“Nos llamaron locos por proponer paz en medio del conflicto” | ¡PACIFISTA!
“Nos llamaron locos por proponer paz en medio del conflicto”
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“Nos llamaron locos por proponer paz en medio del conflicto”

Juan David Ortíz Franco - julio 23, 2015

La Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare es una experiencia premiada y reconocida internacionalmente. La conocimos en el Encuentro Regional para la Paz en el Bajo Cauca y nos demostró que en cada territorio la guerra se vive distinto.

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Por Estefanía Henao Arboleda

 

Cuenta Donaldo Quiroga que cuando se preguntan por cómo surgió y por qué tuvo éxito la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare (Atcc) los mayores ofrecen tres teorías: la primera es que “Dios les ayudó y ya”. La segunda, también espiritual, es que en ese territorio se mantuvo la práctica de los indígenas carares, que prefirieron los suicidios colectivos antes que someterse al yugo de los españoles en el siglo XVI. Y, la tercera, que es la más aceptada,  es que fue producto del terror por el fuego cruzado entre los actores armados legales e ilegales a mediados de los setenta y principios de los ochenta en el corregimiento La India de Landázuri, Santander.

Un sábado de mayo de 1987, día de mercado en La India, “los paramilitares y la Fuerza Pública convocaron al pueblo para colocarle unas condiciones: ‘les damos tres meses para que tomen una decisión: se arman como guerrilleros, se unen a los paramilitares, se van de la región o se mueren’”, recuerda Donaldo.

Los pobladores se reunían en las noches y, en medio de la clandestinidad, les surgió otra alternativa: no iban a hacer caso. Abandonar el territorio no era una opción y, si los iban a matar a todos, antes los tenían que dejar hablar.

En los ochenta, entrar en contacto con las Farc (bloques 12 y 23), simpatizantes o miembros del grupo paramilitar MAS (Muerte a Secuestradores) o la  misma Fuerza Pública (Batallón Rafael Reyes,) era una sentencia de muerte en el Magdalena Medio. Las lógicas de la guerra habían hecho que si alguien cruzaba saludo con un grupo se convertía automáticamente en el enemigo de otro.

La arriesgada apuesta de la Atcc era una estrategia para dialogar, aún cuando ellos eran los únicos sin armas. Los acuerdos con los que soñaban tenían que ser públicos y cada uno de los actores armados debía estar informado sobre lo pactado con los otros. Querían apostar por la civilidad y una resistencia no violenta, exigiendo el respeto a la autonomía.

Los primeros en ser citados por las comunidades fueron las Farc. “El discurso que tenían era que ellos estaban allí porque eran el ejército del pueblo, que ellos cuidaban al pueblo. Entonces les dijimos: ‘miren, por culpa de ustedes estamos en esto, entonces ustedes no son nuestro ejército porque ustedes nos han matado igual que los otros’”, recuerda Donaldo.

Ante la falta de acuerdos, los campesinos les pidieron a los subversivos que llevaran a alguien con poder de decisión y terminaron dialogando con emisarios directos del secretariado de esa guerrilla. A una primera reunión  asistieron tres mil personas. Iban preparados para morir ese día, dice Donaldo.

A una segunda reunión, en La India, llegaron aproximadamente siete mil personas, entre ellos la Fuerza Pública y algunos paramilitares de civil, que no participaron activamente.

Hicieron un acta con los acuerdos pactados con la guerrilla y otros conseguidos con la Fuerza Pública. Luego, le entregaron una copia al grupo paramilitar que rondaba en la zona, pero a este poco le importó el esfuerzo ‘diplomático’ de los campesinos. El acuerdo con ellos se dio después de la Masacre de Cimitarra, el 26 de febrero de 1990, fecha en la que asesinaron a Silvia Duzán, periodista, y a tres líderes de la Atcc, Josué Vargas, Saúl Castañeda y Miguel Ángel Barajas.

“Esa fue de las peores dificultades a nivel emocional y comunitario, pero nos recuerda que la comunidad nunca desistió. Seguimos buscando un espacio para pensar diferente sin declararnos enemigos de nadie”.

Una vez firmados los acuerdos,  muchas de las familias que habían huido después del ultimátum de 1987 regresaron a sus casas. La organización había logrado lo imposible, crear un espacio de convivencia, en el que ese cuento de respetar el derecho a la vida, al trabajo y a la paz en medio de la guerra era posible, por increíble que pareciera.

Según registros de la organización, aproximadamente 600 campesinos fueron asesinados antes de 1990. Después de que el MAS  y otros grupos paramilitares como las Autodefensas Campesinas firmaron los acuerdos, el número de asesinatos y desapariciones se redujo a cero.

Pero la guerra no se fue. A partir del año 2000 las fumigaciones aéreas con glifosato en el Sur de Bolívar y el Norte de Santander cambiaron el panorama. Socios de la Atcc que tenían cultura coquera empezaron a cultivar para los paramilitares y se retiraron de la asociación. Para los campesinos que vivían a varias horas de la carretera más cercana, los costos para transportar un bulto de cacao eran mucho más altos que para transportar un kilo de coca.

“Cuando reclamábamos por los desaparecidos nos decían, ‘tráiganme un nombre de alguien que esté metido en la Atcc que hayamos matado o desaparecido’, y ya no teníamos nada que decir porque era gente que estaba negociando la coca con ellos”, comenta Donaldo.

El número de socios de la organización que entran a la lógica de la guerra se reduce cada vez más con los años. Donaldo afirma que las dinámicas del conflicto cambian de ropaje y que ahora la preocupación de la comunidad es otra: “Los intocables del conflicto, y que son ahorita las mayores amenazas que tenemos los campesinos, los negros, los indios, y los que vivimos en los territorios, son esos mega proyectos a través de las multinacionales y las transnacionales.”

Actualmente la organización está compuesta por 650 socios, 36 juntas de acción comunal y 14 organizaciones de base, con influencia en seis municipios del suroccidente santandereano: Cimitarra, Landázuri, Bolívar, El Peñón, Sucre y La Belleza.

“En 1987 nos llamaron locos por proponer paz en medio del conflicto, por hablar de paz en medio de fusiles, porque supuestamente eso era imposible. Nos mataron gente por eso. Nuestros compañeros. Pero hoy nos damos cuenta de que no nos equivocamos, que acertamos en lo que veníamos haciendo”, concluye Donaldo.

 

La paz que se construye desde el territorio

El de Bajo Cauca fue el encuentro número 14. Las organizaciones comunitarias y de víctimas compartieron sus experiencias. Foto Encuentro Regional para la Paz.

La experiencia de la Atcc fue una de las protagonistas del XIV Encuentro Regional para la Paz que se desarrolló los pasados 16 y 17 de julio en Caucasia, Bajo Cauca antioqueño. Un diálogo social en torno a la paz territorial y el reconocimiento de las particularidades del conflicto en esta subregión.

Los participantes trabajaron en cinco mesas temáticas donde compartieron experiencias y expusieron las problemáticas de la zona, así como propuestas para su resolución: minería – medio ambiente, procesos productivos y territorio, mujeres, víctimas y pedagogías para la paz.

Este escenario de interlocución entre la sociedad civil y el Estado es una apuesta por la construcción de paz territorial, debido a que el Bajo Cauca -que limita con los departamentos de Córdoba y Bolívar- ha aportado una parte importante a la historia del conflicto armado en el país.

Su riqueza aurífera, que desembocó en la explotación minera desde la época colonial, atrajo a multinacionales que dejaron grandes pasivos ambientales y que conservan enormes títulos para la explotación del subsuelo. A eso se suma el boom de la minería ilegal que está contaminando los ríos y degradando los ecosistemas y que, además, se ha convertido en una fuente representativa de financiación para los grupos ilegales.

La fertilidad de sus tierras y su ubicación estratégica como parte del corredor entre el Catatumbo  y el Urabá antioqueño significaron también la concentración de grandes cultivos de coca. La población del Bajo Cauca se encontró durante décadas bajo el fuego cruzado del ELN, las Farc, el Ejército, las Aucc y luego las AUC. Posteriormente se incorporaron a ese escenario de disputa Los Rastrojos, Los Urabeños y Los Paisas, las bandas criminales que emergieron tras la desmovilización de los paramilitares en el 2006 con la Ley de Justicia y Paz.

A pesar de la larga lista de masacres, desplazamientos y despojos, la historia de Colombia y el Bajo Cauca está atravesada también por el trabajo incansable de organizaciones sociales que en medio de la violencia se resisten a la guerra y proponen soluciones para hacerle frente desde iniciativas comunitarias y locales.

Las mesas temáticas terminaron las jornadas con una lista de propuestas entre las que se encuentran la reforma al Código Minero con un enfoque social; el apoyo y asesoría al pequeño minero para la formalización; y la articulación con alternativas para preservar el medio ambiente en entornos mineros.

En cuanto a procesos productivos y de territorio, se discutió la necesidad de agilizar la restitución de tierras, ya que para trabajar en la seguridad alimentaria de la región hacen falta campesinos cultivando y es imposible si no hay tierras que labrar. Además, pidieron la reducción de costos de insumos y materias primas para la producción.

“Estos espacios han sido muy importantes porque nos podemos encontrar con el otro y la otra. Es un intercambio de conocimiento y de realidades de este país, porque el conflicto no opera ni tiene la misma estrategia universal en todos los territorios. Cada territorio ha tenido una forma de vivir el conflicto”, dice Quiroga.