"Que esta vez sí sea": los nasa construyen sobre lo que dejó la guerra en el Cauca | ¡PACIFISTA!
“Que esta vez sí sea”: los nasa construyen sobre lo que dejó la guerra en el Cauca
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“Que esta vez sí sea”: los nasa construyen sobre lo que dejó la guerra en el Cauca

Juan José Toro - febrero 11, 2016

En las montañas donde no paraban los bombardeos y los combates, los nasa se preparan para recibir el posconflicto.

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Fotos: Santiago Mesa

 

Las carreteras que comunican al norte del Cauca están plagadas de graffitis de consigna. Pocas paredes se salvan de que les rayen “Sexto frente Farc”, “ELN 51 años”, o que pinten la cara de Alfonso Cano o Manuel Marulanda. La guerrilla es un fantasma que no se ve pero nadie duda que sigue por ahí. Los caucanos afirman con reserva que todavía se ven milicianos en las calles y encogen el cuello y levantan los hombros cuando se les pregunta dónde está la guerrilla. Durante medio siglo le han temido a esa violencia que se justifica en un escueto “por sapos”, aunque ahora no parece que su silencio sea por miedo a delatar a quien no deben, sino que, de verdad, hace un tiempo no saben mayor cosa de la guerrilla.

A Toribío se llega por una carretera que sube desde El Palo, un corregimiento de Caloto, por donde pasa el transporte que sale desde Santander de Quilichao dos o tres veces por día. Las chivas, que apenas caben por la carretera y tienen que sortear tramos estrechos y derrumbes, suben y bajan con hasta cien indígenas nasa por trayecto. A Quilichao van a vender lo que producen sus cultivos y a traer lo que les falta. De vuelta al pueblo, una de las primeras imágenes es la de algunos soldados armados hasta los dientes, que no dejan de estar alerta ante la posibilidad de un ataque guerrillero. La plaza principal, rodeada de árboles, comercio y una iglesia remodelada, alcanza todavía a recordar lo que les dejó la peor época de la guerra.

Toribío, donde el 96% de sus habitantes son indígenas, ha sufrido en las últimas décadas más de 600 hostigamientos guerrilleros y sus respectivas respuestas por parte del Ejército. Dicen que es el pueblo más atacado en la historia de Colombia. Hace casi cinco años, un sábado en la mañana, una chiva bomba estalló en el parque principal y destruyó todo lo que encontró a su paso. No dejó ni iglesia ni panadería ni carnicería. Tampoco tranquilidad. Durante un tiempo, cuentan sus habitantes, a la gente le daba miedo volver a la calle. La Fuerza Pública vivía celosa y a la defensiva y los combates eran pan de cada día.

 

Fotos: Santiago Mesa

 

A pesar del miedo, la resistencia de los indígenas ha estado a la altura. No solo en Toribío sino en todo el norte del Cauca. Desde hace años, cada vez con más fuerza, tratan de hacer entender al Ejército, a los paramilitares y a las guerrillas que no quieren estar en medio de una guerra ajena en su propio territorio. Para intentar ejercer ese control está la Guardia Indígena, conformada por hombres y mujeres de todas las edades, que con el pasar de los años se han consolidado recorriendo los territorios y manteniendo el orden. Andan desarmados: solo portan un bastón y radioteléfonos para comunicarse.

La Guardia hace de todo. Despliegan mil hombres por las trochas de la montaña en un operativo para recuperar niños reclutados, hacen arriesgadas detonaciones de explosivos que quedan en sus territorios, corretean de un lado a otro con banderas blancas durante los hostigamientos para poder trasladar a los civiles a sitios relativamente seguros. Ánderson, un indígena joven y acuerpado que se desplazó a Caloto en 2010, recuerda una de las más de 15 tomas guerrilleras en Toribío: “la Guardia nos sacó de los colegios y nos llevó donde estaban todos, en asamblea permanente. Ahí, aunque casi ni cabíamos, al menos estábamos juntos, que es como mejor nos protegemos”.

Los sitios de asamblea permanente aparecieron hacia 1998, cuando arreciaba la guerra en el norte del Cauca. Hay unos 75 en los 19 resguardos indígenas de esa región. A veces son centros médicos, a veces casas de la cultura, a veces escuelas. La elección del lugar responde al esfuerzo por garantizar lo básico: que puedan conseguir fácilmente agua, leña y comida, que sea visible para los armados y que haya por dónde huir cuando haga falta. También, aferrados a su cosmovisión, buscan un sitio que tenga buena energía para evitar enfermedades y peleas.

La respuesta de los nasa ante la guerra no siempre ha sido bien vista. En julio de 2012, la Fuerza de Tarea Apolo y las Farc combatían en las montañas del norte del Cauca. La Guardia Indígena, al ver que su comunidad estaba entre el fuego cruzado, actuó para evitar que siguieran matándose en su territorio: llenaron de tierra las trincheras de la Fuerza Pública y destruyeron un campamento de las Farc. En una imagen que los noticieros volvieron famosa, cargaron por pies y manos a un sargento que no se quería retirar. El sargento, de apellido García, terminó llorando y provocó la reacción de altos mandos militares y hasta del presidente Santos: todos estuvieron de acuerdo en que no iban a ceder ni un centímetro en sus posiciones, por más que los nasa lo pidieran. Alguno agregó que los que habían destruido las trincheras eran milicianos de las Farc infiltrados en las protestas.

 

Fotos: Santiago Mesa

 

Arriba en la montaña, decían los indígenas, la guerra no es como la pintan en televisión. Carmenza, que en ese momento vivía en Tacueyó, una vereda de Toribío, recuerda ese episodio llena de coraje: “salieron con que iban a judicializar a los indígenas, que porque eran aliados de las Farc. Eso es lo que más rabia le da a uno: que crean que nosotros aquí patrocinábamos a esa guerrilla cuando lo que queríamos era que todos los armados se fueran y nos dejaran vivir tranquilos”.

En 2011, artistas locales, nacionales e internacionales habían llegado al norte del Cauca, convocados por una “minga muralista”. El propósito, entre líneas, era convertir en graffitis y murales las palabras de la mayoría de caucanos que, como Carmenza, no sentían empatía por uno o por otro grupo, sino que querían que se acabara el reguero de sangre y que existieran mejores condiciones sociales para sus comunidades. Los artistas pintaron paredes con mensajes como “menos bazuca, más yuca” o “nosotros tenemos un plan de vida, el Gobierno un plan de muerte”. Pintaron cuerpos gigantes de indígenas, negros y campesinos enfurecidos, y pintaron alusiones a la Madre Tierra. Sin proponérselo explícitamente, esas paredes le contestaban a los graffitis de consigna de los grupos armados.

El de las trincheras destruidas fue uno de los últimos grandes capítulos de la guerra en el norte del Cauca. Había hostigamientos cada tanto, pero los habitantes de la zona se refieren a esos como “lo normal”, que no es más que un eufemismo con el que se han acostumbrado a llamar a los tiroteos leves. Los acuerdos a los que llegan las Farc y el Gobierno en Cuba, de cualquier forma, son recibidos con optimismo. Cada día de cese al fuego es un respiro. A la par que se reconstruye lo que las balas y las bombas han acabado, los caucanos empiezan a imaginar cómo podría ser su vida en paz.

La primero que les pasa por la cabeza es el miedo. El reflejo de desconfiar de lo que no conocen. Surgen preguntas como “¿y en manos de quién va a quedar el control?”, “¿qué va a pasar, por ejemplo, con los campesinos que vivían de los cultivos ilícitos porque no tenían otra opción?”, “y, si se acaba la guerra, ¿ahora sí viene inversión en lo social?”. Son las mismas preguntas que se hacían y todavía se hacen en otras regiones donde la situación ha sido similar. Están llenos de dudas sobre lo que puede ser el posconflicto.

 

Fotos: Santiago Mesa

Hasta ahora, con algunas iniciativas del Gobierno y de cooperación internacional, han empezado a ver pinceladas. La respuesta por los cultivos de coca y marihuana, por ejemplo, ha sido meterle plata al desarrollo de siembras legales. Y, aunque todavía falta mucho por regular en materia de cultivos ilegales, se han formado alianzas para apoyar a pequeños productores para que sustituyan o no se dejen seducir por lo que muchos consideran plata fácil.

La idea, en la mayoría de casos, no fue tanto económica, en el sentido de entregar plata, sino de capacitación, apoyo y garantías. Aunque muchos de esos proyectos productivos vienen desde hace seis, siete u ocho años, es en los últimos dos cuando han visto los mejores resultados. La ausencia de combates ha permitido un clima para que las asociaciones de productores se vuelvan focos de resistencia y aparezcan nuevos liderazgos.

Salir del hueco de la guerra también ha tenido mucho de mano propia. Los habitantes hablan con orgullo de lo que se está haciendo: los cabildos se fortalecen, hay espacios para pensar en mejorar la salud y la educación, y las inversiones en infraestructura ya no se hacen con miedo de que un tatuco las vuele recién construidas. “Por fin estamos viendo de lo que es capaz esta región cuando no la azota la violencia”, dice Aurora, una valiente nasa que produce cuanta cosa se le ocurre en una pequeña finca en la vía que va de Toribío a Jambaló. Y agrega, con los ojos repletos de ilusión: “ojalá esta vez sí sea”.