En la cocina, John Jailer evadió la guerra y ahora quiere ser chef
“La cocina me hacía olvidar que era un guerrillero. Era un niño y no me sentía útil en otras labores. Cuando me llamaban a ranchear, ése era mi mundo, me transportaba. En el monte aprendí mucho. Al principio uno se llevaba media papa al pelarla hasta que le enseñaban a aprovechar. No todo fue malo en las Farc, les tengo que agradecer mi pasión por la cocina”.
John Jailer Quijano Alfonso remueve el hogao con habilidad en una escuela de cocina de Patio Bonito, en Bogotá. Fue reclutado a los doce años por las Farc en Planadas, Tolima, y se fugó cinco años después. Perdió su infancia entre disparos en mitad de la selva y recuperó las ganas de vivir entre los fogones.
Su otra motivación para enfilarse fue encontrar a su hermano: “Se llama Robinson Quijano, hace 21 años que se fue a la guerrilla. Yo tenía sólo seis cuando se marchó, era como un padre, porque nunca tuve papá. Para mí era una oportunidad de buscar a mi hermano, pero nunca lo encontré”.
John Jailer se hizo hombre demasiado temprano entre los Héroes de Marquetalia y la columna móvil Daniel Aldana. “Al comienzo lloraba mucho, mucha tristeza. Cambié mi lapicero por un fusil. Dejé mis sueños de niño. Allá me enseñaron a ser un hombre con doce años: a manejar un arma, a matar, a ser valiente en la guerra. Un entrenamiento físico y militar para hombres”, relata al recordar un entrenamiento que, cuando normalmente duraba seis meses, a él le tomó solo tres: “Yo fui muy habilidoso, pilo. De pronto porque ya había visto armas, muertos, atentados en el pueblo. Los que fueron reclutados a la fuerza, se demoraban más”.
Una habilidad que también ha demostrado en la cocina. John Jailer se formó en la escuela Manq’a* (que significa comida en aymara), un proyecto gastronómico proveniente de Bolivia dedicado a entrenar jóvenes en situaciones de vulnerabilidad. Cuando terminó su estudio, fue elegido entre 50 candidatos para trabajar en un restaurante indio. Su conocimiento de la gastronomía de ese país le sirve también para preparar los platos que cada dos días por semana vende en la Universidad Nacional.
“Al comienzo lloraba mucho, mucha tristeza. Cambié mi lapicero por un fusil”
“En la guerrilla le enseñan a uno a ser luchador, es una de las pocas cosas buenas”, cuenta el joven, quien tardó un año en quitarse el pánico que le producía la lucha armada. “El primer combate fue un hostigamiento en la escuela donde nos entrenaban. Ahí me pregunté: ‘¿dónde estoy?, ¿qué hago acá?’. Uno de niño no sabe lo que es la muerte. Yo disparaba con miedo, llorando, me escondía, hasta que combate a combate uno le coge rigor, ya camufla el miedo”.
Luego la guerra se volvió rutina. A los cinco meses comenzó a disparar, en la tercera batalla vio caer a dos compañeros. Más adelante. durante un bombardeó, tuvo que ver volar piernas y brazos de otros guerrilleros. “Eso no se supera nunca. De pronto le queda algo, como una espinita que se clava y le fastidia. Sabe que está ahí pero no la ve, pero cuando la tocan, le duele”, explica John Jailer, quien vuelve a recordar su trauma cuando ve algún muerto, accidente o incluso una persona en alguna posición concreta.
“Copio y R”, fue el último mensaje por radio y relación de John Jailer con las Farc en 2007, cuando se fugó junto a otros seis compañeros en una avanzada organizada por el propio comandante Willson, alias Brandon La Chapa. “Nos adelantamos 1,5km al filo más alto para vigilar el perímetro como todas las tardes. A las dos de la madrugada, tras pasar el último parte, nos volamos. Corrimos durante cinco horas, sin alumbrar, magullándose con todo. No importaba. Si nos cogían, nos mataban. Planeamos la huida durante seis meses”, asegura.
Tras llegar a un caserío en Caño de Las Hermosas, Chaparral (Tolima), un campesino les ayudó a contactar por teléfono con el Ejército para solicitar apoyo, pero el mismo campesino, informante, avisó a la guerrilla. Los militares llegaron antes y lograron sacarlos después de varios hostigamientos de las Farc. Su objetivo era entregarse.
Tres de los seis desmovilizados, menores, fueron trasladados a un centro de Bienestar Familiar en Bogotá. La vida de Jhon Jailer dio un giro total, pero su pasado le persiguió durante los primeros meses. “Al comienzo uno no duerme, tiene pesadillas. Está pegado al techo escuchando voces, ruidos nuevos, pensamientos que se vienen, pensando en qué momento me van a matar”, relata.
En el centro de 30 muchachos se mezclaban desmovilizados de las Farc, el ELN y las AUC. “Claro que había conflicto, uno se envalentonaba y se agarraba a puños con los paracos, con cualquiera. Pero luego le bajan el ego que trae uno. ‘Muéstrame su arma, dispárale, pero si no tienes arma, ya no perteneces a allá, fueron víctimas, ahora son ciudadanos’ nos decían los psicólogos”, recuerda el joven sobre la atención recibida durante un año para su reintegración en la que terminó haciendo amistades con paramilitares y elenos que todavía mantiene.
En ese centro conoció a su actual esposa, también ex-guerrillera, con la que formó una familia con una hija de siete años. En ese centro también se reencontró con su madre, cinco años después de desaparecer. “Tras un proceso largo consiguieron localizarla y traerla. Se bajó de un taxi, con mi hermana pequeña, la vi a media cuadra y comencé a llorar, y llorar y llorar…”.
Con la mayoría de edad empezó su vida civil, recibiendo 800.000 pesos mensuales de la Asociación Colombiana para la Reintegración (ACR) a cambio de asistir a las sesiones de terapia y los cursos de formación para terminar el bachiller. Se instaló en La Estancia, un humilde barrio de Bogotá, en un edificio con varios desmovilizados. “Los vecinos sabían que allí había ex-guerrilleros y toleraban. Igual uno trata de ser decente, colaborar con la comunidad y así se gana el respeto”, cuenta. Luego se mudó al Portal 20 de Julio, donde a diferencia de él, existen grupos de desmovilizados en algunas zonas que siguen empleando armas para defender su territorio a modo de bandas: “Muchos siguen necesitando un arma para sentirse seguros”.
Durante su proceso de reintegración siempre tuvo el sueño de dedicarse a la cocina, que alcanzó hace apenas un año. “Siempre quería ser cocinero. Este curso lo esperé durante mucho tiempo, es una gran oportunidad”, afirma John Jailer sobre los nueves meses que lleva estudiando cocina en Manq’a, donde ha aprendido a preparar platos regionales de toda Colombia. Entre fogones y sartenes trabajan 50 compañeros divididos en dos turnos semanales. La mitad son desmovilizados de las Farc y la otra mitad víctimas del conflicto.
“Al principio los ex-guerrilleros se sentían avergonzados por su pasado, tal vez etiquetados por ellos mismos, pero hacemos varias sesiones conjuntas de conocimiento en que se borran esas diferencias, rencores”, explica Felipe Chaparro, el chef de la escuela, donde los estudiantes pasan seis meses prácticos y luego tres meses de pasantías en restaurantes.
Los ex-guerrilleros trajeron a Manq’a toda su experiencia personal, pero también culinaria. “Es enriquecedor conocer a personas tan diversas, que aportan todas sus vivencias, que a menudo nos sorprenden en la cocina. Conocen una gran variedad de flora y fauna del país que aquí no llega por las propias razones del conflicto: animales exóticos como micos, dantas, chigüiros, serpientes y preparaciones exóticas”. Y pone un ejemplo: “Un día trajeron una yuca brava, muy similar a la yuca pero se llama brava porque es venenosa, puede causar la muerte. Ellos la rayaron y la prepararon de la forma especial para que fuese comestible. En muchos restaurantes de lujo ese producto del Amazonas es un plato especial y nosotros podemos tenerlo en la escuela gracias a los estudiantes”.
El menú de hoy son empanaditas de pipián con ají de maní, tira de res encocada con ceviche de chontaduro y torta de queso y feijoa de postre. Cauca, Valle del Cauca y Cundinamarca en una misma ración. El objetivo de Manq’a es “revalorizar el producto local que se ha ido perdiendo y llevarlo a otro nivel gastronómico, además de trabajar con pequeños campesinos pagándoles precios justos y trabajando con productos agroecológicos”, destaca Chaparro. El proyecto cuenta con 12 escuelas en Bolivia y llegó a Colombia hace dos años, con una escuela en Bogotá y otra en Cali.
Jhon Jailer sigue juicioso las indicaciones de Felipe, su profesor, quien define a su alumno como “un chico muy motivado, que llegó con infinitas ganas de emprender, de crecer, de ver la cocina como una oportunidad para mejorar su vida”. “Mi sueño es tener mi cocina, montar mi restaurante en Chaparral, donde está el segundo mayor batallón del país. Quiero preparar los mismos platos, pero originales, innovar”, afirma ilusionado el joven mientras sonríe al pensar que sería el ex-guerrillero alimentando a militares. Los mismos ojos cristalinos y concentrados que pone al colocar un pedazo de hoja de palma como guarnición.
El plato sale para la treintena de niños del barrio que cada día llegan a almorzar a la escuela y hoy también algunos miembros de varias ONGs internacionales, invitados para difundir lo que se cuece en esa particular cocina. John Jailer comparte mesa con ellos como estudiante ejemplar. “No me arrepiento de nada, lo hecho, hecho está, pero siempre pido perdón por si he causado daño a alguien. Me alegro que esta guerra se termina porque al final los perjudicados son el pueblo. Los duros mandan a los bobos a que se maten. El pueblo es el que sufre”, se lamenta.
La paz trae a este joven, además, la esperanza de encontrar a su hermano. También quiere aprender al menos dos idiomas, vivir en el extranjero, montar un restaurante, pero sobre todo, prepararse en la cocina. ¿Su plato favorito? Los frijoles. ¿Lo que más le gusta de ser cocinero? Comer. La humildad y el hambre fueron los ingredientes principales para la reintegración de John Jailer. Una vez dejado el pasado atrás, sus sueños son infinitos.
* La escuela Manq’a forma parte de ICCO Cooperación, una organización holandesa dedicada, entre otras cosas, a promover la gastronomía en Colombia como un espacio de diálogo y reconciliación entre jóvenes. Acaban de lanzar el concurso gastronómico ‘Así Sabe Mi Tierra’ para estudiantes de gastronomía y cocineros aficionados entre 18 y 35 años.