CoronaBlog | Día catorce: en manos del primer ministro Benny Hill | ¡PACIFISTA!
CoronaBlog | Día catorce: en manos del primer ministro Benny Hill Ilustración: Juan Ruiz
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CoronaBlog | Día catorce: en manos del primer ministro Benny Hill

Emmanuel Vargas - marzo 30, 2020

A veces me digo a mí mismo: por lo menos no estoy en las manos de Duque, pero luego recuerdo que mis padres sí lo están. 

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Este texto hace parte del CoronaBlog, una serie escrita por periodistas, escritor@s, artistas y bloguer@s que intentará registrar el día a día de la pandemia, de la cuarentena y de las noticias alrededor desde una mirada muy original en primera persona. Para leer otras entregas de esta bitácora, haga clic acá.

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Hace siete meses que comencé a vivir en el cuarto 1 del 15 Camelot House en Camden, Londres. Camelot House es un conjunto residencial construido en 1939, justo en los inicios de la Segunda Guerra Mundial. Hace ochenta años este edificio de ladrillos grises, marcos de ventanas blancas y techos que intercalan chimeneas y cúpulas con forma de pirámide albergó a gente que escuchaba y temía a los bombardeos de la luftwafe de la Alemania Nazi. Era gente que posiblemente prendió su radio para recibir las palabras de ánimo de Winston Churchill, el líder con cara y actitud de perro guardián: “lucharemos en las playas, lucharemos en las pistas de aterrizaje, lucharemos en los campos y en las calles, lucharemos en las colinas, ¡nunca nos rendiremos!”

Desde septiembre de 2019, ese mismo edificio me alberga a mí, un amable millenial colombiano, lleno de ansiedad social y desesperado por salir de paseo y alimentar su Instagram. Es el espacio en donde me inyecto la morfina llamada información y opiniones de The New York Times y The Guardian sobre lo que pasa con el Coronavirus. El lugar donde veo subir la cantidad de muertos diarios en Italia, España, Estados Unidos, el Reino Unido, Colombia y otras partes del mundo. Es el sitio en el que veo a un primer ministro, Boris Johnson, que quiere que lo veamos como a Winston Churchill, decidido, sabio y poético, pero que solo logra proyectar a Benny Hill, picaresco, torpe y perdido. Un hombre amable que no pierde la oportunidad para dar abrazos y apretones de manos. 

Boris, Benny, el señor Hill, ha sido criticado durante todo este tiempo por no dar instrucciones claras, por minimizar el peligro cuando la crisis había estallado en Italia y por querer montar un ambiente de que esto es 1939 y que, como en ese entonces, el pueblo británico vencerá por su audacia, inteligencia y valor. Quizá es por esto que duró mucho tiempo pensando que la gente era lo suficientemente inteligente para entender que la “sugerencia de quedarse en casa” realmente era una orden amable. Tal vez por esto es que arrancó con la estrategia de inmunidad de rebaño”, consistente en dejar que la mayoría de gente posible se enferme, para que vayamos agarrando defensas y solo haya que usar los servicios médicos para la gente que está más grave. 

Pero como Benny Hill, quien corre de un lado al otro en varias de sus escenas de televisión, Boris saltó a reducir y reducir las cosas que podíamos hacer. Claro está, siempre con el tono y la cara de “colabore, ¿sí?” y una que otra leve frase o cara de severidad, intentando parecerse a su predecesor de los años 40. La cara amable es normal en el país que la gente te pide perdón cuando te abre la puerta o cuando se cruza en tu camino por la calle, en la tierra en que todo es “brillante” o “adorable”, en la que te dicen “no fuiste tú, de verdad, fue mi culpa” cuando el datáfono no funciona y en la que la mayor reprimenda pública posible es decirle a alguien que se está colando “disculpe, joven, la fila es por acá”. 

La verdad es que yo ya estaba preparado antes del inicio del distanciamiento social. Trabajo en una oficina llena de gente muy amable que no se da la mano nunca, casi no habla entre sí si no está agendado, no se abraza, no sale a bailar ni a emborracharse con uno, que sabe conservar distancias. En una de las reuniones de equipo de octubre pasado, alguien planteó la posibilidad de que nos comunicáramos menos por correo y más en persona. Algunos dijimos que eso era bueno y necesario, otras personas respondieron como si ya viviéramos la pandemia. Les daba pavor y fastidio. Es normal en el país en el que la gente, apenas se sube al metro, mira a su celular, a un libro o al piso, pero nunca al frente, nunca al otro. Estoy trabajando en casa desde el 9 de marzo y tengo que escribirle a mi jefe todos los días para reportarme. Siempre intento alguna fórmula para que no sea el mismo mensaje todos los días, pero hay un punto en el que no se puede inventar más. Me pregunto si a él le fastidia recibir ese mensaje repetitivo todos los días.

Tal vez uno de los momentos que más me golpeó y que sentí que había herido al señor Hill fue cuando dijo tenía que meterse con el inalienable e innato derecho de la gente nacida en Inglaterra de ir al pub. Me dejó sin mi plan de los viernes, sábados y algunos domingos de ir a cualquier pub a tomar una cerveza o un cóctel mientras leía. Para los británicos sí que es un golpe porque es el lugar en donde entran perros, gatos, familias enteras, personas de todas las edades. Es el sitio del almuerzo familiar del fin de semana, el lugar para encontrarse entre amistades o el espacio para emborracharse solo y leer. 

Por fuera de la oficina, la gente se demoró en hacer caso a la amable sugerencia del señor Hill de quedarse en casa. La prensa compartía indignada las fotos de la gente en los parques disfrutando del frío sol primaveral, de las flores que comienzan a salir, de los pájaros, las ardillas y los zorros apareándose. Igual, qué podía esperar el señor Hill si él mismo dijo alegremente en una de sus ruedas de prensa diarias que esperaba visitar a su mamá en el día de la madre que se celebraba el 22 de marzo. 

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El señor Hill se veía molesto el 24 de marzo. Sentado en su escritorio, le decía al pueblo una instrucción muy simple: tienen que quedarse en casa. Acto seguido, el señor Hill anunciaba las excepciones: comprar comida y medicina “tan infrecuente como sea posible”, “una forma de ejercicio al día como trotar, caminar o montar en bicicleta. Esto debe hacerse solo o únicamente con la gente con la que vives”, “viajar desde y hacia al trabajo, pero solo cuando esto se absolutamente necesario y no pueda hacerse desde casa”, entre otras. 

Como ya había hecho mercado antes de eso, la única compra esencial de provisiones que tuve que hacer fue ir a comprar cerveza y me encontré con una ciudad que parecía en domingo a las 2 pm. La mayoría de negocios cerrados, menos gente en la calle que un día normal, pero gente, de todos modos. He tratado de ir a comprar cerveza lo menos posible, pero es que a veces abro “una no más” porque no hay más que hacer. Tres días después, la ida al supermercado me abrió los ojos al encontrar una fila de tres cuadras, aunque es más que todo porque limitan la cantidad de gente adentro para evitar acaparadores (como yo que me llené de latas de atún para luego recordar que no tengo abrelatas) y, por supuesto, por los dos metros de distancia.

Agradezco al señor Hill que me haya dado alternativas frente al cierre del gimnasio. Haber sido matoneado (y distanciado socialmente) por mi gordura en el colegio es mi razón para estar obsesionado con el ejercicio. Doy vueltas al parque trotando o en bicicleta y me uno al torpe ballet del distanciamiento, el de la gente que cambia de carril, para, voltea su cara o su cuerpo, pedalea más lejos y ya no dice “sorry”.

El 27 de marzo, el señor Hill publica un video que arranca diciendo “Hi folks” (traducible a hola, amigos, viejos, panas, llaves, parceros) y comunica un asuntico: dio positivo para coronavirus. De ahora en adelante, el señor Hill gobernará por videoconferencia “gracias a la magia de las tecnologías modernas”. Al igual que Churchill durante la segunda guerra, el hoy líder del Reino Unido ha enfermado. 

Mientras tanto, desde el cuarto 1 del 15 Camelot House, me pregunto si el señor Hill sentirá algo como yo, que a veces me siento agobiado porque es obvio que el distanciamiento social solo es físico. La gente escribe más en WhatsApp. Es como si un día saliera a la calle y solo hubiera conocidos: a ratos alegra, pero hay un momento en que quisiera encerrarme en el bunker de Churchill para que me dejen en paz. Soy muy privilegiado de no tener los sufrimientos de otras personas en el Reino Unido, como los presos o los habitantes de calle que, en buena parte, son propensas a infectarse con el virus y a morir. Eso no quita que sienta angustia de saber cuándo podré volver a viajar para ver a la gente que quiero sin que eso represente un riesgo. A veces me digo a mí mismo: por lo menos no estoy en las manos de Duque, pero luego recuerdo que mis padres sí lo están.

 

Emmanuel es abogado y periodista, vive en Londres y lo pueden leer acá