ducha todavía más ahogada. No sabía si ponerme el inhalador o salir a correr para poner a prueba ese 90%.
Pensamientos inmediatos:
-¿Qué carajos tenía que hacer yo en Cartagena?
-¿Por qué carajos tuve que conocer a esos canadienses?
-¿Por qué carajos dejaron desembarcar ese crucero en mis narices?
-Voy a morir.
Me puse unas medias gruesas como medida de abrigo para ese frío final que debe ser la muerte.
El calorsito de la lana en las piernas trajo una nueva picazón, y motas volando, una nueva incomodidad. Agh, ¿y no será mejor morir?. ¿No está la vida está sobrevalorada?. Todos a la espera de un final feliz (concepto discutible), justo (concepto discutible), después de alcanzar el éxito (concepto discutible). Si a la larga la vida está llena de microfinales tan aleatorios que es mejor ni saber lo que a uno le toca. Preservamos nuestras vidas porque creemos que nuestra misión aún no ha terminado, cuánta vanidad. El único final que no es micro sino macro, el verdadero, que no es triste ni feliz, es morir.
Mi hermano, que siempre me observa con una calma casi compasiva en mis angustias, me ve embolatada con la vida y con las medias y me dice: ¿sabe qué es peor que la pandemia? Que entremos en cuarentena sin nada qué hacer. ¿Compramos un Nintendo?
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8:14 p.m.
Jugamos Circus y Arabian en el Nintendo.
Ah sí. Los pensamientos apocalípticos terminaron después de seis horas y nueve llamadas al 123 (donde nunca contestaron), una llamada adicional a médicos amigos y una final a mi neumólogo de confianza: tenía una alergia provocada por la fibra del tapabocas.
*Rocío es la productora general de Pacfista! No tiene twitter.