La Catedral fue el lugar de reclusión que exigió el capo para entregarse a la justicia. Hoy está en manos de una comunidad religiosa.
“El que mata a otro sin autoridad o causa justa se condena a sí mismo a muerte”. La frase, que parece más bien una amenaza, una especie de escarmiento, está escrita en una placa plateada puesta en una de las paredes de lo que alguna vez fue La Catedral, la cárcel construida por Pablo Escobar para encerrarse a sí mismo.
Como ese hay varios de mensajes adornando los muros levantados sobre lo poco que queda del edificio que se aferraba a una montaña del municipio de Envigado, muy cerca de Medellín. Hasta ese lugar llegan hoy, sobre todo, ciclistas aficionados que se han tomado como ruta frecuente la vía que conduce a la vieja prisión donde hoy funcionan un asilo y un monasterio.
El lote, con sus ruinas, fue entregado en 2007 a una comunidad religiosa que acondicionó allí, además del albergue para ancianos, una casa de clausura, una capilla y lo que pretende parecerse a un museo para insistir en los horrores de los narcos. Por eso las placas que hablan de la maldad y hasta de la envidia.
Aunque no hace parte de casi ninguno de los tours que se ofrecen en la ciudad por los lugares emblemáticos del capo —algunos dirán que para estafar incautos— La Catedral es, tal vez, la referencia más emblemática de los alcances del hombre que, además de elegir su propia cárcel, moldeó la ley casi a su antojo.
Es que fue en ese lugar donde exigió ser recluido cuando pactó su entrega con el Gobierno, eso sí, con la condición de que la Asamblea Nacional Constituyente, que sesionaba entonces, prohibiera de manera expresa la extradición en la Constitución Política.
Ese 19 de junio de 1991 tiene una cronología difícil de creer: cuenta el mito que Escobar seguía el debate sobre el tema de la extradición desde el lugar donde permanecía escondido. Una vez fue aprobado el artículo que esperaban “Los Extraditables”, se envió un mensaje a la Gobernación de Antioquia donde una comisión de garantes, encabezada por el padre Rafael García Herreros, esperaba el anuncio.
Esa misma tarde despegaron dos helicópteros con ese puñado de garantes, que serían casi los únicos testigos de la entrega. El primero, que se usó como señuelo por si había un atentado, voló directo a la catedral. El segundo aterrizó en algún lugar montañoso del oriente de Medellín y recogió al capo. Mientras tanto y durante los días siguientes, muchas de las figuras visibles del Cartel de Medellín se entregaron en diferentes partes de la ciudad.
El helicóptero que llevaba a Escobar finalmente aterrizó en La Catedral. “Una construcción amplia, cómoda, con excelente visibilidad pero austera, donde solo se veía concreto. Era difícil de atacar por tierra o por aire; hacia atrás, un empinado y espeso bosque de pinos, inhóspito e infranqueable. Por delante, un descenso vertical por donde se encontraba la única vía, una carretera angosta y empinada de catorce kilómetros, que llevaba al casco urbano de Envigado”, dice Alonso Salazar en su libro La parábola de Pablo.
Fue por esos mismos bosques espesos y nublados por donde Escobar escapó en junio de 1992, una vez el Gobierno ordenó recluirlo en una prisión normal. Esa fuga fue, tal vez, una vergüenza para el Estado de las mismas dimensiones de las fiestas, las torturas, los asesinatos y hasta el secuestro del viceministro de Justicia y el jefe de prisiones que “El Patrón” y sus hombres mantuvieron retenidos hasta que escaparon de su cárcel, donde se habían amotinado.
Ese fue el inicio de una persecución que terminó en diciembre de ese mismo año en el tejado de una casa del occidente de Medellín donde Escobar fue alcanzado por varios disparos. También fue el principio de la ruina de La Catedral, que durante 15 años se derrumbó entre la niebla, por cortesía de saqueadores y guaqueros, hasta que llegó “la palabra de Dios”.