Hay profesores que tratan de aferrarse al control sobre los cuerpos al que ahora sabemos que se reduce su autoridad. Cuerpos que ven en la pantalla, o que quieren ver en la pantalla, como la imagen muerta de algo muerto.
¿Qué podemos exigirles a los estudiantes durante la cuarentena, en las clases en línea? Enderézate, arréglate el uniforme, siéntate bien, no comas en clase, guarda el celular, toma apuntes, respóndeme, no llegues tarde, estudia, lee, haz la tarea, no te copies, pon atención. ¿Todavía podemos exigir esas cosas?
Antes que exigir, ser profesor es atender a las exigencias que hace el mundo que se revela en el acto de dirigir la atención a los estudiantes. Requiere afinar la mirada y la imaginación de modo que sea posible enfocar las formas de vida de una persona que tiene el deseo y la necesidad de aprender nuestras formas de vida; requiere concebir el mundo de alguien que quiere seguirnos, actuar como nosotros, hablar como nosotros, hasta que nuestro mundo sea también el suyo. Ser profesor es atender a las exigencias que hace alguien que se esfuerza por obtener nuestra aceptación.
De las imágenes con las que concibamos a los estudiantes dependen las respuestas que les demos. También, de las imágenes con las que concibamos el aprendizaje.
No sabemos cómo ni por qué ocurre el aprendizaje. Como dice Cavell, sabemos que les mostramos lo que hacemos y lo que decimos, y que luego aceptamos lo que ellos hacen y dicen como lo que nosotros hacemos y decimos, pero más allá de eso, no podemos saber ni decir nada. Si vemos y aceptamos que el aprendizaje es un misterio y un milagro, si enfocamos las interacciones, las actitudes y los hechos que entendemos bajo el concepto ‘aprendizaje’ con la imagen del enigma, se transforman nuestras disposiciones ante los estudiantes. Si aceptamos que estamos inmersos en los conceptos, en los sentimientos y en las prácticas que hacen posible e implican el aprendizaje, y que no tenemos acceso a un punto de vista externo desde el que podamos observar los fundamentos del aprendizaje de las palabras y los significados, nos será revelado el carácter precario y contingente de la educación. La imagen que tenemos del aprendizaje, que es enigma, nos muestra que no hay fundamentos sólidos sobre los que descanse la enseñanza. El aprendizaje ocurre, pero no sabemos cómo. Y cada vez que sucede, tenemos que pensar que podría no haber sucedido.
Imaginar a los estudiantes y el aprendizaje de esta forma —según las imágenes del enigma, de la precariedad y del accidente— puede mostrarnos que el mundo nos exige actitudes como la admiración, la gratitud y el reconocimiento. En educación, una de las formas que tenemos de darles curso a esas actitudes que se nos exigen es precisamente la exigencia. Si los estudiantes exigen de nosotros atención y reconocimiento, podemos cumplir con esa exigencia al exigirles que dirijan su atención a cosas nuevas, que proyecten lo que saben a contextos nuevos, que expandan su experiencia; que hagan y que digan más y mejor, que se enfrenten a lo que les cuesta. Es posible discutir hasta qué punto la severidad ayuda a reconocer las posibilidades de los estudiantes. La exigencia académica es una forma de respetar a los estudiantes.
También es cierto que el enigma del aprendizaje se sostenía en la ilusión de que nosotros sabíamos y ellos no. Enfocar el mundo hoy nos revela que esa ya no es la imagen que tenemos enfrente.
Si somos conscientes de estas nuevas formas de vida, estas exigencias serán más o menos ridículas: enderézate, arréglate el uniforme, siéntate bien, no comas en clase, guarda el celular, toma apuntes, respóndeme, no llegues tarde, estudia, lee, haz la tarea, no te copies, pon atención. Solo puede insistir en ellas sin alteración el profesor que no sabe poner atención y que también exige: pon la cámara, no te conectes desde la cama ni desde el baño ni desde el sofá, cuando termines esto haz esta otra cosa, haz como si no estuvieras en tu casa, cumple con los plazos, esto entra en el examen, de este trabajo depende la nota final, no acepto trabajos tarde.
Se requiere porfiar en la ceguera para no ver que se nos está revelando que las oraciones con las que pretendíamos describir las formas de vida de la educación (con verbos como depender, evaluar, evidenciar, calificar, cumplir, comprender, analizar) son sinsentidos. Se requiere negarle la atención al mundo para no ver que el poder que teníamos sobre la conducta de los estudiantes se ha vuelto violento e infundado.
Nos unen a los profesores y a los estudiantes este sufrimiento y esta incertidumbre de los que ninguna sabe nada más que lo que está empezando a mostrarse. Esta nueva comunión hace que la severidad y la exigencia ya no sean respuestas adecuadas. Estas nuevas imágenes con las que el mundo se nos presenta en la mirada hacen que ordenar y exigir no se distingan de joder. Son una nueva oportunidad para dejarse maravillar por el carácter milagroso y enigmático del aprendizaje y para amar a quienes, a pesar de todo, quieren aprender a seguir viviendo. Tiene que exigírseles a los profesores que quieran eso también. Para querer eso, hay que aflojar, aceptar, ceder y acomodarse, verbos que ahora configuran qué es educar.
En la universidad en la que estudio, una profesora nos dijo por correo hace unos días: “El trabajo final es para el 6 de mayo. Si ese día me han mandado al menos un párrafo con las ideas que tienen para hacer el trabajo, les pondré A [la nota más alta] en la definitiva del curso. Después, cuando puedan, mándenme el trabajo terminado, y yo les haré comentarios, pero la nota ya habrá sido decidida”.
No sorprende ver que hay profesores que, en cambio, tratan de aferrarse al control sobre los cuerpos al que ahora sabemos que se reduce su autoridad. Cuerpos que ven en la pantalla, o que quieren ver en la pantalla, como la imagen muerta de algo muerto. Su poder se diluye porque esos cuerpos viven. No quieren ver —porque no soportarían ver— que su posición siempre ha sido precaria y que no puede ser de otra forma. Hay algo dañino en la pulsión a controlar la conducta cuando lo único que podemos hacer es celebrar la presencia.
Eso es lo que se está poniendo en evidencia: que ahora sí es posible educar.
De lo anterior se sigue esta lista de acuerdos mínimos para la convivencia en las clases en línea, que propongo:
—Los estudiantes pueden estar en la clase sin video si quieren.
—Los estudiantes pueden conectarse desde donde quieran en su casa, desde la cama, desde el sofá, desde el baño.
—Los estudiantes pueden comer durante la clase.
—Los estudiantes pueden llegar tarde e irse temprano.
—Los estudiantes pueden no entregar trabajos.
—Los estudiantes pueden vestirse como quieran.
—Si hay notas, los estudiantes pueden determinarlas.
—El profesor no puede prohibir nada a través de la pantalla.
—Los estudiantes están en la casa, no en el colegio.
—Nadie sabe qué va a pasar.
Simón es filósofo y estudia en Nueva York. Lo pueden seguir acá.