Tras décadas de persecución al cultivo, los pobladores de Lerma, en el Cauca, no han dejado de usarla, pero hablan poco de ella. Un líder campesino quiere que esto cambie.
Por: Clara Roig Medina
Todas las fotos fueron tomadas por la autora
El viento sopla suave, seco. La tierra calienta. El sol abrasa. La brisa remueve el polvo del camino que conduce al pequeño corregimiento de Lerma, en las montañas áridas del Macizo Colombiano, en el municipio de Bolívar (Cauca). A un lado de la calle principal, los niños juegan al futbol en el polideportivo. Las mujeres reposan en los bancos delante de las casas y los hombres se reúnen en las tiendecitas que dan a la calle. “Aquí hubo un muerto”, dice Herney Ruiz señalando la entrada de una casa, “y aquí, aquí, y aquí”. Todo a su alrededor parece tranquilo. “Si pusiéramos una cruz en cada esquina donde ha habido un muerto, no podríamos cerrar las puertas de las casas”, comenta.
Comprometido y emprendedor, Herney ha participado en el proceso de paz de Lerma como líder comunitario y ha desarrollado una alternativa al cultivo ilícito de la hoja de coca en un municipio en el que el 80% de la economía se basa en pequeños cultivos de esta planta. Aunque aún no es del todo rentable, su pequeña tienda de productos derivados de la hoja de coca ha pasado de generar 500.000 pesos colombianos por año en el 2009 a 6 millones de pesos en el 2015. A partir de una harina que saca de moler las hojas de coca hace panes, galletas, vino, pomadas, y hasta una torta que ofrece al obispo cuando viene de visita. Para Herney, y para otros campesinos que como él buscan alternativas lícitas para el cultivo, son los frutos acumulados de seis años de resistencia trabajando con una mata a la que no le faltan estigmatizaciones.
Recuerdos de un pueblo inmerso en la violencia
En los años 80, Lerma vivía sumido en la violencia. El narcotráfico se había infiltrado en todas las esferas sociales de esta pequeña localidad. Una frase popular de esos tiempos, que aún resuena, cuenta que los jueves y los domingos no eran días normales, porque era usual que aparecieran al menos dos o tres muertos.
Según relatan los abuelos del pueblo, todo empezó cuando el negocio de la base de coca irrumpió en la región, un “regalo” de los Cuerpos de Paz norteamericanos que vinieron a Colombia entre los años 1961 y 1981. Herney recuerda a “esos verracos de ojos azules y piel clara” fumando la base de coca. “Ellos nos enseñaron a sacar el clorhidrato de cocaína de la hoja”, explica con un aire de resentimiento.
Durante los años de la bonanza cocalera (1978-1983), Herney, como cualquier otro niño, frecuentaba una de las 15 cantinas del pueblo. A los 13 años, vendió sus 19 matas de hoja de coca y con ello se compró un revólver. A los 14, entró a trabajar en una cocina donde se preparaban 300 gr. de cocaína por semana. Una vez aprendida la química, montó su propio negocio con un primo. “El campesino era el jefe de la cocina”, comenta. Pero vino el Cartel de Medellín, que tenía la plata, y pasó a controlar la producción. Después, entró la guerrilla.
“Todos mis amigos de juventud están muertos”, asegura ‘El Gato’, un campesino de la zona que prefiere mantener su nombre en el anonimato. Entre el 83 y el 88 murieron alrededor de 120 personas en un pueblo de 400 habitantes.
Así que Lerma se vio obligada a iniciar su propio proceso de paz mucho antes que el resto del país. Comenzó con el cierre de las cantinas en el 88 y finalizó con un programa educativo impulsado por Walter Gaviria, licenciado de Popayán, para enseñar a los niños nuevos valores a través de la música, el teatro y el deporte. En 1993 se fundó el Comité de Integración del Macizo Colombiano (CIMA) para llevar a cabo programas de desarrollo rural. La experiencia de Lerma fue tan exitosa que en el 2003 pasó a formar parte de los Laboratorios de Paz impulsados por la Unión Europea para sistematizar las buenas prácticas. En el 2013, Lerma fue reconocido como ‘Territorio de Convivencia y Paz’ por el Municipio de Bolívar, título que ostenta con orgullo el gran árbol que preside la entrada del pueblo.
Sin embargo, la violencia y el narcotráfico dejaron mella. Sobre todo porque la violencia, el narcotráfico y el combate de las autoridades consiguieron satanizar la hoja de coca en un territorio en el que se la consideraba sagrada: “la Mamacoca”, la madre de todas las plantas.
Una tradición que se oculta
En el mercado de Bolívar, una vendedora esconde entre maíz y frijoles unas pocas bolsitas de hoja de coca tostada. “¿Cuántas vende al día?”, pregunta Herney. Ella lo mira de refilón y responde que poquitas, “una o dos bolsitas na’ más”. Al poco tiempo, un señor con sombrero y camiseta a cuadros le compra dos bolsitas. Al minuto otro señor proveniente de la ciudad le pide otras dos “para hacer infusiones”. La vendedora saca de repente un saco entero que tenía escondido y empieza a rellenar más bolsitas. Herney llama a esa modalidad “venta en resistencia”.
En la cantina, una señora mayor come lentamente su sopa de maíz. Se llama Teodosia Hernández, es originaria del Morro, Bolívar y es de las pocas mambeadoras (mascadoras de hoja de coca) que quedan en la región. “Mambear va bien para cualquier oficio”, explica. “Ahora mambeo para barrer y limpiar, sino todo me da pereza”. Doña Teodosia relata como en sus años mozos vendía, compraba y mascaba hoja de coca todos los días. “Siempre dicen que se va a acabar, pero la hoja nunca se acaba”, afirma. Don Agustín, emocionado por unirse a la conversación, empieza a explicar cómo se produce el mambe, una piedra calcina que se usa en el mascado para quitarle la amargura a la hoja y que es lo que le da el nombre en Colombia. Sus padres eran mambeadores y le enseñaron a quemar la cal. “¿Y usted sigue mambeando Don Agustín?”, pregunta Herney inocentemente. “¿Yo?”, se extraña. “Con el contrabando lo tachaban a uno de verraco. Así que cuando las autoridades empezaron a erradicar, yo también arranqué mis matas”, sentencia.
Hoy en día, en Colombia muchos campesinos rehúyen al uso de la hoja de coca y los mascadores prefieren mantenerse en el anonimato. “El campesino es muy reservado. La represión ha hecho que la gente no luche por sus derechos”, aclara Herney.
El impacto de ‘la guerra contra las drogas’
En un pequeño terreno de menos de un cuarto de hectárea en una pendiente empinada, Herney cultiva de todo: yuca, plátano, frijoles, piña, mango, coca. Después del largo verano de seis meses, la tierra está seca y los guineos se ven lánguidos. Quedan unos pocos plátanos verdes colgando de la mata. Herney agarra uno y lo abre. La parte interior está toda negra, podrida. “Este tipo de guineo ya no sirve, tenemos que arrancarlo todo y volver a plantar con una nueva semilla”, explica Herney.
Han pasado dos años desde que tuvo lugar la última fumigación en Bolívar, a unos 30 o 40km del pueblo, pero las consecuencias aún son palpables. “Esto ha sido una guerra biológica”, denuncia Herney, “salíamos a mirar las avionetas y al día siguiente teníamos ronchas en el cuerpo, diarrea e irritación de la vista y la garganta”, añade.
Como parte de la llamada “guerra contra las drogas”, promovida por Washington y la ONU, en los años 90 empezaron las fumigaciones con glifosato. Los cultivos no dejaron de aumentar hasta el 2001, cuando se implementó el Plan Colombia financiado por los EE.UU. La nueva ofensiva redujo los cultivos, aunque solo temporalmente, pues entre 2003 y 2007 volvieron a incrementarse hasta alcanzar los niveles del 2001. El mismo Departamento de Estado de EE.UU. reconoce que tales políticas provocaron que los cultivos se esparcieran por todo el país, hacia áreas remotas. Fue entonces cuando el gobierno colombiano introdujo un nuevo método a su ofensiva: las erradicaciones manuales con presencia de militares y agentes antinarcóticos en el terreno.
No obstante, luego de 25 años de fumigaciones (en octubre del 2015) el Gobierno colombiano aceptó suspender las aspresiones con glifosato haciendo caso a un estudio de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que confirmaba sus efectos nocivos en el ser humano y el medio ambiente. Sin embargo, después de un aumento de los cultivos en el 2016, el gobierno decidió retomar el uso del glifosato, esta vez por vía terrestre y con un protocolo especial para evitar la afectación a las comunidades campesinas. Todo esto sin descuidar la erradicación manual, un sistema que no gusta a las familias locales, que se quejan de que quedarse sin sustento económico y sin una alternativa viable. “Las erradicaciones trajeron pobreza y descomposición social. Aumentaron los atracos en la carretera y muchas familias se fueron a la ciudad. La escuela pasó de 120 alumnos a 60”, explica Herney.
La nueva apuesta del gobierno colombiano es la sustitución de cultivos a través del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS), que contempla la participación comunitaria y la sustitución voluntaria. Algo que para Dora Troyano, impulsora de la campaña “Coca y Soberanía” en Colombia, es clave. “Las comunidades tienen que poder decidir si quieren cultivar la hoja de coca como un producto agrícola más y para eso debe estar despenalizada. Además, las familias tienen que ser propietarias de la tierra”, puntualiza.
Hugo Cabieses, economista peruano experto en drogas y desarrollo rural, considera que la solución pasa por la diversificación: “Los organismos internacionales y de cooperación creen que la única posibilidad es sustituir la coca por un solo producto. Pero tenemos que reemplazar esta cultura del monocultivo por una que favorezca la diversificación, no solo de cultivos sino también de actividades económicas sostenibles y viables en el terreno”. Para Herney, la diversificación es imprescindible ya que la sustitución significaría borrar de plano la hoja de coca y con ello, acabar con toda una cultura.
Por el camino hacia el río, Herney se encuentra a un productor de coca, de aquellos que cultivan la coca “para otra cosa”. Edier aprendió a recoger la hoja en el Putumayo, donde trabajó como jornalero durante tres años en los cultivos dominados por las Farc. Harto del control de la guerrilla, recorrió el sur de Colombia de cultivo en cultivo. Trató de sembrar maíz y cacahuetes en Nariño y perdió la semilla. Trató de cultivar café en Bolívar y el verano arrasó con todo. Sólo le quedó la coca. “Hay limones, mangos, piñas, pero el transporte sale más caro que lo que uno pueda sacar por caja. Para sustituir la coca se necesitarían sistemas de riego”, asegura Edier.
Los acuerdos de paz de La Habana contemplan una reforma rural que pretende conceder tierras al campesinado a través de un fondo de distribución de tierras, y promover el desarrollo social y económico en las zonas rurales. Sin embargo, los habitantes de Lerma dudan de que el campesino salga beneficiado de todo el proceso. Temen una lucha abierta por los recursos naturales y por la tierra: después de tantos años de dolor, aún desconfían de que sea la paz la que domine sus días.