Quienes hoy romantizan la pandemia son personas que tienen la vida resuelta. Los más privilegiados entre los privilegiados.
“Esta crisis salvó a mis hijos. Esta crisis salvó a la generación de nuestros hijos. Van a ser más realistas, austeros, conservacionistas, a apreciar a la familia, a los amigos, a Dios, a la naturaleza (…) Este evento los va a salvar de las banalidades del egoísmo, del consumo desenfrenado, de la indisciplina desmedida y van a aprender lo que nuestros abuelos y bisabuelos aprendieron en la guerra: a no dejar nada en el plato y apreciar cada segundo de la libertad. No está de menos que aterricen en la comodidad de sus hogares y disfrutando de la hiperconectividad que les dio la vida. Esta crisis está salvando una generación que estaba echada a perder. Dos meses no son nada”…
Cuando llegué al punto final del párrafo anterior me costó creer que fuera cierto. Tuve que detenerme en varias frases, releerlo un par de veces. ¿Quién romantiza de esa forma una pandemia que ciertamente no es -todavía- de las más letales de la historia (las peores han sido las de la peste negra, la viruela y la gripe española, en ese orden), pero que hasta cuando me siento a escribir estas líneas ya ha matado a casi 170.000 personas y contagiado a más de 2.5 millones en todo el mundo?
¿Quién romantiza así una pandemia que, solo en América Latina, sumirá en la pobreza extrema a entre 14 y 22 millones de personas más de las que ya hacen parte de ese segmento, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal)? En el 2030, de acuerdo con este organismo de Naciones Unidas, este continente seguirá sufriendo las consecuencias de esta crisis que ya afecta a 185 de los 194 países reconocidos por la ONU.
¿Quién se atreve a decir que para salvar a una generación “echada a perder” se necesitaba una tragedia de semejante calibre, que matará a más personas de hambre que por el nuevo coronavirus? Al darle las gracias a la pandemia lo único que hace el autor de semejante inconsciencia es sustentar los buenos valores de sus hijos y los hijos de sus amigos en la pobreza y la tragedia de los otros.
En su página web, este hombre se define como “emprendedor en serie, ejecutor de innovación y disruptor digital”. Todas, categorías de las que desconfío profundamente porque se valen de un lenguaje que pretende ser sofisticado, pero en el fondo no contiene nada. Son expresiones vacías. Que venden humo. “Considerado como uno de los 101 genios de los negocios de Colombia por la revista Dinero y finalista de los premios Portafolio en el área de innovación”, el autor de este párrafo “es un exitoso emprendedor en serie, con más de 20 años de experiencia en el área de ciencias digitales, enfocado en modelos innovadores de aplicaciones tecnológicas avanzadas y disruptivas”. Según afirma él mismo en su sitio web, dos de las empresas que fundó “fueron compradas por el Grupo Santo Domingo” y entre sus clientes están el Grupo Argos y Bancolombia. El Grupo Argos fue la sexta empresa con mayores ingresos en Colombia en el 2019, y Bancolombia es la institución financiera más poderosa no solo del país sino ahora también de Centroamérica.
Quienes hoy romantizan la pandemia son personas que tienen la vida resuelta. Los más privilegiados entre los privilegiados. Los que no van a sufrir si ahora mismo se quedan sin trabajo. Los seres humanos para quienes estos meses de encierro obligatorio no representarán una tragedia en todos los sentidos, sino más bien un periodo de reflexión, reinvención y transformación interior. De búsqueda de la espiritualidad.
No. No necesitábamos una pandemia de la que muchos países van a tardar al menos una generación en recuperarse, si es que alguna vez se recuperan, para reflexionar, reinventarnos y transformarnos interiormente. No necesitábamos una pandemia que va a destruir 195 millones de empleos en todo el mundo solo entre abril y junio de este año, según la Organización Mundial del Trabajo (OIT), para que nuestros hijos aprendieran la importancia de “apreciar a la familia y a los amigos” o entendieran que no está bien ser egoístas ni promover “el consumo desenfrenado o una indisciplina desmedida”.
No. No puede ser que no seamos capaces de criar buenos seres humanos sin que nos caiga encima una catástrofe global como esta. Solo en Colombia, según la OIT, el 46,8% de los trabajadores que tienen un empleo formal (el drama es mucho más pronunciado para los trabajadores informales, que hasta enero del 2020 eran 5,7 millones de personas) pertenecen a los “sectores de la economía que concentran mayor riesgo”, por los cierres completos de ciudades decretados para frenar el avance del nuevo coronavirus. Si el peor de los escenarios se cumple, casi el 50% de los trabajadores formales de nuestra economía pasarán a engrosar las ya bien gruesas listas de desempleo en Colombia.
Lo que subyace tras el párrafo de este “colombiano de bien” es el perverso convencimiento, que no es de ahora sino que tiene raíces históricas en la mayoría de las sociedades occidentales, de que el bienestar y la felicidad de los que más tienen, que son muy pocos, depende de la miseria del resto. Lo que subyace tras ese párrafo es una escala de valores y principios que están torcidos desde hace siglos.
Más de 150 personas le dieron “me gusta” a ese agradecimiento de la pandemia por “salvar a nuestros hijos”, publicado en Facebook el 6 de abril pasado. Casi 70 compartieron sus palabras y más de 30 lo aplaudieron con comentarios como “qué buena reflexión”, “tienes toda la razón”, “nadie lo habría dicho mejor” y “pienso lo mismo y ya lo compartí con mis hijos y con mis padres”.
Romantizar la pandemia es también mitificarla porque gracias a la reducción de la contaminación producida por los confinamientos obligatorios decretados en buena parte del planeta hoy podemos ver “el Nevado del Tolima desde Bogotá” o “el Himalaya desde la India por primera vez en décadas”. Sí, a una escala mucho más micro, yo escucho ahora cantar a varios pájaros, todos los días y durante todo el día, desde mi apartamento situado en uno de los barrios más urbanizados de Bogotá. Y ese gorjeo ahora permanente alegra y aliviana mi jornada, qué duda cabe, pero no me lleva a darle las gracias al brote ni a considerarlo como la salvación que necesitaban generaciones enteras.
Para que la tierra pudiera respirar no teníamos porqué soportar un drama de esta magnitud. Para ser conscientes de que abrazar fortalece los lazos afectivos y de que el mundo está peor desde que nos pusimos a comprar desaforadamente lo que no necesitamos, no hacía falta que viviéramos una pandemia.
Por supuesto que a las nuevas generaciones les tocó vivir en un mundo difícil en el que prevalece la incertidumbre y la mayoría de las oportunidades que tuvieron nuestros padres y abuelos ya no existen, pero los millennials y los centennials no necesitaban de una pandemia para ser mejores personas. Una crisis global que matará a quién sabe cuántos millones de personas, que hundirá en la pobreza extrema a muchos millones más, y arrasará con los sueños y el futuro de más de medio mundo no debería ser la salvación de nadie.
* Periodista, politóloga, viajera y profesora universitaria.