Conchita Picciotto decía que su vida serviría para recordarles a quienes la vieran que podían hacer una acción para cambiar el mundo
Se fue una pequeña leyenda. Concepción Martín o Conchita Picciotto murió después de haber acampado frente a la Casa Blanca, en Washington, por más de tres décadas. Calculan que tenía unos 80 años pero nadie lo sabe con certeza. Lo que sí se sabe, porque estuvo siempre a la vista, es que pasó casi la mitad de su vida afuera de la sede de uno de los gobiernos más poderosos del mundo pidiendo el fin de la guerra.
Conchita era pequeña, con la piel curtida por el sol y le faltaban varios dientes. Usaba una especie de casco de aluminio para protegerse de los rayos electromagnéticos que decía que le llegaban desde la Casa Blanca. Creía firmemente que había una conspiración en su contra y que esa era la causa de sus enfermedades. Muchos pensaban que estaba loca. Otros, en cambio, la veían como una heroína.
La primera vez que llegó a protestar al 1600 de la Avenida Pensilvania, la misma donde vive el presidente de Estados Unidos, no pensaba en política. Era 1979 y había llegado hacía casi 20 años de España. Se había casado con un italiano y habían adoptado a Olga, una bebé con apenas horas de nacida. La primera lucha de Conchita fue por su hija: peleaba por su custodia con su esposo, que decía que no era una madre adecuada.
Esa vez no logró nada. Al menos no lo que quería. Dos años más tarde, en 1981, cuando Ronald Reagan era presidente, Conchita conoció a William Thomas. En junio de ese año su vida se revolcó y no hubo marcha atrás. Thomas se autodenominaba filósofo y era un activista que, como mucha gente, había optado por presentar sus exigencias directamente en la Casa Blanca, donde todos lo pudieran ver. Cargaba un cartel escrito a mano donde se leía algo como “Se busca sabiduría y honestidad”.
Se conocieron, simpatizaron y, aunque poco se sabe de cómo orquestaron su plan, decidieron que juntos les iría mejor. Conchita sabía poco de política. Había trabajado como secretaria en la embajada española y luego había sido niñera a medio tiempo. No tenía una posición estructurada sobre la guerra nuclear, que era el principal enemigo de la humanidad para Thomas. Su única lucha había sido por la custodia de su hija. Pero eso le bastó: se convenció de que, fuera como fuera, iba a entregar su vida por los niños del mundo, ya que no había podido tener a la suya.
Nunca planearon el tiempo, pero el objetivo de su lucha, que en resumen era la paz mundial, era de alguna manera indefinido. Otras personas pelean por cosas específicas –que las parejas del mismo sexo puedan adoptar, que se derogue una ley que promueve el racismo, que se permita abortar a juicio de la madre– y pueden saber con facilidad cuándo cumplieron su meta. Conchita y Thomas no, y parece que tampoco pretendían eso.
En 2013, en una entrevista con The Washington Post, Conchita trató de explicar cuál era el sentido de su labor. Dijo que pretendía que su presencia recordara a todos los que la vieran que podían hacer una acción para cambiar el mundo, por pequeña que fuera. Por eso, aunque no era esquiva a que le tomaran fotos o a que la entrevistaran, siempre presionaba para que antes la gente escuchara su discurso y leyera sus panfletos.
Aunque la leyenda es que no se movía de su campamento, Conchita y Thomas habían comprado una casa con la plata de la herencia que dejó la madre de él. A paso de Conchita, ya vieja y enferma, se demoraban 25 minutos entre el campamento y su hogar, que llamaron “Casa de la paz”. Ese lugar, arreglado a medias, les servía para guardar los carteles con consignas y para relevarse en la guardia del campamento.
El truco para permanecer frente a la Casa Blanca durante casi 35 años era que no podían abandonar el campamento. Entonces, cuando era necesario, y cada vez lo fue más por temas de salud de Conchita y la muerte de Thomas en 2009, otros activistas jóvenes la reemplazaban mientras iba a citas médicas o simplemente a descansar. Dos veces, la seguridad del parque intentó desmontar su base, pero en ambas ocasiones tuvieron que devolverla a su lugar.
El campamento se volvió casi una atracción turística. Apareció en Farenheit 9/11, el famoso documental de Michael Moore, y gran parte de los que caminaban por ahí para conocer la Casa Blanca se detenían a tomar fotos y a hablar con Conchita y Thomas. Sin embargo, por los comentarios que se oían alrededor y por algunas reacciones, era más o menos evidente que mucha gente dudaba de los alcances de esa lucha.
Quizás el mayor logro que tuvieron fue cuando, en 1993, hicieron circular una petición para el desarme nuclear que logró colarse en el Congreso, de la mano de Eleanor Holmes Norton. Aunque al final no se logró nada preciso, a Conchita y a Thomas les entusiasmó que su idea hubiera sido discutida por la gente que hace las leyes, sobre todo en un momento donde el tema nuclear era coyuntural.
Tras la muerte de Thomas, hace más de cinco años, Conchita venía más y más enferma, pero decidió continuar para honrar la memoria de su compañero. Siguió ella sola y mantuvo también la “Casa de la paz”. Montaba bicicleta y revisaba la versión en línea de Al Jazeera. Últimamente le interesaba el conflicto en Gaza. Decía que lo que menos soportaba, y para lo que se levantaba cada día, era para crear conciencia de que no hay razón justa para que la gente sufra y llore en medio de una guerra.
Seguía rodeada de carteles llenos de consignas pacifistas y sobrevivía con las pequeñas donaciones que los turistas y otras personas le dejaban en una caja. A sus 80 años, ya muy disminuida, continuó liderando la que para muchos es la protesta más larga de la historia de Estados Unidos. Atravesó y sentó posición política, año tras año, sobre los escándalos de turno: desde el atentado contra las Torres Gemelas hasta la Guerra del Golfo.
Con su muerte, el lunes de esta semana, queda abierto el espacio para que alguien siga su lucha. Quizás nadie lo hará. Se necesita mucha terquedad para sentarse por más de treinta años a pedirle a una potencia mundial que pare la guerra.