Trasladar el salón de clases a un computador (y sentarme a hablar con el pantalón de la pijama puesto) de la importancia de que un periodista gaste la suela de sus zapatos para contar las mejores historias está difícil.
Marzo 22:
7:10 p.m.
Lavo la loza con el volumen del televisor bien alto para escuchar las noticias, porque este encierro obligatorio me ha vuelto obsesiva y ahora veo al menos tres noticieros nacionales al día. Ni cuando ejercía el periodismo bajo presión, en un diario de circulación nacional, veía tantas noticias en televisión. Los noticieros de la noche repiten el 70% u 80% de la información que emitieron al mediodía. Pero yo insisto.
Promesa de la semana que comienza: le bajaré a la intoxicación diaria de información, no revisaré el celular apenas me despierte, solo veré un noticiero, no dejaré 17 pestañas abiertas en mi computador con artículos relacionados con la pandemia mundial producida por el coronavirus.
Lavo la loza del día con esmero, el sonido del televisor se mezcla con el del agua y yo me distraigo mientras repito en mi mente el recorrido que haré este martes para ir a la fotocopiadora de la universidad, que solo reabrirá ese día, a rescatar decenas de lecturas que están en físico y debo digitalizar para seguir siendo profesora, pero en un salón virtual. Estoy en esas cuando la voz del presidente Iván Duque me interrumpe y me frena en seco. Tuvo una reunión “muy fructífera” con la alcaldesa Claudia López, en la que decidió empatar la cuarentena local con la cuarentena nacional, para que el martes no haya tantos desobedientes que se sientan tentados a llenar las calles y a expandir el virus.
Está muy bien la decisión, este pueblo irracional no merece algo distinto porque parece que no podemos cuidarnos solitos ni ser responsables sin medidas represivas, pero yo quedo jodida. ¿Cómo voy a explicarle, a la autoridad que me detenga ese día, que escanear todas las lecturas para mis estudiantes es una actividad vital para el desarrollo de mis funciones laborales y que por eso no merezco la multa de 1 millón de pesos querrá ponerme?
Marzo 23:
9:30 a.m.
Decido que haré una de esas sesiones de entrenamiento virtual que todos los gimnasios están ofreciendo ahora, vía transmisiones en vivo por Facebook o por Instagram. Yo suelo hacer ejercicio cuando la vida es normal, le jalo a la bicicleta, juego fútbol dizque de arquera y voy a la piscina a ser feliz cada vez que puedo, pero todos estos días aquí metida en la casa a la fuerza he estado muy quieta y quiero sacudirme un poco, a ver si además se me levanta el ánimo. Si no tienen pesas en casa no se preocupen, dice el entrenador muy fitness, pueden coger una garrafa de agua, una botella de gaseosa que esté bien llena. Claro que no tengo pesas en la casa. También se necesita una silla que resista. La cosa empieza bien pero a los 20 minutos se cae la transmisión por exceso de personas conectadas o de comentarios de gente que no entiendo cómo escribe mientras hace ejercicio. El caso es que se cae. El entrenador pide excusas y reanuda la sesión. A los 8 minutos se vuelve a caer. Me rindo.
10:10 a.m.
Todavía un poquito sudada pero con energía y una taza de café bien negro, abro uno de los archivos que creé dizque para repensar mi labor como profesora de periodismo, en tiempos de coronavirus.
Una amiga y colega me escribió un poco con rabia y un poco con cariño para advertirme que es posible que después de que pase todo este berenjenal, las universidades decidan virtualizar la mayoría de programas. Las dos estamos de acuerdo en que las posibilidades creativas de este momento son inmensas, bacano ver el vaso medio lleno y no medio vacío, pero no me cabe duda de que este será un filtro más, otro sálvese quien pueda, otra ley de selección natural, del más fuerte. Según mi amiga, esta coyuntura les dará a los directivos de la universidad la información que les hacía falta para acabar con un montón de asignaturas presenciales y deshacerse de los profesores que no sirvan, no ya para un futuro hipotético de serie de Netflix, sino para un presente bien jodido.
Temo que lo que enseño, que parte de la base de que mis estudiantes lean toneladas de textos de no ficción y luego hagan mucha reportería e investigación para sentarse después a escribir hasta que les duela la mano, siempre con mi asesoría, sea fácilmente virtualizable cuando ya no exista coronavirus. Si algo disfruto mucho es ver a los pelados, casi siempre desorientados, llegar emocionados al salón de clases porque encontraron un dato, porque creen tener al personaje que será el hilo conductor de su historia; si algo disfruto es ese contacto cercano, que se rían cuando recorro de un lado al otro el salón en el que nos reunimos durante seis horas a la semana, y cuando me brillan los ojos porque leo un párrafo magistral, excelso.
El periodismo, que antes que nada es un oficio, no puede ser virtualizado, necesita toda la calle posible. Por creer que se puede hacer buen periodismo sentados en un escritorio y sin despegarnos de Google es que en buena medida ya no nos creen. Pero hay materias que más temprano que tarde, gracias al coronavirus, dejarán de ser presenciales y de paso les ahorrarán mucha plata a las universidades.
Qué bien. Ahora ya no solo tengo pánico por el pinche COVID-19, por la posibilidad de que mi mamá, que tiene 72 años, o mi papá, que tiene 84, se contagien. O mis suegros, o los papás y mamás de mis amigos. O yo misma. Ahora también tengo pánico por mi futuro laboral, que además este año está bien incierto, pues por primera vez estoy viviendo solo de lo que me dan las clases porque todavía no han reventado varias historias que pienso vender como la periodista freelance que soy hace años. Y ahora, sin poder salir a reportearlas, todo se puso más difícil.
12:38 p.m.
Me da la impresión de que este noticiero es ahora un salón de exhibición de las casas hermosísimas y llenas de lujos de sus presentadores. Si por la falta de plan me pusiera a sacar la estadística, seguro que buena parte de las imágenes con las que rellenan tres horas de transmisión ininterrumpida todos los días son las de los interiores muy bien decorados de los apartamentos de Vanessa, Juan Diego, Catalina, Alejandra, Jorge Alfredo, Camila y Ricardo. Esa librería gigantesca de pared a pared me da envidia, esos cuadros y ese sofá en ele, lo mismo. Todo muy bien puestecito, muy sofisticado, esto está en manos de todos, nos quedamos en casa (y se las mostramos durante un montón de tiempo para que sepan lo bien que vivimos).
2:00 p.m.
Un amigo abogado me envía por WhatsApp la copia del decreto 457 del 22 de marzo del 2020, firmado por todos los miembros del gabinete de un presidente por el que no voté y que no me representa, pero que al menos tomó una decisión sensata en medio de todo este mierdero y nos obligó a guardarnos durante muchos días a todos los que podamos. El penúltimo punto del artículo 33 es el mío. Habla del “desplazamiento estrictamente necesario del personal directivo y docente de las instituciones educativas públicas y privadas para prevenir, mitigar y atender la emergencia sanitaria por causa del coronavirus COVID-19”.
Una luz de esperanza se asoma en el túnel. Varios de mis estudiantes viajaron hace días a sus pueblos o ciudades natales, están en Fusagasugá, Neiva, Valledupar, Duitama, y en esta coyuntura no los puedo poner a comprar libros ni a sacar fotocopias de todo lo que no está en la web, a su alcance. Que es mucho. Así que tendré cómo digitalizar varias de las lecturas que faltan del semestre y podré enviárselas. Suficiente tengo con la ansiedad que me produce repensar varias de las sesiones que tenía planeadas y que funcionaban muy bien de manera presencial pero ahora no serán útiles, como para meterle otro estrés al saco. Siento un fresquito.
5:50 p.m.
No he sido muy juiciosa cumpliendo la promesa de no revisar Twitter cada 15 minutos. En uno de mis deslices descubro que en el decreto 444 del 21 de marzo del 2020, firmado por ese mismo presidente que no me representa, se colaron unas cuantas joyas que hablan muy bien del talante de los líderes de este país maltrecho y condenado a repetir su mala historia, siempre.
El gobierno hará todo lo que esté a su alcance para salvar a los bancos. ¿Salvarlos de qué putas? ¿Por qué salvar al sector financiero que es el más gana año tras año, billones y billones de pesos? No aprendemos. Siempre, en cualquier crisis, los salvados son los bancos. Nunca buscan salvar primero a la educación, la salud o la ciencia. Si lo hubieran hecho la última vez, en lugar de seguir regalándoles plata a los bancos que bastante ganan como para arreglárselas solitos, no estaríamos ahora desesperados tratando de ver cómo hacer menos duro el colapso inminente del sistema sanitario por culpa del coronavirus.
Aquí no hay cama para tanta gente. Un informe del Instituto Nacional de Salud calcula que en Colombia podríamos llegar a tener hasta 4 millones de casos de contagio por el nuevo coronavirus, y expertos de asociaciones médicas aseguran que es probable que entre mayo y junio, cuando tal vez se dé aquí el pico de la pandemia, se requieran unas 43.000 camas de Unidades de Cuidados Intensivos (UCI) solo para pacientes positivos para COVID-19. Colombia tiene un total de 5.349 camas de UCI y la mayoría de ellas hoy están ocupadas por pacientes con otras patologías.
En Bogotá hay cerca de 960 camas de cuidados intensivos, pero las proyecciones indican que podríamos tener más de 9.000 contagiados que las requieran, de un total de 180.000 casos. En la isla de San Andrés ya hay un caso confirmado de contagio, viven unas 100.000 personas y solo hay nueve camas de UCI. Nueve. Vuelvo al desánimo. ¿Salvar a los bancos? ¿En serio?
24 de marzo:
8:00 a.m.
¿Cuándo fue la última vez que me lavé el pelo? ¿Se darán cuenta mis estudiantes de eso?
Hoy reanudan las clases en mi universidad después de una semana de estar suspendidas. Las mías se dictan en bloques de 3 horas. Si ya era suficientemente retador mantenerlos atentos todo ese tiempo en un salón de clases conmigo ahí al lado, ahora que no tendré el control de muchos factores de verdad está jodida la cosa.
Mi miedo es no ser capaz de adaptar las prácticas y metodologías que tanto tardé en domar, y con las que por fin me sentía segura y cómoda, a este nuevo escenario. Me siento rara, inquieta. Esto de pedirles a 21 jóvenes que ahora hagan toda la reportería por teléfono y de trasladar el salón de clases a un computador, y sentarme a hablar con el pantalón de la pijama puesto, para convencerlos de la importancia de que un periodista gaste la suela de sus zapatos para contar las mejores historias está difícil.
Laila es periodista, profesora, viajera profesional y la pueden leer acá