OPINIÓN La subsistencia del fenómeno paramilitar no se puede comprender sin el apoyo de sectores institucionales.
Columnista: Max Yuri Gil Ramírez
La población de al menos cuatro departamentos vivió la imposición de un paro armado decretado por el grupo armado ilegal de Los Urabeños. Aunque el 80% de las acciones se concentraron en Antioquia, el paro también afectó municipios de Chocó, Córdoba y Bolívar.
El comunicado que ese grupo expidió, ordenando a las comunidades de sus zonas de influencia detener actividades laborales, comerciales y económicas, recurre a los argumentos de ser una expresión armada ante el abandono del Estado, y se sustenta en la conmemoración de la muerte de uno de sus principales cabecillas, así como en el “derecho” a protestar por diferentes problemáticas sociales.
Si bien las actividades cotidianas comenzaron a volver a la normalidad – aunque no plena –, desde el pasado sábado, es difícil separar ese paro armado de la actual coyuntura política, en especial por lo que implica el tramo final de las negociaciones con las Farc y el inicio del proceso con el ELN.
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Aunque en ese mismo comunicado se dicen amigos de la paz, acciones como esa parálisis representan un obstáculo más en la dinámica de las conversaciones de paz, en particular en un momento en que Gobierno y Farc discuten la ubicación de las zonas de concentración para definir el cese al fuego bilateral y definitivo, y cuando han arreciado las acciones de violencia contra líderes sociales y políticos integrantes de movimientos sociales y partidos de izquierda en diferentes territorios.
Además, fortalecen las demandas de seguridad que ha hecho la guerrilla ante el riesgo que implica el paramilitarismo para la acción política de esta organización luego de abandonar las armas, como ha ocurrido en el pasado con otros grupos después de su desmovilización.
Los Urabeños o “Autodefensas Gaitanistas de Colombia”, como ellos se denominan, son un grupo armado heredero del accionar paramilitar de bloques de las Autodefensas Unidas de Colombia, en especial de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá, de los bloques Bananero, Central Bolívar, Cacique Nutibara y Héroes de Granada. También de la Oficina de Envigado que aún actúa en Medellín.
La mayoría de sus mandos e integrantes no se desmovilizaron, o bien, se rearmaron luego de la desmovilización parcial de los grupos paramilitares y mantuvieron sus actividades tradicionales de control de negocios vinculados al narcotráfico, la extorsión, la agroindustria y la minería, legal, informal e ilegal. Así mismo, han mantenido actividades de violencia e intimidación contra organizaciones sociales y de derechos humanos, en especial contra líderes reclamantes de tierras despojadas por el accionar paramilitar.
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Si bien es cierto, no son lo mismo que los grupos paramilitares que actuaron entre los 90 y la primera década del presente siglo –especialmente por el peso de la captura de rentas como motivación para sus actividades–, en muchas de sus acciones sí se evidencian continuidades.
Una de ellas es que son la fuerza de choque de alianzas regionales entre sectores políticos, económicos y sociales, que mediante el uso de la violencia se han resistido a procesos de democratización que podrían debilitar el orden injusto e inequitativo.
La subsistencia del fenómeno paramilitar en las zonas de actuación de Los Urabeños no se puede comprender sin el respaldo de estos sectores, pero sin duda, tampoco sin el apoyo de sectores institucionales que por décadas han convivido con la ilegalidad como la mejor alternativa para la definición del orden en los territorios. No son zonas sin presencia del Estado, sino que una parte del Estado controla a la población mediante esta estrategia.
Terminar las negociaciones con las Farc y consolidar las que se inician con el ELN requerirá la confrontación a las fuerzas que persisten en el uso de la violencia para impedir el avance hacia una real democracia. Las acciones de Los Urabeños y el creciente asesinato e intimidación de líderes en el país es el resultado de la decisión de sectores sociales de ahogar en sangre los anhelos de paz.
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La posibilidad de una salida negociada al conflicto armado colombiano es una realidad alcanzable. Por eso se ha desatado el accionar de un bloque político, económico y social enemigo de la negociación que hoy repite un guión que ya se conoce en el país desde mediados de los 80: acción política legal combinada con acción violenta.
El reto para la institucionalidad pública y los sectores sociales es lograr el sometimiento de estas fuerzas e imponer el camino de la democratización como la vía esencial para la transformación del país. Ese es el reto que debemos afrontar en los próximos meses. De lo contrario, una vez más, el sueño de una nación en paz con mayores niveles de democracia se verá truncado por el poder y capacidad de daño de estos sectores antidemocráticos.