Les contamos tres de las historias de guerra y resistencia en las que se inspiraron los actores que participaron en esa apuesta del Centro Nacional de Memoria Histórica.
La semana pasada, el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) sorprendió con una campaña conmovedora. Cincuenta actores nacionales de larga trayectoria se pusieron en los zapatos de 50 víctimas del conflicto para contar sus relatos en primera persona. Las historias salieron del trabajo de campo que realizaron el desaparecido Grupo de Memoria Histórica y el Centro Nacional de Memoria entre 2008 y 2015. Entre ellas había testimonios de violaciones, masacres, desplazamientos, asesinatos y resistencia.
Para el actor Nicolás Montero, que dirigió los videos de #NoMásViolencia, la importancia del ejercicio es que los colombianos entendamos que es nuestro deber apropiarnos de los relatos ajenos para entender el conflicto armado.
Sin embargo, detrás de esa apropiación, detrás de los actores, de la simpatía y la conmoción, siguen estando los testimonios. En la base de la campaña hay por lo menos 50 víctimas que vivieron historias desgarradoras.
Hablamos con tres de ellas para conocer más detalles de sus historias y entender qué significó que, años después de sufrir los hechos, el país entero conozca su narración de la boca de un actor.
“Mi mamá les arrebató niños reclutados a los paramilitares de ‘Don Berna'”
Esther viene de Córdoba, de la zona rural de Montería, de un lugar llamado Valle Encantado. Está en la mitad de sus 20. Su apariencia es delicada y su piel suave, pero narra con vehemencia la historia aterradora de su familia. Cuando estaba en el vientre, cuenta, sufrió una masacre. En 1989 mataron a su papá, a su hermano y a otros dos familiares. Su mamá, María Zabala, cavó un hueco y enterró los cuerpos que Carlos Castaño había ordenado matar. La casa y las cosas fueron quemadas por los paramilitares.
En 1997, encauzadas en la lucha por el territorio, María Zabala y otras 15 mujeres se fueron a Valle Encantado. “Ahí solo vivían ellas y sus familias. Era una tierra de mujeres”, cuenta Esther. Los paramilitares de la zona, en ese entonces bajo el mando de “Don Berna”, llegaron también allá. En 2000 reclutaron a los niños y jóvenes de la vereda y sus alrededores. Sembraron terror y causaron la ira de María, la mamá de Esther, que después de mucho intentar convenció a las demás mujeres de que frentearan a “Don Berna” y a sus hombres.
“Mi madre siempre fue una mujer rebelde. Ella dijo que los paramilitares podrían gobernar donde quisieran, podrían gobernar el país, pero las 128 hectáreas de Valle Encantado iban a seguir siendo de las mujeres”, recuerda Esther, que no tiene una explicación para el desenlace de la historia: “Don Berna”, acaso conmovido por la valentía de las mujeres, soltó a los jóvenes que había reclutado. Los dejó salir de un corral donde los tenía metidos como vacas.
Esther está acostumbrada a contar esta historia. La ha repetido cientos de veces. Dice que se cansa de decir lo mismo, que se vuelve repetitiva, que no la escuchan, que no hay justicia. Por eso la impactó el ejercicio del CNMH. “Ver que otro encarne tu voz, que aunque sea trate de entender, es significativo. Uno siente que otras voces se suman a la causa y eso es lo que necesitamos: unión”.
Si su madre hubiera ido sola donde “Don Berna” la habrían matado, dice, y cree que la consigna es hacer las cosas juntos. Acaba reafirmando, plena en convicción, que “si todas las voces repudiamos la violencia, le vamos cerrando las puertas, y eso es lo que necesita el país”.
“Mi vida son los sin memoria”
Una sonrisa grande y brillante atraviesa la cara de Sonia. Contrasta con las palabras que dice: “muertos”, “ene enes”, “falsos positivos”, “guerra”. Pero su sonrisa no es de irrespeto, sino de esperanza. Sonia entierra toda clase de cuerpos, desde habitantes de calle hasta caídos en combate, en un cementerio que ella misma creó para darles dignidad a los muertos sin identificar. Lo llamó “Gente como uno”.
Trabajaba en Medicina Legal y había aprendido sobre la muerte por su papá, que era celador del cementerio central de Riohacha, en La Guajira. Cuando ella llevaba los cuerpos después de la autopsia, empezó a notar que el sepulturero los clasificaba según su proveniencia. A los pobres a un lado, a los ene enes a otro, a los ricos lejos de ahí. Eso le hizo preguntarse si incluso los muertos merecían estratos, si no valía la pena tratar de dar dignidad a quienes eso era lo único que les quedaba.
“¿Sabe qué es triste?”, se pregunta. “Triste es una persona sin memoria, un ene ene”. Dice que para ella es bonito mantener la custodia de esos cuerpos. “Yo los amo. Mi vida son los sin memoria”.
“Y así yo no sea víctima de la guerra, siento que estoy llevando la carga producto de ella”, dice. Siente que no es labor exclusiva de las víctimas ponerse la camiseta para trabajar por la paz. Por eso, cuenta que en un principio le deprimió ver la representación de su testimonio. Le recordó el olvido y la apatía del país por sus víctimas. “Eso me llenó de nostalgia, pero también me dio mucha alegría. Porque yo todos los días pido de corazón que haya personas que se interesen por hacer pública la vulneración de los derechos. Así es que vamos a construir la paz”.
“Que vengan los paramilitares, que aquí los perdonamos”
En febrero de 2014, miles de personas salieron a las calles de Buenaventura a pedir que se acabara la violencia. La marcha fue liderada por varios colectivos de derechos humanos. Ahí estaba Manuel, que lleva 50 años viviendo entre pescadores y que llevaba las riendas de la Asociación Nacional de Pescadores Artesanales de Colombia (Anpac), que él mismo creó hace tres décadas.
Manuel guardaba 20 cajas con documentos que contaban la historia del puerto. Desde finales de los 70 recopila denuncias que van desde la desaparición de ciénagas hasta el asesinato selectivo de pescadores. Cuenta que en los últimos años han matado y desaparecido a casi 200 de ellos. Y por ellos lucha. De joven pensaba ser sacerdote, pero abandonó esa idea cuando se enamoró de la pesca.
Recuerda que en su relato para el Centro de Memoria también habló de reclutamiento: “los violentos han metido a nuestra gente en ‘la disciplina’, que es como se llama cuando recogen a un muchacho y lo mandan a la guerra y lo vuelven un psicópata”.
Además, cuando le preguntan por su historia, por la historia de la violencia en Buenaventura, dice que no es solo la suya, sino la de miles de pescadores. Habla de las “casas de pique” y cuenta que allá ha ido a buscar muchachos cuando no aparecen. Pero no guarda rencor. “Nosotros estamos luchando por una vida digna para todos, no por sembrar odios que perpetúen la guerra”, aclara.
Está dispuesto a perdonar a todo el mundo, a los que han desangrado su tierra. “Que vengan los paramilitares, que aquí los perdonamos. Y que venga también la guerrilla, y el Gobierno, y los que quieran”. Explica que hace falta que la gente aprenda a diferenciar entre el perdón y el olvido: que no olviden, pero que perdonen.
Cada vez que puede aclara que para solucionar los problemas del país lo que se necesita es pedagogía. “¿Y cómo hacerlo? Pues hay que enseñarles a los niños, a los muchachos y a los adultos, a ponerse en los zapatos del otro”.
Ese, para él, es el mensaje más potente que deja la campaña #NoMásViolencia. “A la gente del común le hace falta sensibilizarse con las historias de las víctimas. Pero para eso hace falta valor y conocimiento. Yo admiro ese valor civil, en este caso el de los actores, de manifestar lo que yo siento, lo que las víctimas sienten”.
Manuel sintió una profunda alegría cuando vio su relato representado. No porque fuera suyo, sino porque vio allí una puerta para que, poco a poco, el país empiece a entenderse a sí mismo.