Tres horas en la frontera | ¡PACIFISTA!
Tres horas en la frontera Montaje: Sebastian Leal
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Tres horas en la frontera

Colaborador ¡Pacifista! - agosto 21, 2019

Han pasado cuatro años desde que el gobierno de Nicolás Maduro ordenó el cierre del paso fronterizo y desalojó a cientos de familias colombianas. Esta es la foto actual del puente que nos separa.

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Por: Melba Escobar 

A medida que nos acercamos en carro a La Parada, en Villa del Rosario, a pocos minutos de Cúcuta, el tráfico se va haciendo más pesado. Ya estamos cerca del puente Santander, el que nos separa de San Antonio del Táchira, en Venezuela. La gente se abalanza sobre el carro para ver si llevamos maletas y ofrecer el servicio de acarreo del equipaje. Personas sudorosas a quienes les cuelga la ropa mientras arrastran las chanclas y lanzan al aire humo de bazuco, hacen que no sea posible seguir adelante. Eduardo, un amigo de Cúcuta que se ofreció a llevarme, se ve preocupado: 

–Detesto venir aquí, dice. 

–Puedo bajarme, digo. 

–Estás loca. Más bien pon el seguro. 

La atmósfera es parecida a la que se vivía en el Bronx cuando era más conocido como la calle del cartucho, en Bogotá. Después de unos cuarenta minutos logramos estacionar. Bajarse del carro dispara la adrenalina. Eduardo se ve muy bien vestido y peinado. Me suelta casi como en un reclamo: 

–Usted sí se vino perfecta para la ocasión. Parece venezolana. 

Evito hacer un comentario, aunque pienso que su observación podría interpretarse como xenófoba. Sé lo que quiere decir. En frontera y, también en Venezuela, la gente evita llamar la atención. Para estos viajes he comprado un celular económico, llevo jeans, camiseta y tenis. No me he puesto collar ni pulsera, ni siquiera reloj. Se trata de un uniforme impostado en tiempos de crisis: sobresalir lo menos, fundirse al máximo con la mancha humana que se riega bajo el sofocante sol del mediodía. 

La Parada pesadilla 

Avanzamos entre la basura y el rumor de voces ofreciendo desde un cupo en carro a Ecuador, Perú  Bolivia, Chile o Argentina, hasta medicamentos esenciales, repuestos, electrodomésticos, dólares, pesos, bolívares, giros internacionales, drogas, mujeres, pimpinas de gasolina, de la cual pasan al día miles de galones desde Venezuela a Colombia. Veo pasar un hombre vestido de payaso, un bebé con días de nacido, un tipo sin brazos, una familia famélica, intento evitar los charcos de barro, la brisa arrastra el polvo y me froto los ojos, veo mis manos untadas de mugre y sudor. Tengo sed. Pero no me atrevo a detenerme, quiero seguir adelante, un hombre casi me echa el humo en la cara, siento un ligero mareo, quiero llegar al otro lado o devolverme, en todo caso, salir de aquí. 

Todas las fotos por: Melba Escobar

 

Tan cerca y tan lejos 

Pensar que nada de esto existía hace solo cuatro años. Entonces la gente cruzaba este mismo puente en su carro para ir a pasar un domingo en las montañas de Táchira, comprar artesanías o comer fresas con crema en uno de sus pintorescos pueblitos como Peribeca. 

–¿Ves que no hay un solo policía? Dice Eduardo. 

–Si yo fuera policía tampoco vendría por acá, respondo. 

Estamos esperando a que Alen, mi contacto en Venezuela, se reporte desde el puente para ponernos un punto de encuentro. Ambos han insistido en que por seguridad es mejor que no pase sola. Eduardo me acompañará hasta un punto, a partir de ahí Alen seguirá conmigo hasta San Cristóbal. Pasa un hombre corriendo, una montonera lo persigue. La multitud se pierde en un oscuro callejón, un par de minutos después aparece una patrulla de policía. 

Hay algo animal en los movimientos mecánicos con que se abalanzan las hordas de personas a ofrecer productos, a cargar las maletas de otros, a vocear destinos, productos, servicios. Desde la distancia, la multitud sobre el puente parece un hormiguero. 

El fin de los paseos dominicales 

Justo antes de empezar a subir está Migración Colombia. La fila de venezolanos que quieren sellar su pasaporte es de unas cinco cuadras. Algunos dicen llevar más de tres horas esperando. En cambio los colombianos no hacemos fila, no solo porque somos apenas un puñado saliendo, sino porque Migración nos da un trato explícitamente preferencial. Cuando sello el pasaporte, el agente colombiano me pregunta: 

–¿A qué va a Venezuela? 

–A darle sus saludos a Maduro, le digo. 

–Cuídese, me dice y me regresa el pasaporte sin añadir nada más. 

Es difícil imaginar que hace tan solo cuatro años, antes del 19 de agosto de 2015, cuando Maduro cerró la frontera, la gente pasaba por aquí como si fuera parte de su mismo país. Como me contó Susana Quintero, venezolana directora de la Casa Museo Santander en Cúcuta: “antes uno cruzaba a Venezuela para almorzar, para hacer mercado o para ir al cine. Solía ver qué había en cartelera aquí y en San Cristóbal,  según la oferta de Cúcuta y de allá, elegía a cuál teatro ir”. También Eduardo recuerda que los domingos cruzaban al Táchira con su familia para ir a la zona montañosa a almorzar cochino. El Táchira era para los norte santandereanos el equivalente a lo que es La Sabana para los bogotanos, un lugar de recreo y esparcimiento. 

Una dictadura caribeña 

Quienes marcamos el pasaporte somos una inmensa minoría. La mayoría solo atraviesa caminando a la espera de no tener un encuentro con un guardia venezolano que pueda resultar desagradable. Abundan las historias de autoridades que se roban la mercancía. A un amigo periodista le rompieron el celular. 

–No se te va a ocurrir tomar una foto aquí, dice Alen cuando nos encontramos, cerca a donde está el contenedor que traía ayuda humanitaria y que fue quemado el pasado 23 de febrero. 

Alen cuenta que una vez le tocó un tiroteo en este punto entre las bandas que se disputan el tráfico del contrabando. 

–Muchos de nuestros problemas son por causa del cierre de la frontera, dice. 

Y lo dice porque, si bien la gente circula, el cierre de 2015 significó que los camiones y los carros que antes pasaban por el puente, ahora no puedan hacerlo. Más de 100 empresas han declarado verse afectadas (unas tantas quebradas) desde el cierre. Ahora todo lo que transita de un lado al otro es ilegal, contrabando. Por eso la proliferación de las mafias y la delincuencia común. 

–La mayoría de malandros viven en San Antonio. Es más barato vivir allá que en Cúcuta. 

Malandros. Esa palabra, como “bandidos”, casi inspira ternura. Me imagino a unos malvados de película de vaqueros. Pero entonces escucho las historias de los cuerpos que aparecen bajo el puente y de los cientos de desaparecidos en los últimos años y un escalofrío me recorre la espalda. 

Entre el peregrinaje veo niños, bebés de brazos, recién nacidos, mujeres embarazadas. Al otro lado debo preguntarles a varios uniformados dónde sello el pasaporte de entrada. Al llegar por fin a la extensa oficina con tres oficiales, la encuentro vacía. Al parecer somos pocos los colombianos entrando a Venezuela, y muchos menos aún quienes marcamos el pasaporte. Sobra decir, muchos venezolanos no tienen siquiera pasaporte porque no hay papel. Debo decir que hasta ahora las autoridades me tratan bien. O, para ser más precisa, no me han maltratado. Lo de allá está lejos de ser el control absoluto que uno supondría en una dictadura. Más bien se parece a una anarquía donde cada quien agarra lo que puede para sobrevivir. Como si los matones y mafiosos más rufianes de todos se hubieran apoderado de las arcas del Estado y hubiesen decidido cambiarlo todo, o más bien, agarrarse todo, incluidas las armas, las instituciones y el poder para dedicarse a acumular.

–¿A qué viene? Pregunta el oficial. 

–A hacer turismo. 

Me sella el pasaporte y me lo regresa. No interesa que sea mi tercera entrada en menos de tres meses. El señor de barriga prominente está más preocupado por secarse el sudor y cambiar de turno para irse a su hora de almuerzo. A nadie le importa que esté escribiendo un libro sobre el día a día en Venezuela. Esto no es China. La de Maduro es una dictadura caribeña, más parecida a una anarquía donde ya no llega la luz ni el agua, nadie recoge la basura y muy pocos trabajan, pues se les va más dinero en pagar el transporte para llegar a sus puestos de trabajo que lo que reciben de salario. Esta semana, Venezuela alcanzó el récord en su salario mínimo: 9 mil pesos colombianos mensuales con los que se pueden comprar una botella de aceite o un par de manzanas Postobón. 

Al otro lado 

Caminar un par de cuadras por San Antonio hace pensar que este municipio una vez próspero es hoy un inmenso parqueadero donde estacionan los buses provenientes de todo Venezuela. El peregrinaje se llama “Full Day”. Flotas atiborradas salen de Maracay, Valencia, Maracaibo, Barinas para estacionarse en San Antonio mientras las personas viajan a Cúcuta a hacer compras. Además de buses, también hay carros por todas partes, carros viejos y muchos otros abandonados por la falta de repuestos. Ahora entiendo por qué los cucuteños aseguran que hay súper mercados como el Éxito, D1, y Olímpica con secciones desabastecidas: 

–La gente viene aquí a comprar por kilos, me había dicho Eduardo un par de horas antes, del otro lado del puente.

De este lado, las autoridades llevan un uniforme azul pizarra. Hace el mismo calor. La vegetación es parecida. Nos subimos en el carro de Alen, estacionado en uno de los incontables parqueaderos de San Antonio. 

Al salir, me fijo en el letrero del taller mecánico de enfrente: 

Auto repuestos “EL POETA”

Ventas al por mayor y detal. 

–Bienvenida a Venezuela, me dice mi guía turístico. 

El viaje apenas comienza.