Soy hombre, también mujer y no quiero ocultarlo | ¡PACIFISTA!
Soy hombre, también mujer y no quiero ocultarlo Ilustración: Zafaraz
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Soy hombre, también mujer y no quiero ocultarlo

Colaborador ¡Pacifista! - agosto 23, 2017

Tener una identidad femenina y masculina me ha llevado a recibir rechazo y a dar miles de explicaciones para que los hombres con los que salgo no se asusten.

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Esta es la segunda entrega de #ChaoDiscrminación, un especial de ¡PACIFISTA! y Sentiido que explora las historias de personas que por su identidad de género u orientación sexual han sentido la discriminación incluso por parte de quienes encasillamos en una misma “comunidad”. Lea acá la entrega anterior.

Por: Tina Pit*

“¡Es un niño!”, dijeron los médicos cuando nací hace 35 años en Tuluá (Valle). Haber llegado a este mundo con pene y testículos implicó que el azul fuera el color predominante durante mis primeros meses de vida y que se diera por hecho que el fútbol sería mi deporte favorito y las mujeres el centro de mi atracción.

Pero mi historia ha sido otra, muy distinta a la que la sociedad nos dibuja casi sin dejar alternativa. Desde muy temprano no sentí eso de “ser un hombre”: una persona fuerte, agresiva o incapaz de demostrar sus emociones.

Yo era muy distinto a mi papá. Mientras que a él le encantaba el fútbol, yo prefería la literatura, el arte y la decoración. Yo era quien recomendaba qué cortinas comprar en la casa. Mientras él alquilaba películas de Jean-Claude Van Damme, Sylvester Stallone o Arnold Schwarzenegger, yo elegía Antonia u otra que mi papá jamás vería.

Me sentía más cercano a mi mamá e incluso jugaba a ser ella. Cuando tenía cuatro o cinco años me ponía su ropa. Ella nunca me dijo nada. Solamente una vez cuando me vio con unas muñecas, me pidió con algo de desespero que jugara con un balón. Me sentí mal pero seguí feliz organizando los reinados de belleza del barrio.

En el colegio, que era masculino, formaba parte del grupo de teatro y siempre interpretaba los personajes femeninos. Me divertían más, me parecían más dramáticos y con mayores posibilidades. Eso me hizo vivir mucho bullying. A los cinco chicos que andaban conmigo nos llamaban las spice gais. Y la presión de grupo era constante. En octavo, por ejemplo, todos querían tener novia y yo vivía muerto del susto porque no sabía cómo era eso de “echarle los perros” a una niña.

Cuando me quejaba del matoneo los profesores me culpaban a mí. Una vez, después de una broma muy pesada, fui a la oficina del rector y su respuesta fue: “no se deje”. Quedó muy claro que no iban a defenderme a pesar de ser uno de los mejores estudiantes del colegio.

Sin embargo, encontré en la maricada una herramienta liberadora del matoneo: me gustaba ser histriónico o la mariquita que hacía reír a la gente. Además, descubrí que cualquier mirada, acercamiento o contacto físico que le hiciera a otro chico, le hacía sentir que se estaba poniendo en entredicho su masculinidad, entonces se moría del susto y no me volvía a joder. A veces también los pellizcaba y eso los desajustaba mucho. No entendían por qué no les daba un puño como lo hacían entre ellos.

“No me identifico con ninguna de las letras LGBT, pero si tuviera que escoger una, sería la T (trans)”.

En algún momento dije que si no era el hombre que la sociedad esperaba, debía ser porque era mujer. Pensé en hacer un tránsito de género y acudí a hormonas, pero cuando empecé a sentir los cambios físicos y emocionales me asusté y paré. La exploración vino de otra manera: a los 23 años quise ser una mujer pero solo por un tiempo. Formaba parte de un grupo de teatro de Cali y para una obra me interesaba entender cómo era ser una mujer. Finalmente ser un hombre es mucho más fácil.

Más adelante formé parte de un grupo punk. En ese mundo a los mariquitas nos trataban como a las loquitas débiles que no podían hacer nada. Me salí pero incorporé a mi vida parte de la masculinidad que vi en ese tiempo.

Esas dos identidades, tanto la masculina como la femenina, ahora están presentes en mi vida de manera permanente. Un día puedo estar muy femenina y al siguiente no. Nunca he pensado en etiquetarme como gender fluid (género fluido), pero lo haría si eso significara para otros que el género es una construcción actoral: la creación de unos personajes con unas historias.

“Me es indiferente si la gente me trata de él o ella, lo único que no me cuadra es que me digan él cuando estoy vestido de Tina”.

En 2010 me fui de Cali, donde estudié Finanzas y Negocios Internacionales, a Bogotá. No conocía a nadie y pensé que lo más sencillo era hacer perfomances drag. Finalmente yo solo sabía interpretar chicas. Con el tiempo fui incorporando luces y video y ahora elaboro mi vestuario con vinipel negro.

Tener una identidad femenina nunca fue un problema. Pero cuando me di cuenta de que era homosexual sí fue difícil. No sabía qué hacer con eso aunque sí sentí las ganas de no ocultar mi orientación sexual y más bien evidenciarla con mi expresión de género: mi forma de vestir y de comportarme. Por ejemplo, me parecía sexy ampliarle los cuellos a las camisas para que se me viera un hombro y durante una época las arreglaba con una máquina de coser que tenía para que se me vieran ajustadas al cuerpo.

Ahora, cuando siento que alguien me gusta lo suficiente, tengo que pasar por la conversación de “mira, lo que pasa es que yo soy transformista” y ponerle miles de arandelas a lo que hago como transformista para que su deseo sexual no se pierda. A mí me gustan los hombres, pero a muchos de ellos no les gusta cuando uno es femenino. Eso les asusta y les genera conflicto mi identidad de Tina. Hace poco estaba en una tusa por eso. El deseo en los hombres homosexuales gira en torno a la masculinidad: entre más masculino, más atractivo, más deseo.

“Todo lo que no es masculino es subvalorado, menospreciado”.

Creo que esa actitud, la de los gais —o “heterogais”—, viene de que tienen garantizados sus derechos básicos y nada los acerca a las opresiones que viven algunas mujeres trans y lesbianas. Rechazan la idea de un “gay femenino”, repudian a las mujeres trans y se burlan de las lesbianas masculinas.

Por esa razón a mí no me va bien en las aplicaciones como Grindr en las que predominan los comentarios de “cero plumas” o “solo masculinos, hombres serios”. Para burlarme de todo eso, durante un tiempo puse fotos de Tina en mis perfiles, pero esos espacios son terreno árido para el activismo: simplemente me ignoraban o me bloqueaban.

Pero la discriminación no es solo virtual. Varias veces me han negado la entrada a bares supuestamente “LGBT”, como Theatron. No me dan una explicación, pero uno sabe que detrás de esa decisión hay cámaras, una persona diciendo “este sí, este no” y una discriminación por clase social, raza e identidad de género que no se queda solo en esos establecimientos, también se percibe en la vida real.

“Muchos hombres gais reproducen los esquemas machistas de los heterosexuales. Al fin y al cabo son hombres”.

Yo creo que esas situaciones dejan claro que no existe una “comunidad LGBT”. Cada letra tiene sus propias diferencias, intereses y necesidades. Dentro de lo LGBT hay muchas razas y clases sociales. Tener relaciones afectivas o sexuales con personas del mismo sexo no hace a las personas homogéneas: lo único que tienen en común los hombres homosexuales es que se acuestan con hombres. Nada más.

Hubo un momento de mi vida en el que pensé que mediante el artivismo (arte+activismo) podría contribuir a luchar contra los prejuicios. Pero después decidí que simplemente iba a hacer lo que me nace, puedo y quiero. Si haciendo eso contribuyo de alguna forma a cuestionar el género, la misoginia y la idea de que lo masculino y lo femenino son producto de la biología, mucho mejor.

*Este texto es producto de una entrevista a Tina Pit por María Mercedes Acosta. El texto ha sido editado para ¡PACIFISTA! y Sentiido.