Cuando los narcos eran 'los chachos' de Colombia | ¡PACIFISTA!
Cuando los narcos eran ‘los chachos’ de Colombia Foto: Óscar Pérez.
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Cuando los narcos eran ‘los chachos’ de Colombia

Colaborador ¡Pacifista! - agosto 1, 2017

OPINIÓN | Su poder los llevó, incluso, a sacar de la Constitución el tratado de extradición con Estados Unidos.

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Este artículo forma parte de nuestro Proyecto Coca. Para ver todos los contenidos haga clic acá. Este contenido es producto de la alianza entre ¡Pacifista!El Espectador.

Por: Jorge Cardona*
En diciembre de 1977, cuando llegó Diego C. Asencio como embajador de Estados Unidos, terminaba el gobierno López y el narcotráfico crecía sin mayores talanqueras. Antes de un año en Bogotá, en octubre de 1978, después de presenciar las elecciones de los caciques eternamente elegidos, y otra que dejó como presidente a Julio César Turbay, el diplomático aportó una declaración que causó estupor: “los narcotraficantes colombianos son tan fuertes en términos de poder financiero, que podrían tener su propio partido, y pueden haber comprado y pagado ya a diez miembros del cuerpo legislativo”. No estaba lejos.

Con los caudales de la corrupción, la mafia reclutaba políticos. La guerra en Miami o Nueva York necesitaba control, al igual que la bonanza coquera. Turbay respondió a quienes lo asociaban con capos con una operación militar mirando hacia Washington.

Se denominó Operación Fulminante, varias zonas de La Guajira fueron fotografiadas con tecnología aérea y luego militarizadas para incautar armas y municiones o destruir droga y cultivos de marihuana.  Después de experimentarlo en Méjico, como lo escribió el historiador y politólogo Petrit Baquero en su libro El ABC de la Mafia, “ante la presión del gobierno estadounidense, el colombiano fumigó los cultivos de la Sierra Nevada con el exfoliante Paraquat”. También se aplicó en la Serranía del Perijá. La insistencia norteamericana derivó en una relación bilateral que impuso la obligación de las erradicaciones. Por la misma época, el diario El País de España, citando declaraciones del administrador de la DEA, Peter Bensinger, reportó que, gracias a la misión Stopgap, se había reducido un tercio del flujo de la marihuana colombiana a Estados Unidos.

Sin embargo, faltaba el colofón. El Tratado de Extradición que el gobierno de Julio César Turbay firmó el 14 de septiembre de 1979 con Estados Unidos en Washington y que pasó como una noticia más en medio del debate por el Estatuto de Seguridad o la novedad de la televisión a color, pero que terminó cambiando el destino de Colombia. En su edición 235 del 18 de octubre, en un informe titulado “Droga, la guerra sucia”, la revista Alternativa resumió lo que estaba sucediendo: “la DEA  sustituía a la legendaria CIA en cuanto a capacidad de intervención y espionaje”, y la “vietnamización de las zonas marimberas”, con ayuda financiera, pertrechos bélicos y academia de policía para instruir en la lucha antinarcóticos, probaba que “con el pretexto de frenar el flujo de marihuana y cocaína”, comenzaba a desarrollarse “una sórdida y sucia guerra”.

El 24 de febrero de 1980, cuando salía de la casa de un amigo en Medellín, fue asesinado a tiros el director de la Aeronáutica Civil, Fernando Uribe Senior. Dos años antes había caído el director operativo Osiris de J. Maldonado. Entre la impunidad imperante, reapareció el fantasma de los carteles. Esa misma semana, el ministro de justicia Hugo Escobar reconoció que el narcotráfico financiaba campañas para las elecciones de mitaca en marzo y los gremios económicos expidieron una declaración para admitir clientelismo mafioso de algunos candidatos. Igual, pasó de largo porque tres días después del crimen de Uribe Senior, el M-19 tomó la embajada de la República Dominicana con doce embajadores como rehenes, entre ellos el norteamericano Diego C. Asensio, y el narcotráfico pudo elegir a sus adjuntos mientras se resolvía la crisis.

Pero a pesar de los capítulos militares y políticos de otras guerras, el plan contra el narcotráfico estaba trazado. Tras un lánguido debate, en octubre de 1980, el presidente del Senado, José Ignacio Díaz Granados y de la Cámara, Hernando Turbay, firmaron la ley 27, aprobatoria del Tratado de Extradición, protocolizado un año antes en Washington por el embajador Virgilio Barco y el secretario de Estado Cyrus Vance. Una norma que, por “deberes oficiales en el exterior” del presidente Turbay, resultó sancionada a través del decreto 2904 por su ministro delegatario con funciones presidenciales, Germán Zea Hernández. Estados Unidos dio así un paso crucial en su pelea aparte contra los mafiosos colombianos, quienes habían alcanzado un poder que ya desbordaba a la justicia nacional, parcialmente la sociedad toleraba y daba visos de avidez por el estrado político.

Si Griselda Blanco, Benjamín Herrera Zuleta, Alfredo Gómez o Verónica Rivera habían abierto las primeras rutas, en el tránsito a los años 80 ya era asunto de grandes capos. El principal objetivo en Estados Unidos, por su largo recorrido judicial, era Carlos Lehder Rivas, nacido en Armenia (Quindío), hijo de un emigrante alemán que había llegado a Colombia a finales de los años 20. En 1973 fue detenido por primera vez en Detroit (Michigan) por transporte interestatal de carros robados. Al mes estaba en la calle, pero en enero de 1974 fue recapturado por posesión de marihuana y condenado a dos años de prisión. A finales de 1975, cuando recobró su libertad bajo palabra, primero se asoció con el narcotraficante George Jung y después apareció comprándole a un potentado norteamericano, dueño de un parque de diversiones de la Florida, parte de la isla Cayo Norman, en las Bahamas.

En 1978, Lehder era un temerario capo que obraba como reyezuelo en la isla Cayo Norman, que de lujoso club de yates a escasas millas de La Florida, pasó a convertirse en cabeza de playa para movilizar toneladas de droga a Estados Unidos. Entre 1979 y 1980, con apoyo de la DEA, la Policía de Nassau adelantó acciones para capturarlo, pero eludió el cerco porque contaba con informantes bien pagos. Un fiscal del distrito de La Florida lo acusó formalmente ante un jurado por tráfico de cocaína y evasión de impuestos. Por eso regresó a Colombia y edificó su imperio en Armenia. El día que le obsequió al departamento del Quindío un moderno avión que apareció parqueado en el aeropuerto El Edén, encartado con el regalo el gobernador Mario Ramírez consultó el caso al gobierno Turbay y terminó legalizado, con la firma del ministro de gobierno, Germán Zea Hernández.

Algo parecido se vivía en Cali con los hermanos Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela, de quienes la justicia tenía conocimiento desde el secuestro de dos ciudadanos suizos en el barrio Ciudad Jardín en octubre de 1969, que luego fueron rescatados y aquellos aparecieron entre el grupo de capturados. Los Chemas, con su socio José Santacruz Londoño, que permanecieron algunos meses detenidos en los calabozos del DAS y después fueron liberados por falta de pruebas. Entonces el círculo se pasó del todo al narcotráfico y Gilberto Rodríguez se convirtió en uno de los súbitos magnates de Colombia. Propietario del laboratorio Kressford y de la cadena de farmacias drogas La Rebaja. Con la franquicia para la venta de vehículos de la Chysler Corporation en Colombia, más 40 almacenes de repuestos y el visto bueno de la embajada de Estados Unidos.

En 1979, constituyó el Grupo Radial Colombiano y se convirtió en el principal socio y miembro de la junta directiva del Banco de los Trabajadores, con licencia para mover ríos de dinero a la vista de las autoridades financieras de Colombia. Años después compró el First Interamericans Bank de Panamá, donde también circularon sus torrentes ilícitos. La lista de sus propiedades, empresas o inmuebles fue inmensa. Cada socio gozaba de parecidas fortunas y particularidades. La de su hermano Miguel Rodríguez Orejuela fue el club profesional de fútbol América de Cali, donde pronto fue designado miembro del comité ejecutivo y, con el paso de los días, se hizo su dueño absoluto. Los hermanos Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela, José Santacruz Londoño, Elmer Herrera Buitrago, vivían a sus anchas ante un Estado que conocía bien lo que pasaba.

De la línea Antioquia, herencia del padrino Alfredo Gómez o Santiago Ocampo Zuluaga, el alumno aventajado fue Pablo Escobar Gaviria, el  estelar de los mágicos. Su nombre salió a relucir desde el 9 de junio de 1976 cuando fue capturado junto a su primo y socio Gustavo Gaviria Rivero y su cuñado Mario Henao. También quedó el registro de la solución jurídica de su caso y de su proceder violento para borrar todo rastro ante la justicia. Los dos detectives que testificaron en su contra y el director del DAS Antioquia fueron asesinados. En cambio, Escobar Gaviria y los suyos quedaron libres en breve tiempo. Días después fue hurtado el expediente. Sus redes de distribución de cocaína en Estados Unidos fueron tan exitosas, que pronto fue notorio en Medellín que existía un empresario con un poder sin límites. Ese hombre cambió la historia de Antioquia y de paso la de Colombia.

En Puerto Triunfo, zona del Magdalena Medio, adquirió una vasta extensión de tierra donde constituyó su hacienda Nápoles. Con bar, piscina, salón de juegos, comedor para 70 personas, caballeriza, zoológico, estación de gasolina y hasta pista de aterrizaje. Y, como se sabe, con la avioneta HK 617-P con la que coronó su primer viaje de cocaína a la entrada de su fortín. En esa base de operaciones, Pablo Escobar ejercía su poder junto a sus socios, en especial Jorge Luis, Juan David y Fabio Ochoa Vásquez, con sus redes de distribución en Estados Unidos sostenidas por el tenebroso Rafael Cardona, amigo de Griselda Blanco. Todos del clan que vivía su tiempo de pasarela. Pablo Correa Arroyabe, Jairo Mejía, Fidel Castaño, Gustavo Gaviria, Fernando Galeano, Gerardo Moncada. Albeiro Areiza o Leonidas Vargas. Juntos, independientes o con socios como el hondureño Ramón Matta Ballesteros, acapararon el negocio de la cocaína.

Con otro capo estratégico del entorno de la zona esmeraldífera de Boyacá, natural de Pacho (Cundinamarca) llamado Gonzalo Rodríguez Gacha, alias El Mejicano, impune desde su base de operaciones agroindustrial Inverganaderas, con criadero de caballos para seis haciendas. Un narco castizo que no confiaba en los bancos y ocultaba dólares y lingotes de oro al mismo ritmo en que se hizo dueño de grandes extensiones de tierra en Cundinamarca, Córdoba, Sucre, Magdalena Medio o los Llanos Orientales. Uno de los impulsores de los   laboratorios para procesar droga a gran escala. Su ejemplo fue Tranquilandia, su primordial enemigo las Farc, su joya de la corona  entrar con maletines de dinero al equipo profesional de fútbol Millonarios. Como los demás capos, bajo la mampara de la corrupción concentrada en tres frentes: fuerza pública, políticos y justicia.

A falta de confrontación sistemática del Estado, el narcotráfico se mimetizó en casi todos los frentes lícitos del país y en todas las telarañas del delito.  Se filtró a la banca, la industria o el comercio, alteró la vida de las regiones y los barrios, permeó la cultura o el deporte, sus capitales multiplicaron las arcas de la guerrilla a través del gramaje y crearon las oficinas de cobro. Era inevitable que tarde o temprano tanta laxitud desbordara en una guerra. El detonante fue el secuestro. La guerrilla concluyó que hacerlo con familiares de narcotraficantes o con los mismos capos era un asunto rentable, hasta Lehder se vio tocado por el flagelo, pero la insurgencia se metió con poderosos que no se aguantaron y la réplica fue brutal. El capítulo definitivo empezó el 13 de noviembre de 1981, cuando fue secuestrada en Medellín la estudiante Martha Nieves Ochoa Vásquez.

La secuestrada era la hermana de los narcotraficantes Jorge Luis, Juan David y Fabio Ochoa Vásquez, y los afectados pidieron apoyo a Pablo Escobar Gaviria para recuperarla. El capo organizó una operación rastrillo en los bajos fondos del Valle de Aburrá que lo llevó a determinar la autoría del M-19. Algunos murieron, otros fueron torturados, hasta el hombre fuerte de Panamá, general Omar Torrijos, intervino para aplacar la agresiva negociación que llevó a rescatar a la cautiva. La joven fue liberada en Armenia en febrero de 1982, pero la guerra ya estaba declarada.  El 2 de diciembre de 1981, en medio de un partido en el estadio Pascual Guerrero entre América y Nacional, una avioneta esparció volantes anunciando la creación del movimiento muerte a secuestradores (MAS), constituido en reunión de 223 jefes mafiosos decididos a enfrentar al secuestro.

Con capital inicial de casi $500 millones para conseguir armas, equipos de comunicación o sicarios, hasta conformar un grupo de casi 2.500 personas, amparados en que las leyes permitían crear grupos de autodefensas. La génesis de los dineros y trabajos cruzados de los fuegos amigos. El MAS fue semilla de violencia y complicidad azuzada por sesgos, que empezó rastreando secuestradores y terminó extendiendo su talión a todo lo que oliera a izquierda política. En varias regiones se acuñó un término para referirse a su paso homicida: los masetos. Entrañas del paramilitarismo que en Segovia (Antioquia) tuvieron un golpe mortal: las FARC secuestraron a Jesús Antonio Castaño, padre de Fidel Castaño, amigo de Pablo Escobar, y el cautivo murió sin libertad. Junto a sus hermanos Vicente y Carlos, Fidel Castaño pasó a ser Rambo y su respuesta primero fue venganza y después apartado de violencia que ensangrentó a Colombia.

Cuando el embajador Diego C. Ascencio terminó su misión de tres años en el país y, a finales de 1980, fue sustituido por el diplomático Thomas D. Boyatt, el narcotráfico constituía una amenaza que Washington mantenía al día en sus procesos oficiales y jurídicos, pero que seguía en cámara lenta en Colombia. El 4 de noviembre fue electo como nuevo presidente de Estados Unidos el republicano Ronald Reagan, quien adoptó la guerra contra las drogas como prioridad. Ahora, con Tratado de Extradición a bordo, era posible pedir a las autoridades colombianas que apoyaran su causa con un primer candidato, Carlos Lehder Rivas. Pero el locuaz capo comenzaba a dar forma a su perorata contra ese pacto suscrito con Estados Unidos. El choque se veía venir y también el relevo para el cuatrienio Turbay.

En medio de un narcotráfico sin freno, la confrontación electoral para reemplazar a Turbay incluyó desde promesas de cero tolerancia a las drogas, compromisos de lucha internacional o enfoques de sustitución de cultivos ante evidencias como las advertidas por el periodista Germán Santamaría en una de sus crónicas, cuando recalcó que al país se lo había tragado la coca. Fueron unos comicios en los que la inquietud era cómo evitar que el narcotráfico tuviera aliados por dinero o ayudara a la compra de votos en las regiones. Por su parte, Carlos Lehder, sin inmutarse frente al cerco que se estrechaba a su alrededor, fungía como jefe del Movimiento Latino Nacional, una combinación de civismo y nacionalismo extremo que invocaba a Simón Bolívar o a Jorge Eliécer Gaitán, incluía discursos ecológicos, o promovía “sábados patrióticos” para repartir mercados y billetes.

Al tiempo que Lehder pagaba páginas contra la extradición en los periódicos, impulsaba concejales o echaba discursos, en contravía de algunos de sus socios y familia, Pablo Escobar se dejó seducir por su ambición, su afán político, los discursos del dirigente Jairo Ortega y el Movimiento de Renovación Liberal. Entonces se inscribió como candidato a la Cámara de Representantes. Inicialmente, en apoyo a la aspiración presidencial de Luis Carlos Galán, pero la desconfianza de sus líderes Rodrigo Lara e Iván Marulanda, lo impidieron, y Galán encontró el lugar adecuado para sacudirse de los aparecidos. El 4 de marzo de 1982, en pleno parque de Berrío en Medellín, anunció que sus nombres estaban vetados para sumarse a sus listas. De todos modos salieron elegidos y el capo nunca perdonó a Lara y Galán el escarnio vivido en Antioquia a escasos días de los comicios.

A sus 33 años, el narcotráfico entraba al poder político en cabeza de uno de sus principales capos. Con inmunidad parlamentaria y las franquicias de cualquier congresista. Como, por ejemplo, en compañía del senador liberal Alberto Santofimio, asistir a la posesión presidencial del dirigente del Partido Socialista Obrero Español, Felipe González en Madrid, en octubre de 1982; o emprender viaje de turismo por Estados Unidos, acompañado por su hermano Roberto, su socio Gustavo Gaviria y su jefe de sicarios John Jairo Arias Tascón, alias Pinina. En su libro La parábola de Pablo, el escritor Alonso Salazar reseñó como Escobar y su grupo viajero, con la familia a bordo, visitó la calle donde fue asesinado el presidente Kennedy en Texas; pasó por California para conocer la meca del cine y en Washington se tomó históricas fotografías ante el museo del FBI o la Casa Blanca.

La fama lo rodeaba y mientras sus pares de Cali, el Norte del Valle, occidente de Boyacá, Costa Atlántica, Caquetá, Pereira o Bogotá crecían en poder económico y social, él disfrutaba las mieles de su victoria política. Que no fue larga porque estaba cantado que en breve sus contradictores le iban a enrostrar su dudoso altruismo. Cuando llegó el momento, su defensa fue recordar cómo sus dineros habían sido acogidos en los tiempos electorales y ahora eran satanizados hasta por sus beneficiarios. Lo hizo en especial para recordarle al dirigente político bogotano Ernesto Samper, jefe nacional de la fallida campaña reeleccionista de López Michelsen, que había aportado $23 millones a través de la compra de boletas para la rifa de un carro, y que tanto Samper como el candidato López habían acudido a la reunión donde se formalizó ese respaldo.

López admitió tiempo después que pasó de prisa, ni siquiera se sentó, le dio la mano a unos tipos que ni siquiera conocía, y después se enteró que eran Pablo Escobar, los hermanos Ochoa y probablemente Carlos Lehder y Rodríguez Gacha. Según el escritor Alonso Salazar, otra versión aportó el senador liberal Federico Estrada Vélez, quien señaló que él llamó a Santiago Londoño White, coordinador de la campaña en Antioquia para decirle que unos señores querían colaborar y que, con asistencia de López y Samper, la reunión se dio en el hotel Intercontinental de Medellín con la plana mayor del narcotráfico. Que efectivamente, López saludó y se fue y Samper se quedó toda la tarde. También se dijo en aquellos encares que López quedó de ir a la hacienda Nápoles pero que dejó plantado a Escobar con el grupo de música argentina Los Visconti que había sido contratado para animar el encuentro.

No es claro si por otro desaire o por jugar a dos bandas, Escobar y algunos de sus pares decidieron apoyar también al rival de López, el candidato del conservatismo Belisario Betancur. Existen versiones que afirman que Gustavo Gaviria Riveros, en un hotel de Bogotá, entregó  dinero al candidato. El periodista Fabio Castillo dice que la entrega se hizo en Melgar y que Rodríguez Gacha también aportó a la colecta. La mejor evidencia fue la carta genérica de agradecimiento que el vencedor Belisario Betancur hizo llegar a quienes contribuyeron a su empresa electoral e incluyó a la organización Medellín Cívico, asociado a la plataforma electoral de Escobar Gaviria. “Reciba mi agradecimiento por su decisivo aporte que me ha llevado a la Presidencia de Colombia”, quedó escrito como constancia de que en las dos campañas no existieron suficientes filtros.

Desde otra orilla del narcotráfico, la del cartel de Cali más discreta en materia política y más jugada en corrupción, el testimonio lo dejó el condenado periodista Alberto Giraldo en su libro Mi Verdad, en el que trabajó hasta una semana antes de su deceso en 2005. En dicho texto escribió que, en octubre de 1978, cuando Belisario Betancur perdió su segunda candidatura contra Julio César Turbay, él personalmente le presentó a Gilberto Rodríguez Orejuela y que éste sacó su chequera personal y le obsequió $5 millones. Que después, entre 1978 y 1982, Betancur y Rodríguez Orejuela se vieron varias veces, y que, en la reñida campaña de 1982, a través de cocteles empresariales, Gilberto Rodríguez aportó más de $50 millones a quien por estrecho margen resultó ganador el 30 de mayo de 1982, ante la división del liberalismo entre las campañas de Alfonso López Michelsen y Luis Carlos Galán.

Cierto o no, ni las autoridades electorales ni la justicia se interesaron por escarbar en la narcopolítica, aunque para Betancur estaba claro que el tema era una bomba de tiempo, y que desde Washington, con el as del tratado de extradición de su lado y la decisión del gobierno Reagan y de su vicepresidente George Bush de apalancar la guerra contra las drogas, más temprano que tarde el desenlace iba a estallar en sus manos.  Aunque enfocó inicialmente su mandato en subsanar el descalabro de la denominada crisis financiera de los años 80, con fila de banqueros y prestamistas privados a la cárcel, y también en su proceso de paz con las guerrillas que en diciembre de 1982 dejó libres a casi todos los que había puesto presos Turbay con el Estatuto de Seguridad, la amenaza del narcotráfico gravitaba en el ambiente como una enorme roca atravesada en el camino.

En febrero de 1983 llegó el primer desafío. A petición del ejecutivo, la Procuraduría encabezada por Carlos Jiménez Gómez, entregó un informe sobre la composición del movimiento MAS que aterrorizaba en varias regiones, y en una lista de 163 personas, 59 de ellas integrantes de la fuerza pública, quedó claro el rol financiador del narcotráfico. En medio de la pelea pública por las revelaciones y el acoso de Washington ante la grave evidencia, ese mismo mes fue detenido en Cartagena Emiro de Jesús Mejía Romero, propietario de un almacén de electrodomésticos acusado de narcotráfico en Estados Unidos. En Riohacha (La Guajira), también resultó capturado Jorge Darío Gómez Van Griecken, alias “Lucas”. Ambos fueron remitidos a la cárcel Modelo de Bogotá y semanas después la embajada de Estados en Bogotá envió nota verbal al gobierno solicitando su extradición.

Con esa medida de aceite a la administración Betancur se estrenó en abril de 1983 en Colombia el nuevo embajador norteamericano Lewis Arthur Tambs, a quien le bastaron pocos días para saber qué terreno pisaba. En su edición del 19 del mismo mes, a raíz de un foro contra la extradición realizado en la discoteca Kevins de Medellín una semana antes, promovido por el congresista Pablo Escobar Gaviria y el dueño del establecimiento José “Pelusa” Ocampo, la revista Semana, bajo el título “Un Robin Hood paisa”, sacó el primer artículo nacional sobre este polémico personaje. Un representante a la Cámara de apenas 33 años, propietario de una hacienda avaluada en más de $6.000 millones, que hacía ruidosas giras políticas en aviones y helicópteros propios, con comitivas de artistas famosos y la presencia permanente de la diva de la televisión nacional Virginia Vallejo.

Un mes después de la publicación, cuando trataba de negociar 11 kilos de cocaína con agentes encubiertos de la DEA, fue capturado en Estados Unidos el congresista de Córdoba, Carlos Náder Simmonds. En la misma operación cayó Germán Bocanegra, exfuncionario de la embajada de Colombia en Hamburgo. Ambos fueron acusados de integrar una red del narcotráfico que terminaba en Holanda. Otra razón para que el presidente Reagan, quien había pasado por Bogotá en diciembre de 1982, siguiera pidiendo explicaciones a su homólogo Betancur; éste a su vez resultados a su ministro de justicia, Bernardo Gaitán Mahecha; el ventilador público agitando nombres de otros narcotraficantes en coqueteos con el poder; y el embajador Lewis Tambs en un lugar de la tramoya, esperando noticias sobre las primeras peticiones de extradición.

En julio de 1983, en medio de intensos debates en el Congreso y  rifirrafe de Pablo Escobar con el dirigente liberal Ernesto Samper por asuntos de mala memoria en las aproximaciones de la reciente campaña, el gobierno Betancur provocó ocho cambios en la composición del gabinete ministerial y, por acuerdo con el Nuevo Liberalismo, llegó al ministerio de justicia el político huilense, exalcalde Neiva y congresista, Rodrigo Lara Bonilla. En escasos días, el nuevo ministro destapó la olla podrida que nadie quería abrir en Colombia desde los estrados del poder. No solo denunciando con nombres propios a los capos de la droga que pocos se atrevían a señalar, sino encarando al mismísimo Pablo Escobar y su círculo, que no podía reaccionar de forma distinta a tenderle una emboscada política y judicial al ministro.

No obstante, mientras se daban los primeros lances entre Lara, los capos y sus aliados políticos, los pendientes trámites de extradición de Emiro de Jesús Mejía y Lucas Gómez Van Grieken, sufrieron un duro revés. A pesar de que, en octubre de 1983, la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia rindió concepto favorable para que los dos detenidos en La Modelo fueran entregados a la justicia norteamericana, sorpresivamente el 11 de noviembre, el gobierno Betancur expidió una resolución firmada por el presidente Betancur y su ministro Rodrigo Lara, que dejó a todos boquiabiertos, en especial a Estados Unidos. El ejecutivo negó las dos extradiciones invocando el principio de la territorialidad absoluta, es decir, de la competencia de las autoridades colombianas para procesar penalmente a Mejía y Gómez, quienes celebraron con júbilo la determinación.

“Desde su fundación como República, Colombia ha mantenido la invariable tradición de no extraditar a sus nacionales y, cuando en algunos tratados pacto esa posibilidad, se reservó la facultad de hacerlo o no”, quedó escrito en el documento oficial. La explicación jurídica apuntó a que los hechos evaluados se habían comenzado a ejecutar en territorio colombiano para ser consumados en territorio extranjero, ante lo cual debía negarse la extradición a Estados Unidos.  Un baldado de agua fría para Estados Unidos que entendía que, si el gobierno Betancur se negaba a extraditar a dos mafiosos de poca monta, menos iba a hacerlo respecto a Lehder Rivas u otros de su condición, contra quienes la justicia norteamericana seguía nutriendo su minucioso dosier judicial para esperar el momento de esgrimirlo en su guerra contra los capos.

*Jorge Cardona es el editor general de El Espectador.

Para este artículo, el autor consultó la siguiente bibliografía:

Baquero, Petrit, El ABC de la mafia, Editorial Planeta Colombiana S.A., Bogotá, 2012.

Barrios Zuluaga, Ricardo, Convención de Viena y extradición, Editores Colombia Ltda, noviembre de 1989.

Castillo, Fabio, Los jinetes de la cocaína, Editorial Documentos Periodísticos, Bogotá, noviembre de 1987.

Giraldo, Alberto, Mi verdad, Editorial Planeta Colombiana S.A, Bogotá, 2005.

Osorio Gómez, Jairo, Familia, Ediciones B Colombia S.A, Bogotá, agosto 2015.

Revista Alternativa No. 235, octubre 18 al 25 de 1979, Droga: La Guerra sucia, Bogotá, 1977.

Revista Semana No. 50, 19 de abril de 1983, Un Robin Hood paisa, Bogotá, 1983.

Salazar J. Alonso, La parábola de Pablo, Editorial Planeta Colombiana S.A, Bogotá, 2001.

Santos Molano, Enrique, Colombia día a día, Editorial Planeta Colombiana S.A, Bogotá 2009.

Szasz, Thomas, Droga y ritual, Fondo de Cultura Económica S.A, Madrid, España, 1990.

Vargas Meza, Ricardo, Fumigación y conflicto, Tercer Mundo Editores, Bogotá, noviembre de 1999.