Llegamos a la finca El Guanábano de Corinto, Cauca, para ver cómo viven, en medio de remedios, cultivos y marranos, 30 indígenas presos por narcotráfico.
“Vamos James”, grita Juan acostado en su catre. Cachucha verde, esqueleto blanco y pantaloneta rota, que alguna vez fue un pantalón. La luz de esa habitación es escasa, y los reclusos observan el partido de la Selección Colombia, cuando cae la tarde en Corinto, Cauca.
La casa está en pie hace años, y allí siempre vivieron campesinos labriegos y familias numerosas. Sin embargo, desde 2013 esta propiedad llamada El Guanábano se convirtió en un centro de armonización indígena, una figura que nació tras una sentencia de la Corte Constitucional ese mismo año (la T-921 de ese año) y que habilita que “las autoridades tradicionales puedan reclamar a cualquier comunero (miembro de un cabildo indígena) de cualquier centro penitenciario del país”, según me dijo Jorge Dicué, gobernador suplente del cabildo Nasa de Corinto.
La sentencia se originó por una batalla entre la justicia ordinaria y la indígena tras la supuesta violación de una niña de trece años por parte de un miembro de la etnia emberá-chamí en Caldas. El caso no fue resuelto por ninguna instancia previa, y fue la Corte la que determinó que “es el derecho del que gozan los miembros de las comunidades indígenas, por el hecho de pertenecer a ellas, a ser juzgados por sus autoridades, de acuerdo con sus normas y costumbres”.
Es viernes, y los reclusos acaban de llegar de hacer sus labores diarias. Unos fueron a cuidar los cultivos de maíz —no hay más variedad porque el verano afectó el resto de productos que tenían sembrados —, otros se encargaron de alimentar a los cerca de diez marranos que hay en la finca, y el resto se dedicó a hacer la comida de los demás: fríjoles con tocino.
Todos los internos (no aceptan que los llamen reclusos) están en el centro de armonización por delitos relacionados con la ley 30 de 1986, que sanciona con penas de cuatro a diez años de prisión a quien “cultive, conserve o financie plantaciones de marihuana o cualquier otra planta de las que pueda producirse cocaína, morfina, heroína o cualquier otra droga que produzca dependencia, o más de un (1) kilogramo de semillas de dichas plantas”.
Juan, por ejemplo, fue capturado en el municipio de Miranda, cerca de Corinto, cuando transportaba un kilo de pasta base de coca. Él tiene 29, es de la zona y su familia vive en una vereda llamada La Laguna. Desde pequeño, vio a su familia cultivar hoja de coca, recogerla, picarla con una guadaña y pisarla con botas de caucho. También sintió el olor a químico y gasolina, vio los barriles en los que mezclaban ese menjurje grisáceo que luego se convertiría en una melcocha blancuzca y cremosa.
Su familia es una de miles que en Colombia decidió buscarse la vida en el negocio del narcotráfico. Los sembradíos de coca en este departamento corresponden al 9% de hectáreas de hoja de coca (8660) sembradas el año pasado en el país, según el monitoreo de cultivos realizado por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc). En consecuencia, decenas de miles de muertos.
La Corinto es probablemente la variedad de cannabis más conocida por estos días (aunque hoy en este municipio sólo se siembren sepas clonadas de difusa procedencia, a las que llaman “creepy”). Y, por último, a tres horas de aquí, comienza una de las rutas más codiciadas de tráfico de pasta base de coca, que luego se convertirá en cocaína y saldrá por Buenaventura para todo el mundo.
—¿Por qué lo agarraron?— le pregunto
—Por guevón— me dice, y se ríe.
Los Nasa han tenido una relación conflictiva con el narcotráfico. En febrero de 2009, el cabildo de Caldono ordenó a través de una resolución el desmantelamiento de “las cocinas o laboratorios que se han instalado dentro del territorio”. Cientos de guardias se enfrentaron a sangre y fuego con guerrilleros y narcotraficantes para defender el territorio.
Intentaron, en su momento, hacer una “limpieza del territorio”, pero parecen haber perdido la batalla contra un negocio multimillonario, que ensucia todas las manos. Ahora las montañas de Corinto están llenas de marihuana y los filos de Miranda irradian el verde intenso de la hoja de coca. Sin embargo, en la actualidad y con la sentencia de la Corte en firme, las autoridades tradicionales no consideran el narcotráfico como una falta muy grave —digna de castigarse en la justicia ordinaria— y sienten que el proceso de armonización (rezos, refrescos, baños y ratos de meditación) es suficiente para castigar el delito y resocializar al infractor.
Juan levanta la cara y se acuerda de ese día de septiembre del 2014, cuando la policía alcanzó su moto, le pidió que se bajara y lo requisó. Recuerda que los dos patrulleros encontraron una bolsita blanca con varias “rocas”, lo esposaron y lo llevaron al calabozo. Un juez de la República lo condenó a ocho años, en principio, pero como aceptó los cargos en primera instancia le rebajaron la pena a cuatro años y tres meses.
Pasó 16 meses en un centro penitenciario intramural, yendo a audiencias y esperando un veredicto. Sin embargo, con la ayuda de su familia y del cabildo que lidera Dicué, consiguió que en su caso se aplicara la sentencia y que lo pudieran trasladar de una cárcel a este centro de armonización. Llegó hace menos de seis meses, pero ya se ha adaptado a la nueva lógica. Define a sus compañeros como “una familia” y parece divertirse mucho: lidera los concursos de levantamiento de pesas, hace chistes y hasta practica pasos de baile.
La justicia indígena se ha ido adaptando al desarrollo violento de este país. Por eso, hoy tiene tipificado los delitos de cualquier sistema penitenciario occidental. Según los Nasa, hay delitos (ellos dicen faltas) leves, graves y muy graves: los leves incluyen los robos, hurtos y atracos simples; y se castigan con remedios, baños, rezos y otros rituales ancestrales. Luego están las faltas graves, como homicidios simples o el narcotráfico —por el que pagan condenas los 30 internos del centro de armonización. Estos se castigan, en algunos casos, con fuetazos y en otros con tiempos de reclusión. A veces, con ambos.
Para las faltas muy graves, que para el gobernador Dicué son los homicidios dobles o triples y los accesos carnales violentos (violaciones), el cabildo de Corinto ha decidido adoptar la política del patio prestado: remitir el caso a la justicia ordinaria. Otras comunidades han resuelto aplicar la justicia indígena para este tipo de conductas.
Cuando le pregunto a Juan si ha recibido fuetazos, esta histórica práctica indígena para castigar a quienes han cometido faltas graves, Juan dice que “gracias a Dios” no le ha tocado. En ese momento el Gobernador, que no se ha despegado de nosotros, interrumpe para decir que para esos delitos (relacionados con narcotráfico) no hay castigo físico sino procesos de armonización a través de baños nocturnos y refrescos.
Armonizar, me explica el Gobernador, “es equilibrar al individuo a través de los sabedores ancestrales y sus rituales. Los centros son lugares de reflexión, para que los internos recapaciten y se vuelvan a encontrar con ellos mismos”.
Y, en realidad, las personas de este lugar se ven “armonizadas”, o por lo menos tranquilas. Lejos de las caras rabiosas y agresivas que se asoman entre los barrotes de cualquier cárcel ordinaria, estos 30 internos generan ternura y empatía. No tienen miedo, no causan miedo. Lucen como campesinos en reposo que esperan la autorización para volver a la vida.
Sin embargo, no son pocos los casos en los que la misma comunidad exige que abusadores vayan a la justicia ordinaria y no sean condenados por las autoridades tradicionales. Tienen muchos reparos con el modelo de justicia indígena, porque consideran injusto o muy blando que —por ejemplo— un violador o un homicida reciba una veintena de fuetazos y quede libre. Sin embargo, el gobernador Dicué me dio otra versión: “hay faltas graves y faltas muy graves. Las muy graves, como un homicidio doble o triple, o un acceso carnal, no se manejan dentro del cabildo y se hace lo que llamamos patio prestado”.
El país recuerda el caso de Carlos Silva Yatacué, un guerrillero del sexto frente de las Farc, quien disparó en noviembre de 2014 contra dos guardias indígenas. Las autoridades tradicionales, con plena jurisdicción según el vicefiscal de la época —Jorge Perdomo— lo condenaron a 60 años de prisión. “Se tiene que tratar de delitos cometidos en la jurisdicción indígena y por personas de esas comunidades”. Como este ha habido decenas de casos en los que la justicia indígena aplica el castigo a los infractores o exige el retorno de sus comuneros presos en cárceles occidentales.
Alejandra, la única mujer del centro de armonización, llega con tinto recién hecho. Ha estado por ahí, merodeando y asomándose desde la cocina, pero no siente mucha confianza. Camina despacio hacia mí y me ofrece una tasa grande de café negro y espeso.
La decena de internos que tratan de levantar las pesas hechas de bloques de cemento y una varilla, interrumpen el ejercicio para hacerle un par de chistes. Ella se sonroja y con la voz suave y aguda los manda a callar. “Discúlpelos”, me dice, mientras se acomoda.
Alejandra es la más vieja de los internos. Tiene 56 años, nació en Corinto y lleva cinco meses en El Guanábano. Está aquí porque una amiga le propuso llevar marihuana desde el pueblo hasta Bogotá. “Me metí por falta de plata, el diablo a veces se le mete a uno y le chuza y le chuza y lo hace hacer cosas que uno no quiere hacer”, dijo mientras se tapaba la cara.
Cuando pasaba por el peaje de Palmira, con dos libras consigo y 20 más en el maletero, la policía detuvo el vehículo y abrió el baúl. La amiga, que iba con ella, se puso a llorar cuando los oficiales descubrieron la droga y le echó toda la culpa a Alejandra. “Yo tenía miedo antes, pero cuando me capturaron ya no”, me dijo.
Ahora está aquí y dice sentirse como en la casa. “Les cocino a los muchachos y mantengo pendiente de todo. Cuando ellos van a las mingas (reuniones indígenas) yo me quedo aquí”, afirmó. Ella y todos los internos pueden recibir a su familia varias veces a la semana y algunos, incluso, pueden salir en sus motos hasta el pueblo. Aunque estos centros tienen la autorización del Inpec, son las autoridades tradicionales las que custodian a los presos y les dan los permisos.
Aleja dice que cree en Dios, y que le respetan su religión y por eso no la involucran en los rituales. También señaló que estos procedimientos se realizaban de noche y que como ella no podía trasnochar, no participaba. Aún así, dice que está mejor y que se está “enamorando de este lugar”.
Termina de tomarse el café y decide, por su cuenta, acabar la entrevista. De adentro de la casa sale un grito ahogado por las manos del arquero de Chile. Quedan pocos minutos y aún Colombia no encuentra cómo derrotar el sistema defensivo de su rival. El tiempo se agota y los reclusos que observaban el partido comenzaron a levantarse de sus catres.
“Así no vamos al mundial”, sentenció uno.
*Los nombres de los internos fueron cambiados por seguridad.