Son escasos pero logramos dar con uno de los pocos políticos PACIFISTAS vigentes en Colombia. Antonio Navarro Wolff
Por: Esteban Montaño
Perdonar y ser perdonado. En estas dos acciones ha estado la clave para que, a sus 67 años, Antonio Navarro Wolff siga vigente y sea uno de los políticos mejor valorados en Colombia. Y esto no solo se debe a la posibilidad que ha tenido de dejar atrás un pasado guerrillero. También tiene mucho que ver con su capacidad para superar un atentado que casi le quita la vida y con su decisión de parar la violencia a pesar del asesinato del máximo líder de su movimiento.
Las razones para hacer la guerra
Pero antes de que todo esto pasara, Antonio Navarro era un destacado estudiante de último año de ingeniería sanitaria sin demasiados intereses en los temas políticos. Corría el año 1971 y en Colombia se estaba haciendo pedazos el modelo bipartidista que establecieron los liberales y los conservadores supuestamente para pacificar el país. Para esa época, por ejemplo, ya habían nacido tres guerrillas diferentes y acababan de robarle las elecciones al General Gustavo Rojas Pinilla.
En medio de todo este ambiente, y gracias a la creciente influencia de los movimientos estudiantiles que empezaron a surgir en la Universidad del Valle, Navarro se fue contagiando poco a poco de ese espíritu renovador que dominó toda la década de los años setenta. Tanto así que, como presidente del Consejo Estudiantil de la Facultad de Ingeniería, lideró en 1972 un paro universitario de tres meses en el que se tomaron la oficina del decano.
Aunque todo terminó con un desalojo del Ejército y se salvó de ser expulsado porque tenía el mejor promedio de la facultad, Navarro afirma que esa experiencia le cambió la vida porque entendió que más allá de su profesión había una sociedad profundamente problemática que necesitaba una transformación urgente. Aun así se graduó y alcanzó a ejercer un par de años antes de tomar la decisión de vincularse a una guerrilla que se había estrenado con el robo de la espada de Bolívar en Santa Marta.
-¿Por qué se volvió guerrillero si usted habría podido tener un futuro exitoso como ingeniero?
-Yo tenía un grupo de estudio con unos excompañeros de la universidad en el que hablábamos mucho de política. Un día nos preguntamos cuál era el camino para generar los cambios que necesitaba el país y nos dimos cuenta que lo único que se podía hacer era levantarse en armas. Si a Rojas Pinilla, que era militar y además conservador, le robaron las elecciones ¿a quién le iban a respetar los resultados en este país? En ese momento era muy claro que como las instituciones no funcionaban había que apelar al recurso de la rebelión.
-¿Y por qué se metió al M-19 si ya existían las Farc, el ELN y el EPL?
-Porque los unos eran dizque prochinos y los otros prosoviéticos, a mí esa vaina me parecía muy rara porque no se acomodaba mucho a la realidad colombiana. Entonces cuando salieron estos muchachos con un discurso nacionalista alrededor de la imagen de Bolívar inmediatamente dije ¡esos son!
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Cuando Antonio Navarro cuenta cómo fueron sus primeros años como guerrillero del M-19 parece que se estuviera refiriendo a un juego de niños. Por ejemplo, dice que durante cuatro años logró mantener dos identidades paralelas. En el día era el decano de la Facultad de Ingeniería Sanitaria y por las noches era el comandante de una columna urbana que robaba leche y pollos y los repartía en los barrios más empobrecidos de Cali. “En esas acciones yo me iba en un carro detrás de los guerrilleros vigilando que todo saliera bien, pero a la vez cuidándome de que nadie me reconociera”.
Esa fachada le duró hasta principios de 1979, luego de que el gobierno de Julio César Turbay desatara una ola de represión como respuesta al más grande robo de armas del que se haya tenido noticia en Colombia. Lo protagonizó el M-19, que sacó más de cinco mil fusiles del Cantón Norte, una de las guarniciones militares más protegidas del país. En uno de los operativos que organizó el Ejército para recuperarlas, allanaron una casa en la que Navarro había dejado un maletín con varios documentos que lo relacionaban con esta guerrilla.
Navarro se enteró del hecho mientras participaba en una escuela de formación rural y desde entonces pasó a la clandestinidad. Le asignaron seis hombres a su mando y la misión de organizar una columna móvil en el municipio de Tierradentro, en el Cauca. “Allá estuvimos como tres meses pasando todos los trabajos del mundo. Tocaba caminar de noche y sin luz y por eso nos caíamos cinco veces por minuto. El indígena que nos guiaba nos contaba que se demoraba dos horas haciendo un trayecto que a nosotros nos tomaba ocho. Éramos unos “buñuelos” haciéndonos pasar por guerrilleros”, cuenta Navarro entre risas.
A finales de ese año le ordenaron que se fuera a Caquetá a reagrupar las fuerzas rurales que habían sido diezmadas en casi todo el país. En esas estaba cuando Jaime Bateman, el jefe máximo del M-19, convocó una reunión de la plana mayor en Girardot. Navarro viajó con otro compañero y antes de llegar al sitio acordado fueron capturados por unos miembros del Ejército que los trasladaron a la Escuela de Caballería de Bogotá.
En esta parte del relato el rostro de Navarro se ensombrece y él dice que no le gusta expandirse en detalles sobre esta etapa de su vida. Durante veinte días fue torturado de una manera tan brutal, que cuando lo trasladaron a La Picota sintió que ese era el día más feliz de su vida. “Mis compañeros pensaban que se me había aflojado una tuerca porque yo decía ¡qué lugar tan hermoso, qué cárcel tan bonita! Obviamente eso era un antro, pero después de haber pasado por esa Escuela a mí me parecía que había llegado al cielo”, recuerda Navarro.
Allí fue condenado a nueve años de prisión por el delito de rebelión con jurisdicción y mando, pero solo pagó dos porque cuando Belisario Betancur asumió el poder se levantó el estado de sitio, y en esas condiciones la rebelión solo era castigada con seis meses de cárcel. De modo que quedó libre por pena cumplida y se fue nuevamente para el monte. 33 años después, Navarro reflexiona y afirma que ese era el momento para haber dejado las armas y haberse metido a la política.
-¿Por qué decidieron continuar con la guerra?
-Porque vimos que el Gobierno no estaba dispuesto a otorgar ninguna concesión, sabíamos que si ganábamos alguna elección no nos iban a respetar y nos iban a hacer fraude. También pesó mucho el hecho de que nosotros pensábamos que todavía era posible hacer una revolución victoriosa.
-¿Qué misión le encomendaron a usted?
-Me devolví para el Cauca a organizar el Frente Occidental del M-19. Me encargaron de conseguir armas porque para ese momento éramos como 75 guerrilleros con tres metralletas. Sin embargo, en 1984 entablamos diálogos de paz con el Gobierno y me escogieron como jefe del equipo de diálogo.
La hora de hacer la paz (a pesar de todo)
En mayo de 1985, mientras se encontraba en una cafetería cerca a su casa en Cali, un miembro del Ejército le arrojó una granada cuya explosión le arrancó la mitad de su pierna izquierda y lo dejó hablando de una manera que es motivo de graciosas imitaciones radiales. Aunque Navarro sabe quién fue la persona que atentó contra su vida y se lo ha encontrado varias veces a los largo de estos veinte años, ha insistido en que nunca va a decir su nombre ni lo va a denunciar porque ya lo perdonó.
Al contrario, cuando le preguntan qué se siente haber perdido una parte de su cuerpo por culpa del ataque hace gala de su humor y dice que le ha traído muchas ventajas porque, a diferencia de los que tienen ambas piernas, no le estorba nada en la cama cuando se acuesta a dormir. También afirma entre risas que se siente el bailador de salsa en una pierna más importante que tiene Colombia.
A raíz del atentado, Navarro estuvo cuatro años recuperándose en México y en Cuba, y por eso no se enteró de que su grupo estaba planeando la toma del Palacio de Justicia. Tampoco estuvo presente en los años más duros del M-19, cuando aparte del desprestigio que le causó al grupo una acción que el propio Navarro califica como una “embarrada tenaz”, se les acusó de tener nexos con el Cartel de Medellín.
Navarro se reintegró a la guerrilla en 1989. Para ese entonces Carlos Pizarro ya había tomado la determinación de firmar la paz con el gobierno de Virgilio Barco. Eso ocurrió el 9 de marzo de 1990, en un recordado acto de dejación de armas en un campamento de Santo Domingo, en el departamento del Cauca. A partir de ese momento Pizarro se convirtió en candidato presidencial por la Alianza Democrática M-19, el partido que nació después de esos acuerdos.
No obstante, el 26 de abril de ese mismo año, Pizarro fue asesinado en un avión en el que viajaba hacia Barranquilla y Navarro tuvo que tomar una de las decisiones más trascendentales de su vida. A pesar de que sintió como si un edificio le cayera encima cuando se enteró de que Pizarro había muerto, esa misma noche anunció a través de la televisión que iban a enterrar a su comandante en paz.
-¿Por qué optó por ese camino si era claro que les habían incumplido?
-Hacía poco habían matado a Bernardo Jaramillo y en el entierro se había armado un desorden tremendo. Yo dije, vamos a diferenciarnos, si hay disturbios todo el mundo va a salir espantado y mi idea era que la gente nos pudiera acompañar. Además, Carlos nos había traído hasta este punto, él murió por la paz y no era coherente dañar su imagen provocando más violencia.
-Usted ha dicho que en ese momento no había decidido si se iban a volver a armar, ¿por qué se quedaron finalmente en paz?
-En el entierro de Carlos nos dimos cuenta de todo el apoyo ciudadano que teníamos. Era impresionante la cantidad de personas que nos alentaban y que decían que confiaban en nosotros. Estaba claro que la gente estaba cansada de la guerra y que quería la paz, ¿cómo la íbamos a dejar colgada de la brocha volviendo a empezar otro ciclo de violencia?
Gracias al indulto que les concedió el gobierno de Barco a todos los integrantes del M-19, Navarro pudo participar en política. En estos 25 años ha sido presidente de la Asamblea Nacional Constituyente, tres veces candidato presidencial, representante a la Cámara, senador, alcalde de Pasto y gobernador de Nariño. En ese sentido, y más allá de las vicisitudes propias del sistema político colombiano, podría decirse que la paz sí trajo para él los resultados que se esperaban.
Pero tal vez la lección de esta historia no sea solo esa. En momentos en que en La Habana se acaba de acordar la creación de una Comisión de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición para abordar las responsabilidades de los distintos actores en este medio siglo de violencia política, vale la pena acercarse a la experiencia de Navarro para entender que los que han tomado parte en esta guerra no se dividen en buenos y malos.
Muchos de los analistas que han opinado sobre este acuerdo al que llegaron las Farc y el Gobierno coinciden en que el verdadero objetivo de una Comisión de este tipo es darle al país la posibilidad de cerrar las heridas y mirar hacia el futuro. Y eso es precisamente lo que puede desprenderse de la historia de Navarro, un hombre que fue víctima y victimario, que le dio la vuelta a la página de la violencia y que fue capaz de seguir adelante a pesar de todo.