El CNMH explica, a través de casos emblemáticos, por qué no ha sido efectivo el aparato judicial en el marco del conflicto.
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Tantos años de violencia, en un país ideal, requerirían un sistema judicial efectivo. Hay millones de víctimas que, tras sufrir crímenes que les cambiaron sus vidas, lo mínimo que esperan es que se esclarezca la verdad y los responsables de lo que padecieron. No se puede decir que ese haya sido el caso colombiano. La justicia en el marco del conflicto armado ha sido irregular, ha aparecido unas veces sí y otras no y, para bien o para mal, ha cambiado según el contexto político en el que se encuentre el país.
En su último informe, “El derecho a la justicia como garantía de no repetición”, el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) asume la tarea de reconstruir la relación de las víctimas y el sistema judicial durante los pasados 30 años. El documento se divide en dos volúmenes: el primero explica cómo han sido los cambios del movimiento de víctimas que exigen justicia y del sistema que debe proveerla, mientras que el segundo cuenta seis casos en que salen a la luz las dificultades, luchas y triunfos de esa relación.
La premisa del primer volumen es que la percepción y la actuación de la justicia en Colombia no ha sido estática. Además del sistema judicial, también ha variado la forma como las víctimas se enfrentan a este. El informe, que abarca lo ocurrido entre 1985 y 2012, divide esos cambios en tres grandes lapsos: de 1985 a 1990, en medio de la criminalización de la protesta social que produjo el estado de sitio; de 1991 a 2004, con la nueva Constitución y el crecimiento de las guerrillas y paramilitares; y de 2005 a 2012, en el marco de los intentos de justicia transicional.
Esos contextos son esenciales a la hora de entender cómo ha funcionado (o no lo ha hecho) la justicia colombiana. Pero quizás la mejor forma de comprender es a través de los mismos casos, que ilustran de las limitaciones del sistema y la lucha de las víctimas para intentar sortearlas.
El recorrido que hace el CNMH por las seis historias de víctimas del conflicto armado que durante años han peleado para alcanzar justicia se enmarcan dentro de cinco grandes violaciones a los derechos humanos: desaparición forzada, ejecuciones arbitrarias, masacres, tortura y violencia sexual. Reseñamos algunas de ellas.
28 años buscando respuestas sobre una desaparición
Aunque apenas en 1992 se tipificaría como delito, el año con más desapariciones forzadas en la historia de Colombia fue 1988. Todavía regía el estado de sitio y, en “actividades de seguimiento a personas sospechosas”, Tarsicio Medina fue fotografiado, seguido, detenido y desaparecido por llevar consigo el periódico Voz Proletaria, del Partido Comunista. Al menos ese fue el argumento de las autoridades, que también dieron la versión de que no había desaparecido sino que estaba en la guerrilla. Medina tenía 21 años y vivía en el Huila. Como la desaparición no era un delito, el padre del muchacho puso una denuncia por secuestro.
El Policía a cargo del operativo donde se desapareció a Tarsicio fue destituido al año siguiente. Sin embargo, la familia del joven, a pesar de que constantemente preguntaba por su paradero a las autoridades, no recibió comunicaciones directas hasta 1994. No fueron notificados de que durante esos seis años la investigación pasó por tres despachos diferentes. Tampoco supieron que el proceso se remitió a la Justicia Penal Militar y luego a la de Orden Público.
Que el aparato judicial no les hubiera notificado oportunamente el estado del proceso, aunque este avanzara, fue un obstáculo para que la familia de Tarsicio calmara la incertidumbre que tenían por su desaparición. Aunque la investigación lo dedujo en meses, la incomunicación hizo que la familia Medina tardara seis años en confirmar la sospecha que los inquietaba desde el primer día: que Tarsicio no era un guerrillero, que no estaba haciendo nada malo y que había sido desaparecido en una batida de la Policía.
Además de eso, durante varios años la familia del joven tuvo que soportar visitas irregulares de miembros de la Fuerza Pública a su casa, algunas veces para “buscar a Tarsicio” y otras simplemente para esculcar indiscriminadamente. A la fuerza, y en medio de la desesperación por obtener respuestas sobre el caso, la familia de Tarsicio se fue curtiendo en materia de defensa judicial. Cuenta el informe que “enfrentaron los allanamientos del Ejército, realizaron marchas […] y obtuvieron el resultado inicial de su lucha: la Sentencia […] en la que se reconoció que fue desaparecido forzadamente por miembros de la Policía”.
A pesar de que por esa sentencia recibieron indemnización por unos 25 millones, consideran todavía que, a falta de una verdadera reparación por parte del Estado, el escenario donde más respuestas obtuvieron sobre lo que significaba la situación de Tarsicio fue en una organización de búsqueda de desaparecidos, que los asesoró legal y psicosocialmente. 28 años después, la familia dice que la justicia solo llegará si se cumplen cuatro condiciones: la determinación del paradero de Tarsicio, la identificación de todos los responsables, la imposición de penas proporcionales al delito y al daño ocasionado a la familia, y el reconocimiento público de la responsabilidad de la Policía.
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El estigma contra una familia entera
La violencia que sufrió la Universidad del Atlántico fue reconocida en 2012 por la Corte Suprema de Justicia, que concluyó que los paramilitares violaron sistemáticamente los derechos de esa comunidad académica, en especial a principios de la década del 2000. En esa universidad era docente y sindicalista Lisandro Vargas.
La familia de Lisandro recuerda que en varias ocasiones, a altas horas de la noche o a la madrugada, distintas autoridades se presentaron para allanar su vivienda y buscar armas. Lo señalaban a él y a su familia de posibles nexos con grupos guerrilleros. Aunque nunca encontraron nada, el estigma seguía en el aire. Toda la familia se había caracterizado por ser activa políticamente y defender causas que iban en contra de los intereses de algunos en la región.
El 23 de febrero de 2001 mataron a Lisandro dentro de su carro. Un par de meses después mataron a su hermano Miguel Ángel, también sindicalista. Por esa causa, dice el informe, fue difícil al principio intentar acceder a la justicia para buscar respuestas: la familia temía posibles represalias si se conocían sus denuncias.
Más de una década después del asesinato, la abogada que más tarde tomaría el caso explicó parte de los obstáculos que enfrentó: “Las teorías de investigación iniciales no tuvieron en cuenta la calidad de sindicalizado del profesor, ni los señalamientos como guerrillero que precedieron a su asesinato, y que derivaba como estigma a raíz de sus actividades frecuentes de denuncia en la Universidad […] En el caso del profesor se siguió una línea de hipótesis que indagaba por un homicidio pasional, ya que el profesor había constituido una nueva familia; y otra línea de investigación consideró que el profesor Vargas tenía vínculos con grupos subversivos”.
La torpeza de la investigación por parte de las autoridades competentes hizo que la familia Vargas, como muchas otras, ante la ausencia de respuestas a las preguntas básicas del asesinato de Lisandro, buscara formas propias de justicia. A pesar de no ser notificados, su terquedad los llevó a asistir a la versión libre de un paramilitar que dio algunas pistas sobre el crimen. Además, como medida de reparación simbólica, el informe relata cómo, a partir de las profesiones de cada miembro del núcleo familiar, han tratado de rendir un homenaje a la memoria de Lisandro. Oficialmente, el caso continúa impune.
La masacre de los jóvenes de Punta del Este
A principios de este siglo, la violencia en Buenaventura estaba marcada por el crecimiento de las Farc y la disputa del Ejército y los paramilitares por sacarlos de ahí. También estaban en juego todos los intereses que tiene ese puerto como zona estratégica para el tráfico de drogas y de armas. En 2005 se desmovilizó el frente Pacífico de las Autodefensas. Sin embargo, como ocurrió con frecuencia en los procesos de Justicia y Paz, la desmovilización fue parcial.
Explica el informe que la noche del 18 de abril de 2005, “alias Miguel, presunto miembro de un grupo posdesmovilización paramilitar, contactó a Dagoberto Caicedo Benítez para que al día siguiente recogiera a unos jóvenes del barrio Punta del Este y los llevara al barrio Santa Cruz”. Dagoberto contactó a 11 jóvenes y los sedujo con la idea de jugar un torneo de fútbol que pagaría 200 mil pesos al ganador. En el camino hacia el supuesto partido, varios hombres armados los interceptaron, los amarraron con cordones de zapatos y los asesinaron.
Tras notar su ausencia, las familias de los jóvenes se dirigieron a la Policía, que dijo que no iniciaría ninguna investigación por el momento y que quizás los muchachos estaban de fiesta. Al día siguiente el Gaula recibió la denuncia, pero irónicamente le reprochó a las familias no haberla hecho antes. Un día más tuvo que pasar hasta que empezaron a recibir llamadas de gente de la zona que se había topado con los cuerpos muertos de los jóvenes en un estero del río.
Sin ninguna preparación técnica ni psicosocial, como debería hacerse, el Gaula puso inmediatamente a las familias a identificar los cuerpos. Sobre ese momento, dice el informe que “las autoridades se desentendieron y trasladaron al grupo familiar la carga de hacer frente a una situación de extrema exposición emocional”.
Las expectativas de las familias de las víctimas, dice el CNMH, se resumen en estos tres aspectos: resarcir el buen nombre de los jóvenes, recuperar las posibilidades de mejores condiciones de vida y restituir la tranquilidad, protección y confianza con las que vivían en el barrio. Sin embargo, la permanencia de actores ilegales en su zona ha impedido que esas medidas se satisfagan como deberían.
Un informe de la Policía afirmó que la masacre había sido cometida por paramilitares contra doce personas “quienes en su mayoría son parientes o tienen nexos con miembros de las Farc”. A pesar de esa reproducción del estigma, que pudo revictimizar a las familias, el informe señala que “las acciones desarrolladas por las autoridades en este caso produjeron resultados relevantes en cortos plazos, lo que es notable en un contexto de impunidad”. Pero haber dado con los responsables no basta para las familias y tampoco para el análisis del CNMH, en tanto hizo falta acompañamiento, comunicación y diligencia por parte de las instituciones competentes a lo largo de todo el proceso.