Miguel, el niño que cambió la historia con su guitarra | ¡PACIFISTA!
Miguel, el niño que cambió la historia con su guitarra
Leer

Miguel, el niño que cambió la historia con su guitarra

Staff ¡Pacifista! - agosto 7, 2016

De cómo un laboratorio de memoria y educación se convirtió en una experiencia reparadora para niños de Bogotá.

Compartir
Niños de las localidades de San Cristóbal Sur y Barrios Unidos presentaron en Bogotá el Monumento Sonoro por la Memoria para dignificar las voces de niños víctimas del conflicto armado. Foto: Laura Cerón.

Por María Luna Mendoza

Se llama Miguel1. Tiene 14 años y las mejillas repletas de pecas, está en noveno grado, es volante del equipo de fútbol de su colegio y el más alto del salón. Nunca ha perdido una materia. Sabe cantar, está en clases virtuales de guitarra, usa gel para peinarse y su novia es doblemente pecosa. Vive en la localidad de San Cristóbal, en Bogotá, y, desde hace algún tiempo, está buscando la manera de reconciliarse con su padre, de decirle que lo quiere, que quiere presentarle a su novia –es la primera- y mostrarle que ya sabe tocar 16 acordes en la guitarra. El problema es que no sabe de él hace más de nueve años y no conoce su paradero. El problema, de verdad, es que el papá de Miguel se fue a la guerra y que la guerra crea abismos gigantes que impiden que unos se encuentren con otros, que unos abracen a otros. En ambos lados del abismo, el desasosiego y la soledad son experiencias frecuentes: Miguel está en un lado, ensayando diariamente serenatas de bienvenida a un papá que, por el momento, es fantasma. Y el papá…¿quién sabe? Seguro comparte sus días con muchas personas, pero Miguel cree que hay un espacio en algún lugar de su vida, de su conciencia, que solo estaría completo si escuchara los acordes que aprendió a tocar en su guitarra.

***

Conocí a Miguel durante el Monumento Sonoro por la Memoria, un proyecto impulsado por el Centro Nacional de Memoria Histórica, Compensar y la Organización Internacional para las Migraciones en dos colegios distritales de Bogotá. Durante 10 meses, él y 49 niños más participaron de encuentros semanales que un grupo de profesionales preparamos con un propósito: involucrarlos, a través de juegos y rituales, en un proceso de reflexión colectiva sobre el conflicto armado.

Los encuentros tenían dos motores: por un lado, la convicción de que los niños tienen capacidades para interpretar, narrar e intervenir las realidades y entornos que habitan y que, por tanto, están facultados para participar en espacios de reconstrucción de memoria histórica como protagonistas.

El vehículo que movilizó los encuentros de memoria fue la música: cincuenta niños se aproximaron al conflicto armado a partir de diez canciones que relatan las afectaciones experimentadas por sus pares en la guerra.

El segundo motor era la música. Tres años atrás, en 2013, niños del norte del Cauca; de la región del Ariari, Meta, y del Urabá y el suroriente antioqueños, compartieron sus historias de vida con investigadores del Centro Nacional de Memoria Histórica. Esos relatos se tradujeron en una fábula en la que los actores armados son representados como langostas y los niños como colibríes, cangrejos y caracoles que narran, a través de 10 canciones, las vivencias que han experimentado en medio de la guerra. La historia de las langostas y los colibríes –como fue bautizada la obra musical- fue puesta en escena en cada uno de los territorios y en Bogotá a modo de “Monumento Sonoro”, para dignificar las voces y memorias de los niños que aportaron con sus relatos a su composición.

No es un monumento común. No es estático como los de mármol o bronce. Su naturaleza sonora le permite fluir. Eso quiere decir que solo es posible en la medida en que existan voces que lo produzcan y oídos que escuchen con atención.

El enfoque diferencial de niños y niñas del Centro de Memoria Histórica se percató de esto y concluyó que la obra musical tenía todo el potencial para ser mucho más que una puesta en escena, que podía movilizar más escenarios de reflexión e involucrar a muchos otros niños en otros contextos. Tiempo después, en agosto de 2015, las canciones llegaron a los colegios Francisco Primero y Alemania Unificada de la capital, se convirtieron en el eje de una nueva experiencia de memoria y en el puente que permitió el encuentro entre los mundos de los niños que las compusieron y los de aquellos que las recibieron.

Niños de la localidad de San Cristóbal graban un video para enviar a niños de otras regiones. El propósito del Monumento Sonoro por la Memoria era tender puentes entre diferentes contextos e historias de vida.

Sucedió algo que bien podría ser uno de los cimientos de la paz: niños y jóvenes desconocidos se aproximaron (esta vez por medio de la música) para, aún en la distancia, escucharse. Miguel, -cuya vida entera ha transcurrido en Guacamayas, un barrio de calles empinadas del sur de Bogotá, ubicado en las estribaciones de la cordillera oriental de Los Andes- descubrió, a través de las canciones, que aproximadamente a 400 kilómetros de su casa, en un pueblo del oriente de Antioquia llamado San Carlos, habita José, un niño con el que, pese a no haberse visto jamás, comparte muchas historias: la música, el rap, el deporte, la guerra, la ausencia, la espera.

Miguel y José tienen casi la misma edad, han encontrado en sus propias destrezas artísticas una posibilidad de resiliencia y han esperado, pacientes, el regreso de sus padres. El papá de Miguel se vinculó en 2001 -un poco después de su nacimiento- a las filas del bloque Oriental de las Farc. Desde entonces –y aunque en 2014 participó en un proceso de desmovilización- las noticias sobre su vida han sido escasas. El papá de José, un campesino que se dedicaba al cultivo de caña de azúcar, desapareció en 2003, época en que la incursión paramilitar en San Carlos obligó a casi todo el pueblo a desplazarse. Desde entonces, las noticias sobre su vida han sido nulas.

Miguel y José esperan. Ambos han sido pacientes y han asumido reflexivamente sus propias historias de dolor. Están a la expectativa permanentemente. Y hay días en que viven esa expectativa en medio de inmensas soledades. Pero ha sido justamente esa experiencia de soledad la que los ha llevado a encontrase consigo mismos y con otros en una mutua pasión: la música. No se han visto nunca, pero un puente –hecho de canciones y empatía– los vincula de alguna manera en las esperanzas y los sueños que comparten.

Los participantes del Monumento Sonoro grabaron el disco “La historia de las langostas y los colibríes”, una obra musical que recoge diferentes memorias de niños y jóvenes afectados por la guerra.

El de Miguel fue un caso casi excepcional en el proyecto Monumento Sonoro por la Memoria. De los 50 niños que participaron en él, menos de 10 son víctimas directas del conflicto armado. Todos, sin embargo, asumieron con admirable sensibilidad la posibilidad de escuchar y comprender aquello que les ha ocurrido a sus contemporáneos en la guerra y de descubrir que lo que sucede “allá”, en esos lugares con selvas, mares y ríos desde los que otros niños les enviaron unas historias en forma de canciones, no son circunstancias ni tan ajenas ni tan distantes como usualmente piensan quienes no han experimentado la violencia en forma de balas o “lluvia de metal” -como se titula una de las canciones-.

Todos, sin excepción, tuvieron algo para decir, algo por contar: una historia familiar o escolar asociada con la violencia, una anécdota, una propuesta. Cada encuentro era un universo de oportunidades para hacer lo que no suele hacerse en las aulas de las escuelas: narrar, poner el mundo –el mundo de cada uno- en palabras, pinturas, escritos, poesías, juegos, mímicas, bailes o rituales. La puerta por la que Miguel y el resto de niños se acercaron a la memoria histórica no fue una cadena de datos y escuetas referencias al pasado, sino sus propias cotidianidades e historias de vida.

El proyecto del Monumento Sonoro parte de la idea de que conocer y explorar lo que nos ha ocurrido como país implica, también, explorarnos conscientemente en el lugar que ocupamos en el mundo, en nuestros propios saberes, aspiraciones, contextos y trayectorias y que, por tanto, involucrar a los niños y a los jóvenes en la reflexión sobre una historia constantemente dolorosa y violenta no solo implica ‘enseñarles’ lo ocurrido, traer el pasado a las aulas para observarlo, estudiarlo y ‘memorizarlo’ –como suele suceder en las clases de sociales-, sino también imaginar espacios y metodologías creativas que les permitan poner su presente, sus sueños y sus cotidianidades en sintonía con la historia y con los desafíos que ella plantea aquí y ahora.

***

La participación de los niños en el Monumento Sonoro fue protagónica. El equipo pedagógico partía de la idea de que ellos son agentes de memoria y no destinatarios de la misma.

Sintonizarnos con la historia implica muchas cosas: conocer, conversar, leer, leernos, informarnos, escuchar voces diversas, explorar relatos alternativos, descubrir –descubrirnos- en los territorios y regiones en que vivimos, indagar, participar, decir, decidir, proponer, actuar, narrar, encontrarnos. Existe, sin embargo, un factor esencial para que esa sintonía con la historia motive posibilidades de movilización: la empatía.

Miguel y sus amigos del Monumento Sonoro supieron que en Colombia hay miles de niños y adolescentes que han abandonado forzadamente sus casas, que han huido con miedo hacia lugares desconocidos, que han quedado atrapados en los salones de sus escuelas mientras actores armados lanzaban balas desde el cielo, que dejaron de jugar fútbol en la cancha del pueblo porque esta fue adecuada por los armados como campamento, que perdieron las piernas o los ojos al pisar minas antipersonales, que quedaron huérfanos y que, por diferentes razones, tuvieron que ponerse botas y camuflados para sumarse a las filas de los ejércitos.

También, supieron que aunque en algunos lugares la guerra parecía omnipresente (estaba en los caminos, en los ríos, en las playas, en los hospitales, en las plazas, en las canchas, en las nubes, en las montañas, en los barrios, en las iglesias), los niños siguieron jugando, estudiando, teniendo amigos y soñando con ir a la universidad, ser cantantes o deportistas profesionales, conocer ciudades o ser miembros de la Guardia Indígena. Supieron cosas que muchos ni siquiera sospechaban que sucedían en el mismo país en que viven. Pero además de saber qué cosas les han ocurrido a sus pares en la guerra, lograron empatizar con sus experiencias de dolor y resistencia.

Todo –incluso la historia de Miguel- pudo haber quedado en la esfera de los datos y las menciones insulsas de episodios del conflicto de no haber sido por los ejercicios pedagógicos de memoria que les permitieron descubrirse en la humanidad que comparten con aquellos niños que han vivido de cerca la violencia armada. Esa humanidad compartida está hecha de experiencias precisamente humanas como el miedo, la nostalgia, las ganas de reírse, el apego a un territorio y los afectos que se cultivan allí. También está hecha de una identificación generacional que les permite reconocerse mutuamente en sus cantantes y canciones favoritas, en los ritmos y las formas como bailan, en los peinados que llevan, en la manera en que usan los pantalones –cosas que, en medio de sus particularidades culturales, tienen un enorme potencial para unir y convocar-.

Los encuentros de memoria le apuntaban a romper con las dinámicas convencionales de las clases de Sociales para propiciar una comprensión del conflicto desde la empatía.

En el diálogo de relatos que cada encuentro de memoria propició, la pregunta “¿Qué pasó?” importó. Pero también importaron preguntas como “¿Qué se siente tener tanto miedo?”, “¿De dónde sacaste tanta fuerza?” o reflexiones como “te entiendo porque hace poco me cambié de colegio y sé qué se siente separarse de los amigos”…Eran reflexiones mediadas por la empatía, es decir, por la capacidad de identificar sus propios sentimientos en los sentimientos de otros. Y cuando esto sucede es mucho más probable que se active la pulsión –o al menos el deseo- de actuar.

En uno de los últimos encuentros, los niños hablaron sobre los lugares por los que la exploración de ese camino de memorias y canciones los había conducido. Miguel contó que hizo descubrimientos importantes: que su historia es la historia de muchas personas, que no está “tan solo como pensaba”, que cantar es “un buen método para hacernos compañía”, que le gusta la guitarra, pero que le gusta más si es para cantarle su historia a otros y ayudarles a entender por qué para él la guerra, con todos sus abismos, “no tiene gracia”.

La última vez que me senté a conversar con él me contó que estaba buscando a su papá. Un tío paterno al que, pese a ser vecinos, no veía hace meses, le permitió enviarle unas notas de voz al celular. Miguel le contó, en las siempre muy resumidas cuentas de las notas de voz, que hacía parte de un coro de niños poco tradicional en el que, además de cantar, pensaba en muchas cosas, pero sobre todo en cuánto lo quería ver. Lo invitó a la presentación de la obra musical. Le dijo que era importante porque le iba a dedicar nueve canciones. Le puso una cita con fecha, lugar y hora.

En la fecha, la hora y el lugar acordados había un teatro, un escenario, doscientas sillas para el público. Una altura de no más cuatro metros separaba la tarima de la silletería. El abismo nunca había sido tan pequeño, tan fácil de cruzar. Las luces que iluminaban al público estuvieron apagadas hasta que sonó el último aplauso. Ahí estaba el que por muchos años solo estuvo en fotos. “¡Estoy haciendo historia!”, gritó Miguel cuando se percató -con la dificultad que ese tipo de ausencias imponen para reconocer los rostros de quienes no hemos visto- que su papá estaba ahí. En la fecha, la hora y el lugar acordados hubo esperanza. Porque hay esperanza ahí donde un niño se reconoce a sí mismo en la posibilidad de hacer historia, de agenciarla, de construirla.

Los nombres de los niños mencionados en este artículo han sido cambiados.