Moniyamena, una casa de un barrio exclusivo de Bogotá, recibe a mujeres desplazadas por la violencia. Es nuestro lugar PACIFISTA preferido de Chapinero.
Por: Natalia Otero Herrera
Moniyamena, la casa indígena
La polución de la carrera Séptima de Bogotá se percibe desde esta calle. En la cuadra, como en el resto del barrio Chapinero, los edificios de ladrillo y las casas de rejas blancas están amontonados, uno tras otro. En la esquina está la tienda de barrio y al otro lado un pequeño parque. Arriba, la transitada carrera Quinta.
Parados en ella vemos pasar al transeúnte, al camión de comercio, al paseador de perros. Es el escenario para el artista, el tendero, el residente de toda la vida, el animal callejero, el estudiante, el vegano, el vegetariano y el artesano… un lugar donde se dice, habitan los hipsters del norte de Bogotá. Mejor dicho, estamos en pleno Chapi-high: 48 con sexta. Y ahí, en medio del edificio y el supermercado “PARATODOS”, enfrente de la camioneta blanca, y envuelto en los ritmos citadinos, hay un territorio indígena.
Dos mujeres son las guardianas y fundadoras de la casa a la que estamos a punto de entrar. Fany Kuiru Castro y Clemencia Herrera Nemerayema, lideresas uitoto, levantaron de los escombros, entre ratones y humedad, este lugar que está destinado a ser un refugio para mujeres indígenas víctimas de la violencia. Basadas en el Auto 092 de la Corte Constitucional, en el que se adoptan medidas de protección para mujeres víctimas del desplazamiento forzado, decidieron apostarle a un proyecto de vida que les brindara un pedazo de territorio indígena en medio de un contexto externo, para poder volver a retomar y reconstruir sus vidas. Recibieron recursos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y con la ayuda del Ministerio de Cultura y de su madrina, Beatriz Gutiérrez, encontraron este espacio, que pertenece al Instituto de Bienestar Familiar (ICBF).
— Es un espacio de paz para que las mujeres que están fuera de su territorio puedan reconstruir su vida en un lugar ajeno. Las wayuú, nasa, muisca, inga, piratapuyo, o de cualquier pueblo indígena, necesitan encontrar un espacio parecido a su territorio original, en donde puedan hablar la lengua, trabajar sus artesanías, dialogar alrededor de la cocina y retomar sus costumbres —, dice Fanny, y después me cuenta que ni ella ni Clemencia son desplazadas, lo que les permite acompañarlas y tener una mentalidad tranquila para sacarlas adelante, diferente a la de una víctima que está preocupada por el dolor, por reconstruir su familia o por readaptarse en el nuevo entorno.
Ellas vienen de La Chorrera, Amazonas, ese mismo lugar que anda de moda por la película “El abrazo de la serpiente” porque nos revivió la época de las caucheras, en la que los árboles sangraban y los niños eran flagelados para evangelizarse. Pero su vida es itinerante, siempre están aquí y allá, recorriendo Colombia para tener permanente comunicación con los pueblos. La casa cultural Mujer, Tejer y Saberes es su hogar, de todos modos, y en ella han construido una bonita familia.
En su fachada el lugar luce como cualquier otro del barrio. Paredes de piedras, terraza de ladrillo, tres pisos, rejas blancas a la entrada. Por dentro, es un mundo distinto, en donde entorno a la gastronomía, los tejidos, el diálogo y las artesanías, reina la colectividad en la que viejos y niños son incluidos.
Entramos.
Primer piso: artesanías
—Moniyamena, se llama.
—¿Moniyamena, significa mujer, tejido y saberes?
—No. Es un mito de nuestro pueblo uitoto —, nos explica Clemencia — que tiene que ver con el árbol de la abundancia. Pero de la verdadera abundancia, esa que va más allá de las cosas materiales.
En la pared del primer piso se encuentra una pintura de malokas, ríos y montes, hecha por los niños indígenas. A la izquierda, cuelgan los collares de shakiras, con guacamayas dibujadas y colores verde, amarillo, naranja y café que evocan a la naturaleza de los territorios. Al fondo, y organizados en repisas, están los canastos y las mochilas, que significan el tejido de la vida. Todos estos productos son comerciados por las mujeres, lo que les permite ser autosostenibles en la casa.
Estando ahí, la polución de la Séptima y el ritmo citadino quedan atrás. Ahora estamos en territorio indígena.
Las puertas están abiertas las 24 horas. En el proyecto participan 21 mujeres, permanentemente, que aportan con sus nuevas generaciones de hijos y nietos. Pero la casa se llena con actividades específicas: cuando hay tejidos o cosidos, en las ferias gastronómicas, cuando hay diálogos sobre los derechos de las mujeres o talleres de entidades aliadas. Todo, con el fin de recrear el ambiente del territorio indígena, en donde nadie es discriminado y las mujeres reconozcan sus derechos.
—”Somos una familia y todas dependemos de cada una. No somos individuales. En esta casa seguimos manejando el tema de la colectividad, porque si hay para uno hay para todos”.
—”¿Es decir que las que cosen también cocinan y tejen?”
—”Si la familia entera no participa de todas las actividades, no se aprende en la vida porque el aprendizaje viene del otro. Cuando hay minga, que son los trabajos colectivos, vamos todos desde el bebé hasta el chuchumeco”.
Las escaleras están adornadas con sonajeros, tejidos y pinturas de rostros indígenas.
Llegamos a un nuevo espacio.
Segundo piso: la biblioteca y la gastronomía
De vez en cuando, Fanny y Clemencia intercambian palabras en uitoto.
—¿Cómo se dice “hola”?
—No se dice. Tenemos saludos específicos. Lo importante para pronunciar es poder decir la “lgh”.
Y hace un sonido que después de muchos intentos, aun reacomodando la lengua, no logré imitar. Lo bueno es que el padre de Fanny vendrá pronto a dictar clases de uitoto.
Este año la casa cumplió cinco años de estar en pie. Su cimiento es la paz. La paz desde la cosmovisión indígena, una que, según ellas, ya viven en sus territorios porque en ellos no hay exclusión.
—Hay que grabarse en la cabeza que en donde haya excluidos siempre habrá conflicto y guerra. Nuestras mujeres están formadas en manipulación de alimentos, en generación de ingresos e incluso en plan de negocios —, dice Fanny y saca una jarra con bebida mientras señala unos biombos con dibujos indígenas que están a la venta. —Prueben esto. Hace parte de nuestras ceremonias. Es almidón con piña.
En el segundo piso se encuentra la cocina, en donde reina la comida amazónica porque gustó más que el cocido muisca y la sopa de gato nasa. Afuera está el comedor que a veces, como en este momento, usan de mesa de trabajo para hacer los collares. Al fondo hay una biblioteca con sus estanterías a reventar de libros relacionados con la cultura indígena. Es un espacio de diálogo, en el que a través de la comida y el arte se reparan los dolores de las mujeres.
El lugar está vivo, lleno de cuadros y colores. Se siente como un hogar, más que una casa de paso. Allá entran las mujeres y se integran inmediatamente a los trabajos cotidianos.
Tercer piso: las hamacas y la costura
El tercer piso nos da la bienvenida con dos letreros que señalan el baño para mujeres y para hombres. Están escritos en uitoto.
—”Los hicieron los niños indígenas. La idea es que ellos aprendan la lengua desde pequeños”.
—”¿Y este Cristo escondido? —pregunta Andy, señalando la escultura de un Jesús que se encuentra metida en la parte de arriba de un clóset. Ellas ríen”.
—”Bueno, pues nuestros pueblos fueron evangelizados a principios del siglo. Entonces pensamos mandarlo a nuestra comunidad. De todas maneras, gracias a los curas es que tenemos letra bonita y buena ortografía”.
Salimos del lugar de eventos y reuniones, que es un salón común y corriente, muy ejecutivo como cualquier otro, pero con las paredes, nuevamente, llenas de dibujos de niños. En el cuarto de al lado se encuentra el espacio para coser.
Camisones y vestidos están colgados en la pared. Todos blancos, con diseños bordados y de diferentes colores. Otra de las actividades de la casa es la confección. El plasmar los tejidos en las vestimentas significa para los indígenas una forma de transmitir el conocimiento que los abuelos les han dejado sobre las historias de sus pueblos. Las personas interesadas en vestir con ellas, pueden hacer pedidos personales y aquí les hacen piezas únicas.
Abandonamos las máquinas de coser y entramos a la zona de hamacas tejidas por mujeres wayuú. Nos explican que este lugar se usa para las terapias con las mujeres. Acostadas cuentan sus dolores o descansan.
Las ayudas psicosociales que tienen las mujeres indígenas que conviven en esta casa no son las mismas que las de una víctima. Acá los psicólogos y abogados no son muy bienvenidos porque, según lo consideran, ellos no logran entender el dolor que las mujeres. Para ellas, la mejor terapia es estar en el colectivo, sacando todo en las actividades cotidianas y sintiendo el apoyo de quienes ya han pasado por su situación.
—Es la confianza que se tienen entre sí y el dolor compartido. Además, los psicólogos y abogados vienen y se van. Nosotras estamos acá siempre, esto es un proyecto de vida.
Luego nos cuentan que sus padres vivieron en carne la época de la vorágine, las caucherías y las misiones católicas. A ellas les tocó la mano dura de los curas franciscanos y por eso, dicen, llevan el dolor adentro. Los pueblos indígenas amazónicos ya pasaron por un conflicto peor del que se vive hoy en Colombia: de genocidios, quema de personas, desmembramientos, abortos obligados y trabajo forzoso… todo eso les permite entender el dolor de las víctimas de hoy.
Esta casa es, ante todo, una mensajera de paz. Es un proyecto de desarrollo con cultura e identidad, en el que estar en armonía es la finalidad.
— No busque paz en acuerdos, ni en diálogos, eso es solo una parte de ese proceso, busque armonía y equilibrio, de manera colectiva. Esta lucha ha sido de desánimos y ánimos, como una odisea, pero aquí andamos, gracias a los motores que somos y a la comunidad.
Y realmente así se siente: un pedacito de armonía, arte y cultura indígena, vivo y latente en pleno Chapi-high.