Rico en carbón, oro y petróleo, este pueblo ha aguantado como pocos la peor cara de la guerrilla, los paramilitares y el Estado.
El Catatumbo es una de las regiones donde más duro ha pegado la violencia en el país. Lleva el nombre de la cuenca del río que nace en Ocaña y desemboca en Maracaibo, Venezuela, y es rica en carbón, oro y petróleo. Por esas dos razones, la frontera y los minerales, ha tenido que sufrir la guerra de los paramilitares, las guerrillas y el Estado.
En el oriente del Catatumbo, en el límite con Zulia, Venezuela, queda Tibú, un pueblo de poco más de treinta mil habitantes donde en los últimos veinte años ha habido 31 masacres. En proporción, es como si, en ese mismo periodo, Bogotá hubiera sufrido ocho mil masacres.
En el marco del lanzamiento de la serie “Colombia: una nación desplazada”, el Centro Nacional de Memoria Histórica presenta el informe “Con licencia para desplazar: masacres y reconfiguración territorial en Tibú, Catatumbo”, en el que hace una reconstrucción histórica de uno de los municipios que más ha sufrido el conflicto armado y que ha visto huir a casi la mitad de la población.
La historia reciente de la violencia en Tibú se remonta a los 80, época en que entraron a la región nuevos actores políticos y económicos: el petróleo, la coca, la política antidrogas, la agroindustria de la palma y el auge mineroenergético. La ruptura fue culpa de la coca. La rentabilidad altísima acabó con el campesino tradicional y el boom atrajo una primera ola de violencia por parte del Frente 33 de las Farc.
“Las Farc amenazaban y asesinaban a los que no pagaban, los que “robaban y a los que consumían drogas”, y a servidores públicos que se opusieran al negocio ilícito. De esa forma se impusieron como autoridad, controlaron la compra de la hoja de coca y cobraron tributos a cambio de seguridad a los diferentes eslabones del negocio del narcotráfico, entre ellos a los procesadores y los comerciantes y traficantes que trasladaban la pasta de coca a Maracaibo o Mérida, en Venezuela, y a Cúcuta”, dice el informe del CNMH.
Entre 1989 y 1996, con el auge de las guerrillas —porque, además de las Farc, había también presencia del ELN y el EPL—, fueron desplazadas casi mil personas. Pero, a la vez que la guerra por el control territorial hacía estragos, los tibuyanos también recuerdan que fue una época marcada por la conformación de organizaciones sociales de distintos tipos, de apoyo a la las negociaciones con grupos guerrilleros y a la Constituyente del 91.
Con el aumento de la violencia, el pasivo fortalecimiento de las estructuras paramilitares y el terror por las dos primeras masacres de los noventa, a manos de disidentes del ELN y el EPL, se aumentó la presencia de la fuerza pública con la Brigada Móvil 2, dirigida a combatir guerrillas. El accionar de esa Brigada y del Grupo Mecanizado No. 5 Maza del Ejército Nacional, sin embargo, fue denunciado por organismos de derechos humanos por la criminalización de la población civil, las capturas y judicializaciones arbitrarias de líderes sociales y políticos, sindicalistas, casos de violencia sexual, desapariciones y ejecuciones extrajudiciales.
En cualquier caso, el informe concluye que sin duda la época del gran éxodo fue entre 1997 y 2004, periodo del fortalecimiento y la arremetida sanguinaria de grupos paramilitares en la zona. Las guerrillas vieron llegar a los Masetos, como le llamaban a los miembros del grupo Muerte a secuestradores (MAS), y empezaron a asesinar sin fundamentos, a dedo, a quienes creían paramilitares, fueran nativos o comerciantes. Del otro lado, el Bloque Catatumbo hacía lo mismo pero al revés: bajo la orden de cazar guerrilleros, mataron indiscriminadamente a cientos de inocentes.
La historia cuenta que 1999 fue el año más aterrador. A partir de ese año, decía Salvatore Mancuso, excomandante del Bloque Catatumbo de los paramilitares, la organización criminal al mando de Carlos Castaño, con el apoyo de sus aliados Los Prada y Los Pepes, finqueros, comerciantes y servidores públicos civiles y militares, aseguró el control de la franja que comunica el Urabá y el departamento de Córdoba con Norte de Santander y Arauca, delineando una línea divisoria entre el norte y el centro del país.
Durante ese año, los paramilitares cometieron seis masacres, con un total de 69 muertos, que hicieron huir a más de ocho mil tibuyenses. Los habitantes recuerdan que muchas de las masacres ocurrían los sábados, que era el día en que se reunían en la cabecera municipal o en las vías los comerciantes, vendedores de drogas, prostitutas y raspachines.
Habitantes de La Gabarra, el corregimiento de Tibú más golpeado por la guerra, cuentan en el informe que los sábados se movían “entre 10 mil y 15 mil millones de pesos, producto de la actividad del narcotráfico, de las vacunas que pedían por cada vaca, gaseosa, cerveza y demás productos que entraban a la zona y de las extorsiones directas a los comerciantes”.
Fue en 1999 cuando 200 paramilitares, en seis camiones, transitaron la ruta que después se conocería como “camino de la muerte”, desde el Urabá cordobés, centro de operaciones de la Casa Castaño, hasta Tibú. Entraron fácilmente al pueblo, según el informe, porque el Ejército removió los puestos de control, y solo tuvieron que superar un retén militar. Estuvieron en Tibú entre el 29 de mayo y el 21 de agosto, y fueron victimarios de tres masacres, en La Gabarra, Socuavo y el casco urbano.
Entre 1997 y 2004 la guerrilla tampoco se quedó quieta. Aumentaron los sabotajes contra la infraestructura y los ataques a instalaciones militares. Además, para no perder el control de la economía cocalera, las Farc se ensañaron contra los raspachines. En nueve masacres dejaron 87 muertos. El terror que sembraron, junto al de los paramilitares y otros victimarios no identificados, hicieron huir más de 30 mil personas en en época, según datos del Registro Único de Víctimas.
Los tiempos de horror empezaron a apaciguarse, lentamente, a partir de 2006, después de la desmovilización del Bloque Catatumbo, en el marco de Justicia y Paz. Eso, sumado al control militar del gobierno de Álvaro Uribe, acabó con una penosa racha de años y años de masacres y disminuyó algunos índices de violencia.
A pesar del terror generado por la guerra y el abandono, los tibuyanos, concluye el informe, son un claro ejemplo de una comunidad que ha buscado sobrevivir ante la adversidad. A través de distintas manifestaciones de resistencia, las víctimas han denunciado la importancia y la gravedad de lo ocurrido, y se han reunido en colectivos para reivindicar sus derechos y no olvidar el horror de lo ocurrido. Pero no son ellos los únicos que tienen que recordar.