Separados por más de 1.300 kilómetros, en Antioquia y en Putumayo, dos hombres han asumido la tarea de aprender y enseñar teatro. Tienen un objetivo en mente: quitarle combatientes al conflicto y ayudar a superar el dolor que produjeron los paramilitares.
Por María Flórez
Ni sus dos bellísimos nombres, ni las dos cruentas masacres que los partieron en dos, grabaron las denominaciones de Pueblo Bello y El Tigre en la memoria de los colombianos. Ambos corregimientos, separados por más de 1.300 kilómetros, se desbarataron en los años 90 por cuenta de dos incursiones paramilitares. Durante muchos años abandonados por el Estado, sus habitantes han intentado reconstruir sus historias de varias maneras, entre ellas el teatro. Dos hombres han asumido la compleja tarea de aprender y enseñar actuación al mismo tiempo, preparando, en esos poblados selváticos, obras teatrales que ayudan a superar el dolor de esta guerra inconclusa.
Pueblo Bello
Hacía casi 10 años que paramilitares al mando de Fidel Castaño se habían llevado a 43 habitantes de Pueblo Bello, en el municipio de Turbo (Antioquia). Casi una década había pasado desde ese 14 de enero de 1990, cuando nadie volvió a saber de las decenas de personas que los ‘paras’ secuestraron y desaparecieron en algún lugar del vasto Urabá. Tuvo que pasar ese tiempo para que el campesino Ramón García tratara de volver al corregimiento, de donde huyó por miedo a las autodefensas y a las Farc, que buscaban apoderarse del golfo a sangre y fuego.
Hacía también pocos meses desde que Ramón había prestado servicio militar en la Brigada XVII, cuyos hombres lo sacaron del colegio cuando era menor de edad y se lo llevaron a patrullar a Acandí y a Riosucio, que se habían convertido en zonas de guerra en el Chocó. Y ese era su mayor problema, porque los paramilitares no querían que los antiguos reclutas regresaran al pueblo. Por eso volvió asustado, tan asustado que cuando vio hombres armados salió corriendo y se lanzó al río, en una caída que dañó para siempre su columna y lo dejó en silla de ruedas.
Aun así se empeñó en volver, y en diciembre de ese año se juntó con la iglesia para hacer teatro. Ya en el 96, cuando llegó desplazado a Medellín, había estudiado seis meses en Bellas Artes. Entonces se embarcó en la tarea de convencer a los niños y a los jóvenes de formar un grupo teatral, con el objetivo de evitar que se fueran a las autodefensas o a los frentes 5 y 57 de las Farc. Era una época dura, en la que los campesinos que se resistían a abandonar el corregimiento dormían en el monte por miedo a la muerte. Ponían un centinela en la punta de una loma, que cuando veía acercarse una luz daba aviso para que la gente se adentrara aún más en la selva. “Una degradación tremenda”, dice Ramón.
Pese a ello, el grupo de teatro inició con 35 participantes. Hablaron con los comandantes paramilitares para que los dejaran actuar, llevar sus obras a otras zonas rurales. Pero “algunos de ellos eran muy hostiles, muy malosos. Decían: “estos manes se nos van a meter en el negocio”. Entonces empezaron a hacernos ofrecimientos: que les regalamos un paseo y ustedes dicen que no existimos; que los dejamos ir a Medellín a presentarse a un evento, pero en el carro nos llevan tantos kilos de mercancía; que les damos un uniforme o instrumentos musicales, con el compromiso de que le cuenten a la gente quién se los dio”.
Los jóvenes actores se negaron. Persistieron y, pese a las amenazas, llegaron a las veredas, a los pueblos del Urabá chocoano, antioqueño y cordobés. Se inventaron obras “para que la comunidad reconozca lo que se ha perdido en el conflicto”, para mostrarles a los jóvenes que sus muertos “todavía puedan soñar, que a sus desaparecidos se les pueden materializar las ilusiones”. Con esa apuesta en mente han trabajado con más de mil personas -400 de ellas desmovilizadas de las autodefensas- durante los últimos 16 años. Han conseguido presentarse en varias ciudades del país y sus libretos han sido ejecutados en Europa.
Ramón dice que “el teatro y las artes son pilares fundamentales para reconstruir el pueblo. Nuestro teatro va dirigido a rescatar la identidad cultural que nos arrebató la violencia. Queremos que Pueblo Bello sea lo que era antes, una comunidad campesina sin necesidades. Aunque no había acueducto, sí teníamos parcelas, ganado, gallinas, y no necesitábamos nada: ni siquiera que fuera el Estado, porque en esa época éramos felices”.
El Tigre
En 1998, los maestros del corregimiento de El Tigre, en el Valle del Guamuez (Putumayo), terminaron el año con 500 estudiantes. Sin embargo, en el 99 sólo llegaron 25. El pueblo se había vaciado después del 9 enero, cuando paramilitares del bloque Sur Putumayo asesinaron a 28 personas y desaparecieron a un número desconocido. Dejaron agónico a El Tigre, y a lo poco que quedó de él lo amenazaron con matarlo. Desde entonces, se dijo que era un pueblo peligroso, siniestro, al que nadie debería ir.
Hasta Pasto llegaba esa imagen. Fue allá donde la conoció el ingeniero agrónomo Luis Antonio Santacruz, cuando le ofrecieron irse de profesor para El Tigre. Tenía miedo, pero necesitaba el trabajo. Cuando llegó, se percató rápidamente de que los paramilitares seguían controlando todo, tal como lo hacían desde ese macabro enero. Pero también descubrió, en la escuela del corregimiento, que le gustaba el teatro y que el teatro era una forma quitarle soldados a la guerra que desangraba al departamento.
Cinco años después de haber llegado, y de trabajar con distintas organizaciones, Luis Antonio creó Tierra Fértil, el grupo teatral de la escuela rural. Empezó a presentar obras con enfoque ambiental, en las que cuestionaba la voladura de los oleoductos y las fumigaciones con glifosato, dos de los efectos más devastadores que han experimentado los ecosistemas del Putumayo por cuenta del conflicto. Luego el grupo, conformado en su mayoría por jóvenes víctimas, empezó a interesarse por contar la historia del pueblo y reivindicar a habitantes.
Fue así como crearon la obra Putumayo dónde estás, Putumayo dónde vas, que cuenta las múltiples tragedias en las que se ha visto envuelto el departamento. También escribieron colectivamente La Machaca, una obra basada en un mito regional, según el cual todo aquel que fuera picado por la machaca, que es un animal, debía tener sexo antes de 24 horas para curarse de los efectos mortales de la picadura. ¿El mensaje? “Que ojalá a todos los guerreros los picara la machaca”.
En 2012, el grupo incursionó en radio y creó el seriado El Tigre no es como lo pintan, que también tuvo una versión para teatro. Según Luis Antonio, “con ella buscábamos mostrar ya no el lado violento de la zona, sino la inmensa belleza del Putumayo, su verdor, sus ríos, su riqueza. Queríamos proyectar ese Tigre de gente trabajadora, valiente, que ha resistido tanta violencia y tanto olvido”. La obra es, en el fondo, una adaptación de su vida personal: un maestro de escuela que llega al corregimiento preso del pánico pero que, poco a poco, se enamora de él y de su exuberancia.
Algunos meses después, en asocio con el Centro de Memoria Histórica y la Red Departamental de Emisoras Comunitarias del Putumayo, produjeron la serie radial El Tigre, historia de un pueblo olvidado, que está compuesta por 12 programas. A través de ella cuentan los detalles de la masacre del 99, pero también la historia de la región: cómo llegaron los primeros curas a evangelizar por la fuerza a los indígenas del Putumayo, la época de la explotación salvaje de la quina y del caucho, y las dinámicas de la extracción petrolera que arrancó con las operaciones de la Texas Petroleum Company, en la segunda mitad del siglo pasado.
Aunque muy alejados en el mapa, los proyectos de Luis Antonio y de Ramón son, en esencia, el mismo. Buscan que sus pueblos destrozados por la guerra entiendan, a través del arte, cómo y por qué les han pasado tantas tragedias individuales y colectivas. Que los jóvenes no le apuesten a la muerte y que se aferren a sus sueños, mientras la pesadilla termina de pasar.