"Nadie va a la guerra por amor". Entrevista con Orlando Traslaviña | ¡PACIFISTA!
“Nadie va a la guerra por amor”. Entrevista con Orlando Traslaviña
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“Nadie va a la guerra por amor”. Entrevista con Orlando Traslaviña

Staff ¡Pacifista! - julio 11, 2015

Está sentenciado a 40 años de cárcel por extorsión, rebelión, homicidio y terrorismo. Dialogamos con él para tratar de entender la mente de un guerrillero.

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Textos: Katalina Vásquez y David González

Fotos: David González y cortesía Revista Semana  

Al sol le cuesta llegar a La Picota. En esta cárcel, en el Sur de Bogotá, la gente no se entusiasma al despertar y ver sus rayos. Los gruesos muros de concreto arman un laberíntico edificio que parece inexpugnable, aún para la luz natural. En las afueras de ese complejo oscuro y gris, hay un kiosko de unos dos metros cuadrados, rodeado de claveles rojos y margaritas. Entre el jardín y los ladrillos está sentado -con las manos esposadas y unas gafas oscuras minúsculas – Orlando Traslaviña. En los años que lleva en esta penitenciaria de alta seguridad, han sido escasos los momentos en que ha podido disfrutar del sol. Este guerrillero de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) fue apresado en 2006 y está sentenciado a cuarenta años por rebelión, homicidio, extorsión y terrorismo.

“Nadie va a la guerra por amor”, dice para hablar de los errores que, según él, se cometen al fragor de la confrontación. A Orlando se le nota la guerra en la piel esquirlada, en el tono de su voz de mando. Es un tipo firme y se siente orgulloso de las Farc. Cuando habla, por momentos pierde la tranquilidad de sus ademanes campesinos, se le enrojece parte de la cara y se exalta. Luego se contiene y vuelve a su hablar pausado.

Este campesino araucano conoció la guerrilla a los trece años, militó en la Juventud Comunista y luego se alistó en las milicias de las Farc. Lejos estaba de pensar que años después, su familia, que nunca empuñó un fusil, sufriría esa decisión. Su hermano mayor salió de su finca en Arauca a mercar para sus cuatro hijos. En el camino, las tropas del Ejército lo encontraron.

“Ellos llevaban mi nombre. Al ver que él tenía mi apellido, lo dieron por guerrillero y lo mataron”, relata Traslaviña, para quien el sentimiento de pérdida fue motor para escribirles cartas a las familias que, ya estando tras las rejas, le preguntaban por la muerte de sus seres queridos.

Mientras en La Habana, sede de los diálogos de paz, el Secretariado de las Farc insiste en que los insurgentes no pagarán ni un día de cárcel, a Orlando le permiten veinte minutos para una entrevista en la que, además de hablar con alguien diferente a sus compañeros de celda, consigue quitarse por un momento las esposas y ver directamente el cielo. Junto con él dejaron salir a Jeison Murillo,* de la Red Urbana Antonio Nariño (Ruan) de las Farc, y a Jhonier Martínez, campesino que se enfiló en la guerrilla convencido de la causa.

Es Orlando quien se ocupa de explicar que “en esta guerra que hemos librado en Colombia, por Colombia, lo ideal es que no hubiera habido muertos” (sic). Enfrenta una pena por un homicidio que reconoce y otros de los que, asegura, es inocente. “Sin embargo, a las víctimas que no les cometí delitos , les escribí desde la cárcel expresando mi sentimiento ante la pérdida de sus seres”. En especial, recuerda a la esposa de un alcalde a quien señalaron de paramilitar. Sus tropas lo asesinaron.

El perdón que ofrecieron las FARC les llegó a la viuda y a los huérfanos cuando ya no había vuelta atrás, de la misma manera que los sobrevivientes de la masacre de Bojayá recibieron las excusas de esa guerrilla doce años después de que 70 hombres y mujeres y 47 niños perecieron con la explosión de bombas lanzadas por los rebeldes. Al respecto, en diciembre de 2014, al término de las visitas de víctimas a Cuba, el jefe de la guerrilla  en la Mesa de Conversaciones dijo : “Hubo un resultado nunca buscado ni querido. Declararlo hoy no repara lo irreparable, no devuelve a ninguna de las personas que perecieron, ni borra el sufrimiento generado a tantas familias, sufrimiento del cual somos conscientes y por el que ojalá seamos perdonados”.

Iván Márquez había ofrecido ya excusas de forma individual a víctimas como Constanza Turbay, quien viajó en la primera de cinco delegaciones, y quien perdió a toda su familia a manos de fusiles guerrilleros. “Lo de las FARC con tu familia fue un error muy grande, yo te pido perdón”, le dijo el número dos del grupo alzado en armas durante un receso en la reunión con víctimas. El jefe de la delegación del Gobierno, Humberto de la Calle, calificó esto como un “gesto de enorme valor” en su momento, agregando que los colombianos esperan que ese fuera sólo el principio de muchos gestos en el marco de las conversaciones, y después de la posible firma de un acuerdo final.

Traslaviña dice ahora, desarmado y a punto de volver a ser esposado, que los guerrilleros no son como los pintan. “Se ha dicho que nosotros celebramos, disfrutamos y hasta gozamos con la muerte de los soldados y los policías, con el secuestro, pero esa no es la realidad”, comenta el hombre detrás de esos lentes oscuros que se niega a quitarse para la entrevista. No está acostumbrado a la luz del día pegándole de frente al rostro y tiene problemas de visión. Durante casi una década de encierro, ha tenido ocasión para reflexionar sobre su condición: “Llegará el momento en que todos tengamos que mirar las culpas”.

***

 

Orlando Albeiro Traslaviña Díaz pasa los cincuenta años. Fue miembro de las Farc y lo sigue siendo, luego de su captura el 11 de junio de 2006. Fue en medio de un bombardeo del Ejército a su campamento en Salinas, Casanare, cuando perdió la vista. “La explosión me destrozó los ojos, los oídos, me partió la pierna izquierda”, dice ahora, bajando la voz. Ese día, sin embargo, no fue capturado. Las Farc pagaron por su recuperación en un hospital de Bogotá. Siete meses duró ciego hasta que le reconstruyeron los ojos: le pegaron las retinas con silicona, le pusieron lentes intraoculares, le implantaron la córnea en el ojo izquierdo y tuvo recuperación parcial. Después, fue capturado. Desde entonces, es un habitante de una celda en el patio 14 de la estructura F de La Picota.

“Yo, como la mayoría de los guerrilleros, soy de las entrañas del campesinado”, dice. Orlando nació en Saravena, una zona abandonada a su suerte durante décadas por el Estado, una llanura de tierras ricas en petróleo que va más allá de la frontera con Venezuela. La única autoridad presente durante mucho tiempo, fueron las guerrillas del ELN y las Farc. Luego, llegaron empresas de extracción de petróleo, como Oxy; vino  el rico yacimiento de Caño Limón y con él el Ejército. Desde entonces, insurgentes de un grupo y otro se ocupan de dinamitar los oleoductos y hostigar a la Fuerza Pública. La población civil, tanto en el casco urbano como en las veredas, ha sido la principal afectada. Se las tiene que ver  con guerreros de un bando y otro desde el momento de su nacimiento.

Cuando Traslaviña conoció las Farc, se desempeñaba como embolador: “Yo era de un grupo de 14 jóvenes del barrio y a muchos de ellos los mataron. Pasaba el Ejército, requisaba primero y luego venían los encapuchados, que no eran otros que la misma Policía, y mataban la persona ahí porque decían que era guerrillero”.

Eso, según él, lo empujó a las Farc. “No tuve otra posibilidad distinta. Yo cuento con un segundo de primaria que, con mucho esfuerzo, me lo dieron los viejos. Una casita que paramos de mala muerte fue a palo y piedra con la Policía, porque era una invasión”, dice el hombre, detallando que luego en la Juco pasó toda su adolescencia, más tarde en la milicia, hasta que fue escalonando.

“Yo, que manejé una parte de los hijos de las Farc, sé que a nosotros nos duele el pueblo, porque hay una realidad que muchos han querido tapar y es que la guerra la hemos hecho los pobres de este país”.

Orlando Traslaviña, además de su condena a cuarenta años, tiene pendiente un proceso en el Cocuy y cerca de 20  procesos en La Dorada, Caldas. Hoy se esperanza, como tantos, en las negociaciones de La Habana.

Cortesía Revista Semana

– ¿Y las víctimas qué? ¿Quién responde? ¿Cómo se le explica a los colombianos que han sufrido por la actuación de las Farc que ustedes van a hacer política?

-Pues es que es una guerra. Es un ejército enfrentando a otro ejército (…) Todo lo que ha pasado en Colombia es en ejercicio del derecho universal de la rebelión.

Ante una eventual justicia transicional, no sólo quienes siguen alzados en armas, sino aquellos guerrilleros que cayeron en manos de la justicia colombiana, esperan el indulto. Sólo así, argumenta , se cerraría este capítulo de la guerra. “Muchos guerrilleros fuimos llevados a empuñar las armas”, expone ahora Traslaviña , hablando más pausado, dejando atrás el tono enérgico con el que explicó su origen en la revolución armada. “Y así como empuñamos un arma de manera consciente y voluntaria para la defensa de nuestra familia y nuestras comunidades, así también debe ser el día que me encuentre afuera con un familiar de un soldado y un policía. De manera consciente les pediré perdón, les diría que esa no era mi intención”, relata el hombre, antes de que se le quiebre la voz cuando imagina cómo sería su vida si no hubiera entrado a las Farc: “El único patrimonio que siempre he tenido es el que me enseñaron mis taitas: a trabajar. No tendría plata, seguro, pero hubiera tenido la posibilidad de estar con ellos, de haber compartido”, responde y guarda silencio para, alzando la mirada lentamente atrás de la oscuridad de los lentes, agregar: “Hubiera sido un muy buen carpintero”.

Cuando Traslaviña termina diciendo que “es mejor el sonido de las palabras de perdón que el traquetear de una ametralladora”, el uniformado del INPEC alista las esposas. El señor – delgado y alto, recién afeitado, con una cicatriz entre la nariz y el labio- se pone de pie. Le abrochan los hierros en las muñecas, se lo llevan del jardín, y al salir del kiosko, recibe por segundos el sol que cae fuerte. Después, se pierde en las tinieblas del cemento de La Picota, —su casa, por ahora— por 30 años más.