La violencia organizada se puede prevenir y contener, pero para lograrlo es importante entender sus rupturas, transformaciones y también sus continuidades.
Por: Juan Carlos Vergara, director temático de la FIP*
Esta columna también se publicó el 30 de enero de 2021 en La Silla Vacía
En 2020, la tasa de homicidios en Colombia disminuyó al ritmo de las restricciones impuestas para evitar la propagación del covid-19. Pero este descenso no fue homogéneo y tanto las masacres como el asesinato de líderes aumentaron. La violencia organizada se fragmentó, no solo en términos del número de organizaciones ilegales sino de los territorios y la múltiples regulaciones ilegales. El deterioro de las condiciones de seguridad también puso en juego la implementación del Acuerdo de Paz.
La explicación del gobierno: el narcotráfico. La apuesta: erradicar cultivos ilícitos y golpear estructuras. El resultado: una política de seguridad capturada por la agenda antinarcóticos y atrapada por la inercia de los alias, las capturas y los “dados de baja”.
En 2021, la administración del presidente Duque comienza una cuenta regresiva, con espacio para hacer ajustes, pero no para hacer nuevas apuestas. A estas alturas será difícil usar el espejo retrovisor, mientras que aumentará la exigencia por los resultados concretos. Estas serán las dinámicas que marcarán la violencia organizada este año.
1. La pandemia y las medidas para contenerla
El confinamiento y las restricciones para contener la propagación del covid-19 marcaron el comportamiento de los homicidios en 2020. A pesar de que las autoridades y funcionarios han presentado la baja como un logro, es en realidad una externalidad positiva que no se puede atribuir a la política de seguridad.
Las vacunas llegarán a lo largo del 2021, pero sus efectos solo se verán cuando sea inmunizada la gran mayoría de la población. Entre tanto, las medidas para contener los nuevos picos continuarán. La pregunta es si el impacto en la reducción de los homicidios persistirá o si comenzaremos a ver el coletazo de las restricciones. La pandemia deja ya un legado de creciente desigualdad, descontento social y pobreza, que no explicará la violencia, pero sí el contexto en el que se produce.
2. La persistencia del homicidio en las regiones y municipios donde se ha venido incrementando
El mapa del homicidio en Colombia muestra importantes diferencias. Por ejemplo, mientras que la tasa de muertes violentas en los 170 municipios PDET está por encima de las 50 por cada 100.000 habitantes, en el resto del país, la tasa es de 18.
Es cierto que la violencia sigue focalizada, pero también se ha reactivado en nuevas zonas. La persistencia del homicidio es clara en departamentos como Cauca y Nariño, o en regiones como el Catatumbo, el sur de Córdoba y el norte del Valle. Preocupa el deterioro progresivo de las condiciones de seguridad en parte de la Amazonia y el Caribe (los Montes de María, la Sierra Nevada de Santa Marta y el Cesar). Esto no solo en el ámbito rural, sino en ciudades como Cúcuta y Barranquilla donde se incrementó la tasa de este delito.
3. La fragmentación de los grupos armados ilegales
Una de la dinámicas en la fase de implementación del Acuerdo de Paz ha sido la fragmentación de los actores armados, la cual se refiere no solo a la proliferación de facciones, sino a la segmentación del poder, los problemas para mantener su cohesión e imponer normas que restrinjan la violencia. Sin una hegemonía clara, las disputas locales se han prolongado, con alta rotación de sus mandos y procesos de reclutamiento continuos. La pregunta para el 2021 es si esta tendencia continuará o si estructuras de mayor calado y experiencia lograrán imponerse (a la fuerza o con arreglos) y regular la violencia. No sería la primera vez que en Colombia la reducción del homicidio es el resultado del control de los grupos armados ilegales, y no del monopolio del uso de la fuerza por parte del Estado. En todo caso estas transformaciones se darán en el orden local y difícilmente emergerá una organización armada con una dimensión nacional.
4. Los impactos de la estrategia de los “objetivos de alto valor”
Aplicando una vieja estrategia, el gobierno ha ofrecido recompensas por información de cabecillas y presentado ante los medios la captura o muerte de segundos, terceros y cuartos mandos. El objetivo: desarticular los grupos armados irregulares, bajo la premisa de que esto disminuirá la violencia y afectará sus operaciones. Sin embargo, la efectividad de esta estrategia se encuentra en entredicho y su potencialidad ha sido sobreestimada, especialmente cuando no se encuentra respaldada por el fortalecimiento del Estado en el nivel local.
Sus efectos han sido la fragmentación y descomposición de los grupos, la generación de vacíos de regulación que no llegan a ser ocupados por el Estado, así como purgas y disputas internas por el liderazgos de las organizaciones. En el corto plazo, la “decapitación” puede tener un impacto transitorio, aminorado por la sucesión de los cabecillas y el reciclaje de las organizaciones armadas ilegales.
5. Las masacres y la respuesta estatal
Las primeras semanas de 2021 han estado marcadas por una seguidilla de masacres que han prendido de nuevo las alertas alrededor de un delito que tuvo un importante incremento en 2020. El año pasado, según la Policía Nacional, el número de víctimas por este tipo de hechos aumentó el 42 por ciento, con el pico más alto desde el año 2012.
En la mayoría de los casos, si bien las economías ilegales tienen un papel, los móviles y los determinadores no son claros. Algunos hechos responden a una estrategia de control local, mientras que en otros hay una “violencia oportunista” en la que median intereses y rencillas particulares. En cuanto a la respuesta del Estado, los avances en el “esclarecimiento” no han tenido un efecto disuasivo. Mientras tanto, el gobierno va apagando incendios, reaccionando con “Consejos de Seguridad”. Si esta fórmula se sigue repitiendo, será difícil obtener resultados distintos.
6. Las agresiones y homicidios de líderes sociales
En 2020, de acuerdo con la base de datos de la FIP, los homicidios de líderes sociales volvieron a incrementarse, luego del descenso que habían tenido en 2019. El rompecabezas de planes, medidas y decretos no ha logrado encajar en el ámbito local, donde las organizaciones y distintos actores continúan demandando acciones concretas de prevención y protección. Los saboteadores armados, la reconfiguración de órdenes ilegales, así como las tensiones intracomunitarias y las disputas por el poder local, siguen dinamizando las agresiones.
Un hecho positivo es que el gobierno de Duque ha incluido como una de sus metas para el 2021 la protección de los líderes sociales, lo cual requerirá fortalecer las medidas individuales y colectivas, así como reactivar los canales de comunicación y articulación con las organizaciones afectadas. En todo caso, será muy difícil proteger a los líderes sin mejorar las condiciones de seguridad de las zonas en las que se encuentran.
7. La tensa relación y los cuestionamientos a la Fuerza Pública
El impacto negativo en la imagen de la Fuerza Pública no solo se refleja en las encuestas nacionales sino también en las posturas de los actores locales de las zonas golpeadas por la violencia organizada. Así lo hemos podido corroborar en la FIP en las entrevistas realizadas en distintas regiones del país. El aumento de la presencia de la Fuerza Pública en el Catatumbo, Bajo Cauca y el departamento de Nariño, no se ha traducido en una mejoría significativa de las condiciones de seguridad. La corrupción es un problema serio, raramente denunciado, pero frecuentemente señalado en las zonas con una alta injerencia de las economías ilegales. Las tensiones son latentes, allí donde la Fuerza Pública termina cargando con todo el peso de la presencia estatal. Con un postura a la defensiva y refugiados en la narrativa de las manzanas podridas, no hay señales de que esto cambie en el 2021.
8. La política antinarcóticos como la política de seguridad
El gobierno ha identificado al narcotráfico como el principal problema de seguridad, volcando sus limitadas capacidades a erradicar cultivos ilícitos. La ecuación es aparentemente simple: donde hay violencia, hay rutas o coca (o viceversa). Por tanto, la respuesta es continuar con la intensiva destrucción de las plantaciones. Aunque el Ejecutivo pretende reactivar la aspersión aérea en 2021, el camino está lleno de obstáculos. Con las avionetas en tierra, la opción seguirá siendo la ineficiente y costosa erradicación manual, que se verá contrarrestada por activos procesos de resiembra y la resistencia de las comunidades.
A finales de 2020, advertimos en la FIP que en varias zonas del país el pago de la hoja de coca y la pasta estaba incrementándose y que diferentes grupos armados estaban empujando a las comunidades a retomar los cultivos ilícitos. Probablemente en 2021 la producción se mantendrá en una meseta, un “logro” que será usado como la moneda de cambio ante la falta de una verdadera política de seguridad.
9. Lo que ocurre al otro lado de la frontera y la relación con Venezuela
Las organizaciones armadas colombianas –como el ELN y la Segunda Marquetalia– tienen una influencia consolidada en Venezuela, operando en los dos países. Allí no solo tienen una zona de retaguardia sino de captación de rentas y recursos. Del lado colombiano, mientras que, en Norte de Santander, el dominio y la regulación ilegal es inestable, con constantes disputas, en Arauca los arreglos entre el ELN y las disidencias han configurado una tensa calma. Los grupos armados han sacado provecho de la ruptura diplomática y la ausencia de cooperación entre los dos países, así como del cierre de los pasos fronterizos en medio de la pandemia. Esta situación no tendrá grandes cambios en 2021.
Si bien es posible que el presidente Biden explore caminos diplomáticos y cambie la retórica, esto tomará tiempo y no será la prioridad para el primer año de su administración. Maduro continúa atornillado al poder con una oposición dividida. Mientras que, en Colombia, el discurso del castrochavismo tomará fuerza en el preámbulo de la contienda electoral, en medio de una nueva ola de migrantes.
10. Las otras formas de violencia de las que poco se habla
Si bien la discusiones sobre la violencia organizada suelen concentrarse en el homicidio –su parte más explícita y visible–, los impactos humanitarios tienen un espectro más amplio. La vida cotidiana de cientos de ciudadanos se ve afectada por la amenaza y la extorsión. Decenas de mujeres son víctimas de la trata de personas y la explotación sexual por parte de los grupos armados ilegales. Niños, niñas y adolescentes están expuestos al reclutamiento forzado y a su uso por parte de organizaciones subversivas y criminales. Mientras tanto, el miedo y la erosión del tejido social, van minando las capacidades de las comunidades y sus liderazgos. En este contexto, en numerosas de veredas y municipios la transición de la guerra a la paz se hace cada vez más borrosa.
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Las diez dinámicas aquí descritas no tienen un final predeterminado y no estamos sujetos a un destino trágico. La violencia organizada se puede prevenir y contener. Pero para lograrlo es importante entender sus rupturas, transformaciones y también sus continuidades. El conflicto armado en Colombia ha cambiado y se requiere una visión renovada de la seguridad, que supere la discusión sobre el vacío estatal, para abordar de frente su eficacia y legitimidad. En esto, desafortunadamente, también es posible que haya pocos avances en 2021. Este estancamiento es una oportunidad para abrir el debate, pensar en alternativas y hacer propuestas. Un propósito para el año que comienza.
*Juan Carlos Vergara es politólogo de la Universidad Javeriana, especialista en Teoría y Resolución de Conflictos Armados de la Universidad de los Andes y con maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Georgetown en Estados Unidos, donde coordinó el programa “Crimen Organizado y Economías Criminales”. Investigador de la FIP y del Global Fellow del Woodrow Wilson Center (Washington DC). Se ha desempeñado como consultor internacional en temas seguridad y política criminal para el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), la Universidad de las Naciones Unidas, la Organización de los Estados Americanos (OEA) y la Unión Europea. También ha sido asesor regional del Instituto Igarapé (Brasil). Coordinó la Unidad de Análisis de la Misión de Apoyo al Proceso de Paz de la OEA (MAPP-OEA) en Colombia y fue investigador del Observatorio de Derechos Humanos de la Vicepresidencia de Colombia. Tiene experiencia en trabajo e investigación en Argentina, Bolivia, Brasil, El Salvador, Guatemala, y México.