Este fin de semana algunas madres de Soacha decidieron regresar a Ocaña: una suerte de procesión al lugar donde sus hijos fueron asesinados hace 10 años.
Por: Juan Sebastián Jiménez
Ir de Soacha a Ocaña toma 16 horas en bus. Se pasa por la cuna del paramilitarismo, el Magdalena Medio, hasta llegar a la puerta del convulso Catatumbo. En 2008 varias madres de Soacha hicieron este recorrido porque los restos de sus hijos, en ese momento desaparecidos, se encontraban, al parecer, allí. Luego se supo: fueron engañados con falsas promesas de trabajo, asesinados por miembros de la Brigada XV, enterrados como NN y presentados como guerrilleros dados de baja en combate. Fue el inicio de lo que se conoció como los ‘falsos positivos’: ejecuciones extrajudiciales cometidas, sobre todo, entre 2002 y 2010 y por las que hoy se investiga a miles de uniformados.
Este fin de semana, algunas madres de Soacha decidieron regresar a Ocaña: una suerte de procesión al lugar donde, hace diez años, sus hijos fueron asesinados. Ya no viajaban para reconocer sus restos, sino para desandar sus pasos. Precisamente: tomaron la misma vía por la que, en teoría, movieron a sus hijos. Y al llegar a Norte de Santander, se quejaron de lo largo del trayecto, pero no porque estuvieran cansadas sino de imaginarse que ellos hicieron el mismo recorrido sin saber que los iban a matar. Creyeron, en cambio, que iban a conseguir algo de dinero para ayudarles a sus familias.
Pese a que llegaron a Ocaña el sábado a la medianoche, tan pronto como fue posible, pusieron manos a la obra. Su objetivo era claro: ha sido el mismo durante años: decirles a quienes quieran escucharlas, que sus hijos no eran guerrilleros, como han pretendido que creamos algunos expresidentes. Y todo esto “vivas y unidas”: como dicen las camisas que llevaban. Aunque, sin querer negarlo, todas y cada una iban con una tarea distinta: una parte de su proceso personal de reconciliación.
Por ejemplo: la misión de Carmenza Gómez Romero era volver al cementerio de Las Liscas, donde en agosto de 2008, dejaron tirado el cuerpo de su hijo Fernando Gómez. Carmenza ya había estado en ese lugar, pero quería volver, de lo contrario ir a Ocaña “no habría valido la pena”. Lo hizo el 14 de octubre en compañía de otras tres madres que, pese a que sus hijos fueron enterrados en otros lugares, quisieron acompañarla como se acompaña a la familia:
Blanca Díaz, cuya hija, Irina del Carmen, menor de edad, fue asesinada por los paramilitares en 2001; Ana Páez, cuyo hijo, Eduardo, fue presentado como guerrillero muerto en combate en Cimitarra, Santander, junto con otro joven, Daniel Pesca; y Doris Tejada, quien sigue esperando los restos de su hijo, Óscar Alexánder. Tejada es la madre por la que las madres rezan, pues además de la tristeza, vive en la incertidumbre.
La lluvia caía sobre Las Liscas: un terreno adquirido por la iglesia en la vereda del mismo nombre –debido a que el cementerio no daba abasto– y donde, al parecer, hay varios NN esperando a ser identificados. Norte de Santander, dice Jorge Solano, un investigador consultado, es un lugar propicio para desaparecer personas debido a que es una zona roja y a que es frontera. En el caso de los ‘falsos positivos’ de Soacha el objetivo parecía claro: cometer el delito a tanta distancia, que sus familiares se abstuvieran, incluso, de identificar los restos de sus seres queridos.
De repente, y sin importar la lluvia en Las Liscas, las cuatro mujeres besaron la tierra y rezaron para que otros no vengan a engrosar ese camposanto al borde de la montaña. Ana Páez les dijo a quienes las acompañaban que ese había sido uno de los días más felices de su vida. Se le veía con una sonrisa al salir de allí. Al otro lado del municipio, en el cementerio, Blanca Nubia Monroy vivía su propio duelo:
Si su hijo Julián no hubiera sido asesinado, este 14 de octubre habría sido de celebración: su hijo cumpliría 29 años. Los mismos de quien les escribe. Mientras caminaba, Blanca recordaba a su hijo, decía que lo engañaron para asesinarlo. Reflexionaba, precisamente, sobre lo que ella cree que él habría pensado en esos momentos finales, de tanta soledad, de tanta ignorancia ante lo que iba a ocurrir. Blanca cree que pensó en su familia. Nunca lo sabrá a ciencia cierta.
Beatriz Méndez, por su parte, deambulaba con una Pantera Rosa en sus brazos y una bandana con unos ojos estampados en ella sobre su cabeza: los ojos de su hijo, Weimar Castro, asesinado en Bogotá junto con su primo Edward. Después de asesinado, Medicina Legal, en un acto de criminal torpeza, le quitó los ojos a Weimar, de ahí la bandana de Beatriz, que es más un acto de protesta. “Cuatro ojos ven más que uno”, señala.
Otras como Jacqueline Castillo, representante legal de MAFAPO, la ONG que agrupa a las madres, y que fue fundada hace apenas unos meses, no asistieron ni al cementerio ni a Las Liscas: bastaba ya con todo lo hecho durante la jornada. Y es que, poco a poco, las Madres se apoderaron de una Ocaña convulsa por los secuestros y los enfrentamientos entre el Epl y el Eln. No muy lejos de allí, convirtieron su plaza central en un lugar desde donde levantar la voz.
Acusaron con nombre propio al expresidente Álvaro Uribe Vélez de los asesinatos de sus hijos en una zona que es tanto o más bastión uribista que Antioquia. Se quejaron con firmeza de la posible elección de un uribista recalcitrante en la dirección del Centro de Memoria Histórica. Se trataría precisamente del historiador ocañero –y para colmo compositor del himno de la ciudad– Mario Javier Pacheco.
“Si ellos pusieron el cuerpo, nosotros venimos a poner la cara”, dijo una de ellas, en referencia a sus hijos. Alrededor suyo, esculturas y pancartas recordando a los muchachos asesinados, y también pendones de algunos de los hijos que han ido adoptando las Madres de Soacha durante estos años.
Como lo es Jeider Ospino, un soldado profesional retirado a la brava por haberse negado, junto con otros 18 compañeros de la Compañía Atila, a cometer un falso positivo, asesinando a una guerrillera que había sido capturada. Como un grupo de raperos que compuso una canción para sus compañeros muertos sabiendo que cualquiera de ellos podría haber sido otro en la lista. Como Fernando Escobar, el expersonero de Soacha, quien reveló los primeros falsos positivos en ese municipio y se enfrentó a los poderes que quisieron negar lo que estaba ocurriendo, siendo amenazado por ello.
Las Madres de Soacha no hacen sino acumular hijos en este camino. Y, en el nombre del hijo, han demostrado poder contra todo y contra todos. Su consigna sigue siendo la misma: limpiar su nombre. No importa si les toma toda la vida. Su vida eran esos hijos asesinados. Ahora su vida es, por lo menos, no permitir que se los mate de nuevo enturbiando su recuerdo. Y no importa si les toca ir y volver a Ocaña cientos de veces: se equivocaron, y mucho, quienes creyeron que nadie se iba a preocupar por estos muchachos asesinados.