Los líderes de las bandas criminales de Medellín quieren hablar en Cuba. Dicen que tienen poder suficiente para hacer parte del proceso de paz que se desarrolla con las Farc y que, si el Estado no los tiene en cuenta, van a matar a los guerrilleros que se desmovilicen.
Por: Mario Zamudio
“Si llegan aquí, los vamos a declarar objetivo militar”, dice el comandante de una de las bandas criminales de Medellín. Está encapuchado, tiene gafas negras, guantes y uniforme militar. No se despega de su fusil ni de su pistola. Tampoco de los siete guardespaldas que lo cuidan con armas tan sofisticadas como las de cualquier ejército legal.
Se refiere a los desmovilizados que deje el proceso de diálogo en La Habana, si termina con la firma de un acuerdo de paz. A través de la capucha, de la que sale una voz delgada y paisa, se siente el odio con el que se refiere a las Farc. Entró a la guerra a los 17 años, cuando las milicias urbanas de la guerrilla trataban de adueñarse de Medellín y desde entonces ha dedicado su vida a combatirlos.
Hoy está al mando de dos mil hombres. Dos mil jóvenes de las comunas y los barrios más populares de Medellín que ejercen un control territorial evidente tanto en el área metropolitana como en las zonas rurales de la capital antioqueña. Dos mil hombres que controlan el negocio del microtráfico y la extorsión. Dos mil guerreros con los fusiles en silencio.
Hace más de dos años, esta confederación de bandas criminales decidió hacer un pacto de fusiles para cesar la guerra en las comunas de Medellín. Desde entonces la reducción de homicidios en la ciudad ha sido evidente. En lo que va del 2015, las muertes se han reducido en 43% frente al mismo periodo del año anterior. El propio presidente Santos celebró la estadística.
“La paz no la hizo el alcalde, no la hizo el Estado, no la hizo la Policía ni el Ejército, la paz la hicimos nosotros como bandas criminales que nos reunimos cansados de tanta guerra, cansados de ver caer a nuestros hombres, cansados de ver caer gente, población civil inocente, tomamos la decisión de hacer el pacto de no agresión”, dice el comandante en una casa de ventanas chiquitas cubiertas con plástico negro, en la mitad de una comuna.
Su relación con la Fuerza Pública también es evidente. Bajo el mismo sistema de cuadrantes que utiliza la Policía en Medellín se mueven los miembros de las Bacrim para controlar plazas de vicio y organizar la actividad criminal. Hay una especie de “coexistencia pacífica entre la legalidad y la ilegalidad” en Medellín, como afirma Luis Guillermo Pardo, director del Centro Consultorio de Conflicto Urbano – C3.
“De nosotros, un policía está recibiendo alrededor de 200, 300 mil pesos semanales de por medio (…) Más o menos la mitad de la Policía recibe sueldo nuestro”, dice el comandante. Según ellos, algunos uniformados ayudan a coordinar patrullajes en zona rural de Medellín.
En terreno de las bandas
Una hora de viaje en carros de las Bacrim, con los ojos vendados. La mitad del recorrido en camino asfaltado y la otra en trochas que hacen rebotar el carro. Apagan el carro y dicen que nos tenemos que bajar. Es una montaña desde la que se ve Medellín. Nos recibe un hombre encapuchado, con camiseta negra y pantalón camuflado. Trae una pistola amarrada a la pierna y un fusil colgado de los hombros.
Detrás de él, a lado y lado del camino, hay por lo menos otros 15 hombres armados. Están cuidando la trocha, como desde hace años. “Nosotros hacemos presencia en zonas rurales, en zonas urbanas. En la zona urbana se anda de civil pero siempre al pendiente de lo que suceda. En la zona rural si se anda armados, en fusilados, armados como nos están viendo en el momento”, dice el jefe de este grupo.
Él es el único que puede hablar, forma a sus hombres y les dice que hagan las cosas rápido y con orden. Recorren la trocha varias veces, apuntan a los árboles y vigilan el lugar. “El objetivo que nosotros tenemos es ayudar a la comunidad ya que el Estado no hace presencia directamente en las comunas sino que llega, entra, y vuelve y sale, mientras que nosotros permanecemos las 24 horas atendiendo lo que no atienden las instituciones”.
Tienen ideas políticas similares a las de los paramilitares que se desmovilizaron hace casi 10 años. De hecho, muchos de los que hoy patrullan las calles a nombre de las bacrim hicieron parte del Metro y el Cacique Nutibara, los bloques paramilitares más fuertes de esta zona del país.
Todos son “hijos” de Don Berna, así lo dicen. Son herederos de un hombre que inició su vida criminal en el Epl, formó la Oficina de Envigado y terminó siendo uno de los interlocutores del paramilitarismo a nombre de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Uraba, tal vez el ejército más activo de esta organización.
Hoy, Don Berna paga una condena de 31 años de prisión en Estados Unidos por narcotráfico, pero su legado parece estar presente. De hecho, uno de los grandes métodos de financiación de las Bacrim de Medellín es el microtráfico. Han formado una verdadera industria de la droga que deja millones de dólares anuales.
“Aproximadamente por barrio pueden existir alrededor de 4 o 5 plazas y, por comuna, alrededor de 80 o 85 plazas. Por semana podemos estar recogiendo más de 150 millones de pesos por microtráfico en cada comuna y, en total, podemos estar recogiendo mensualmente entre 3500 y 3600 millones de pesos”, dice alguien detrás de una gorra, una capucha y unas gafas oscuras.
Es el financiero de la organización. Afirma que el proceso es piramidal y administrativo, que la línea de mando funciona a la perfección y que no se pierde un peso. Que le pagan a todos, que también producen licor adulterado y que no les falta plata para nada.
Mientras tanto, en la casa de ventanas chiquitas cubiertas de plástico negro, en medio de la comuna, el comandante sigue hablando. Dice que está cansado de la guerra y que quiere la paz pero no a cualquier costo. “No queremos pagar cárcel, queremos ser y estar en las comunas pero ya no como Bacrim sino como trabajadores sociales, trabajar por las comunidades, enseñarles a los jóvenes”.
Un reto para el Estado y el posible posconflicto
El fenómeno es tan importante que el propio fiscal general, Eduardo Montealegre, junto con el ministro de Justicia, Yesid Reyes, han radicado un proyecto de ley ante el Congreso para hacer una especie de mezcla entre proceso de paz y sometimiento a la justicia para las Bacrim. Esa idea le suena al comandante y a sus dos mil hombres.
En medio de la entrevista llega alguien y avisa que la Policía llamó y dijo que teníamos 15 minutos para acabar. El comandante insistió una vez más en su necesidad de un proceso de paz y dijo que el fin del conflicto no es el acuerdo de paz en La Habana. Él y sus hombres se fueron del lugar, guardaron los fusiles y las pistolas y se vistieron de civil.
“El mayor reto de mi sucesor son las bandas criminales”, dijo Juan Carlos Pinzón días antes de salir del Ministerio de Defensa, que hoy está en manos de Luis Carlos Villegas. Así de grande es el problema.
Mientras tanto, desde La Habana, los negociadores de paz de la guerrilla han pedido insistentemente el desmonte de los grupos paramilitares. Seguramente se refieren a grupos como el del comandante y sus dos mil hombres. Saben ellos, los de las Farc, y sabe el Estado, que el mayor obstáculo que tiene la Colombia del posconflicto es la presencia de ejércitos dispuestos a desarrollar una guerra que hoy parece estar anunciada, al tiempo que la gente de Medellín vive la esperanza de que los fusiles se queden en silencio.