La historia de Río y Selva: los últimos herederos del imperio incaico-Huanca | ¡PACIFISTA!
La historia de Río y Selva: los últimos herederos del imperio incaico-Huanca
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La historia de Río y Selva: los últimos herederos del imperio incaico-Huanca

Staff ¡Pacifista! - noviembre 26, 2015

Redescubriendo esos pueblos que anduvieron por estos mismos suelos y que durante siglos acumularon sabiduría, se puede construir paz.

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El linaje incaico-Huanca

Cuenta la leyenda que en 1540 d.c, Catalina Huanca, princesa del Valle de Mantaro en Huancayo, escondió los tesoros incas para protegerlos de los conquistadores. El imperio estaba en guerra. Francisco Pizarro había llegado desde España a Perú dispuesto a saquear hasta el último lingote de oro, evangelizar a los nativos y colonizar cada pedazo de tierra que pisara.

Así se desató un genocidio contra el pueblo indígena, que a pesar de ser mayoría no tenía las armas lo suficientemente destructivas para sacarlos. Cuando Pizarro secuestró a Atahualpa, el que sería el próximo imperador inca, Catalina intentó negociar su liberación, pero el heredero fue asesinado. El imperio había sido conquistado, saqueado, destruido.

En 1879, después de 58 años de declararse la independencia peruana, el militar (y luego presidente) Andrés Avelino Cáceres Dorregaray, heredero de Catalina Huanca, lideró la llamada “Guerra del Pacífico”, entre los aliados, Perú y Bolivia, y Chile. En la primera batalla, la de Tarapacá, se creyó que su hermano, Juan Cáceres Dorregaray, había muerto. Pero todo formó parte de una estrategia de Andrés Avelino para protegerlo; Juan huyó a Bolivia, donde se refugió y formó su familia.

Su bisnieta, Laura Cáceres, se enamoró de Rubén Ruiz, un colombiano que después de construir ataúdes en Barranquilla, navegó el río Magdalena y se trepó por Los Andes hasta llegar a La Paz. Como Laura era de una familia elegantísima, dueña de grandes tierras en Bolivia, tuvieron criadas indígenas de las que aprendieron su cultura y su lengua (quechua y aymara).

En la capital de Colombia, 475 años después de la existencia de la princesa inca, en la antigua Bacatá, nacieron y se criaron los hermanos Río y Selva, nietos de Laura Cáceres y Rubén Ruiz. Y así, en estas tierras bogotanas, sin imperios ni dinastías, habitan los últimos herederos de Catalina Huanca, lo que convierte a Selva en la última princesa inca.

 

Hasta hoy, ni la riqueza ni la relación con las raíces precolombinas han abandonado este linaje. Los años han pasado, los apellidos se han ido borrando del árbol genealógico de la descendencia Huanca y, en medio de las dinámicas de la burbuja socioeconómica que encierra a la ‘high class’ bogotana — de la que hacen parte Río y Selva —, han predominado la negación, la ignorancia y hasta la vergüenza frente a las culturas indígenas.

En medio de este nuevo capítulo, a partir de una regresión que empezó como una catarsis personal de reivindicación y reconocimiento propio, Carolina y Felipe han creado una fundación dedicada en su totalidad al rescate de los saberes ancestrales y la exaltación de su cultura. Como lo hizo Catalina Huanca en su tiempo.

Esta es la historia de Carolina y Felipe Ribón. La historia de dos hermanos citadinos, que buscan abrirle los sentidos a estas nuevas generaciones ‘civilizadas’, para que conozcan sobre esos pueblos indígenas que usaron el agua del río Ranchería como medicina, antes de que las mineras lo llenaran de carbón; que consideraron los árboles de caucho la sangre de la naturaleza, antes de que la ‘Fiebre’ los masacrara; que tejieron collares con los colores más vivos para que en su arte se plasmara su naturaleza, antes de que se vendieran por tres pesos en las calles de La Candelaria…

Esta es la historia de Río y Selva.

 

El primer apellido de Carolina y Felipe es “Ribón”, procedente de los franceses que llegaron a colonizar Mompox. Lo que los convierte en parte franceses, parte bolivianos, parte colombianos y parte incas. Ambos son de tez caramelo, ojos redondos que se rasgan en el encuentro del párpado superior con el inferior, sonrisa amplia de esas que achatan la nariz, de belleza exótica latinoamericana.

Durante su niñez, el abuelito Rubén se ponía su boina, se sentaba en su gran sillón y les recitaba las historias de Bolivia, de los indígenas inca, de los arhuacos, los wayuu, los muiscas… Fue su primer acercamiento con la cultura ancestral. Pero como estudiaron en una suerte de colegios privados bogotanos, que poco o nada enseñan de historia precolombina, y crecieron en un ambiente socialmente hostil a la raíces prehispánicas, la relación quedó fraccionada.

“Los dos eran extremadamente alegres, creativos, soñadores y ávidos de conocimiento. Yo siempre supe que en su vida iban a estar relacionados con las humanidades, pero nunca imaginé que formarían una fundación dedicada a los indígenas. Y veme hoy: yo soy el principal soporte económico y su apoyo para aterrizar los proyectos que a veces son bastante idealistas”, dice su papá.

Fue hasta los 18 años de Carolina y los 15 de Felipe que se enfrentaron cara a cara con las historias del abuelito. Estaban pasando las vacaciones en Palomino, al borde del desierto de La Guajira y el Mar Caribe, en un campo de verano para niños ricos, cuando en una de las actividades visitaron a las mujeres arhuaco y kogui (indígenas de la Sierra nevada de Santa Marta). Por primera vez, y como cuando un niño empieza a ver los colores en full calidad, las imágenes de los indígenas del abuelito, que en ese entonces parecían lejanas y míticas, cobraron vida.

 

Ese día se miraron al espejo y reconocieron en ellos el color indígena, la nariz achatada, los ojos abiertos. Se miraron y se sintieron orgullosos de ver en ellos sus raíces. En ese momento lo supieron: la búsqueda por reivindicar la herencia indígena (su herencia indígena) había empezado. De ahora en adelante operarían como Río y Selva, como dos compuestos de comunidad indígena.

“Yo entendí que ser indígena no es solo vivir en un cabildo o dentro de la comunidad. Si te reconoces como indígena eres indígena, reconoces que nuestro territorio es pluricultural y entiendes que ahí tienes que crecer la tolerancia”, dice Selva.

Visitaron Machupichu para encontrarse con el imperio de Catalina Huanca, viajaron por el río Vaupés para convivir con los Cubeo, caminaron por el desierto de La Guajira para entender la situación de sequía en los wayuu y se acercaron a los emberá chamí de Antioquia que habían sido desplazados de sus tierras.

En este recorrido entendieron que transmitir los saberes indígenas y mostrar la belleza de su misticismo no era suficiente, porque existía todo un pasado y presente de conflicto que no podían dejar de lado. Decidieron trabajar con y para los indígenas, no solo para reencontrarse con ellos, sino para que el aporte fuera recíproco.

Así nació la necesidad de constituirse como fundación. En 2012, entonces, le dieron nombre a su proyecto de vida: Fundación Hamuy Munakuy.

Hamuy Munakuy: “ven amor” en quechua

La fundación tomó forma en 2013, cuando trabajaron directamente con una comunidad indígena. Sin ir lejos, perpendicular a la Avenida Jiménez, a la salida del Museo del Oro —ese que está lleno de rollos, balsas y collares de oro que poco logran recrear lo que fueron los pueblos prehispánicos, pero que es visitado por aquellos que quieren ver qué onda con eso de las culturas precolombinas —, están los emberá chamí, desplazados hace más de 13 años de Antioquia.

Río y Selva se acercaron a este grupo que tendía sus artesanías sobre el asfalto para encontrar un modo de subsistencia. Conversaron con las mujeres, escucharon la historia de cómo llegaron a pie desde Risaralda, despojadas por la violencia, con los hijos en brazos; de cómo intentaron adaptarse a la vida y la miseria citadina, y de cómo, en un intento de retorno, los niños se ponían morados hasta fallecer, e inclusive muchos nacían muertos, por falta de centros de salud. Y fue de estas historias que Carolina, quien es dramaturga, escribió su primera obra de teatro.

 

“Así, inspirada en sus historias y en las explicaciones de los sabios Jaibanás, creé Silencio, una obra que trata de una comunidad indígena que presenta casos de niños que nacen muertos, como una forma de protesta del territorio que los rechaza porque no pertenecen a él y unos seres que no quieren vivir en un pueblo olvidado y en guerra”, explica Selva.

Esta primera pieza reflejaba la indiferencia y el silencio de la sociedad civil frente a las problemáticas de los pueblos indígenas. En ella actuaron indígenas emberá y al final de la obra los collares de chaquiras, de los que cuelgan su selva, sus animales y su cultura, fueron exhibidos y vendidos para darle un sustento económico a la fundación y a la comunidad. Hoy, esos collares siguen siendo distribuidos.

 

Esta obra se reconoció como la primera obra de teatro indígena en el Festival de Mujeres en Escena por la Paz, y llevó el testimonio del pueblo indígena a un entorno de entretenimiento en la ciudad, lo que permitió a que personas de la burbuja de la ‘high-class’ se acercaron a una cultura distante.

Como en Colombia hay 102 pueblos indígenas, la obra de teatro no podía quedarse con solo una comunidad ni la fundación podía tener un solo proyecto.

Ese mismo año, Carolina y Felipe viajaron a La Guajira, a ver la problemática que implica la desviación de 28 kilómetros del Río Ranchería propuesta por el Cerrejón para sacar carbón. Notaron que las costumbres en torno al río estaban destrozadas: las medicinas que sacaban del agua ya no existían y los cultos para limpiarse de los malas energías habían desaparecido. Entonces, el año pasado, por estas mismas fechas, nació la segunda obra de teatro de la fundación: IWO ́UYAA- Sin el río la memoria se va. Y con ella ganaron el premio Jóvenes Creadores del Ministerio de Cultura.

 

Esta obra, que a propósito se presentó nuevamente en septiembre de este año, en el Teatro Nacional Fanny Mikey, trata la historia de tres mujeres de un pueblo wayuu, afectado por la contaminación de su río y está acompañada con música en vivo y los poemas sobre el río de los jayechii.

Como se trata de integrar la cultura indígena en las venas cotidianas de la ciudad, otro de los proyectos de la Fundación es Quirá. Quirá significa “pueblo muisca” y dentro de Hamuy Munakuy busca hacer un recorrido turístico precolombino por la ciudad de Bogotá en donde antiguamente existieron zonas indígenas y donde se puede ver la cultura viva.

“Por eso debe haber también un museo que rinda verdadero honor a lo que es la cultura indígena. Un proyecto que tenemos a futuro es la creación de Mumai (Museo para la Memoria y el Arte Indígena), que nace de la preocupación de notar que en los museos actuales solo existen objetos flotantes y mudos, que no explican las culturas indígenas actuales”, dice Río.

Hamuy Munakuy busca que las personas que fueron criadas como Felipe y Carolina, y en general todas aquellas alejadas de la historia prehispánica, puedan acceder a todo ese universo indígena, que de otra manera no se enterarían que existe. “Nuestro equipo busca que la gente conozca, entienda, reflexione y se solidarice con las culturas indígenas. Hamuy Munakuy transmite no solo la parte investigativa sino de contacto directo con las comunidades, nuestra iniciativa es concientizar sobre la memoria cultural indígena”, dice Natalia Bahámon, community manager de Hamuy Munakuy.

Así se sigue escribiendo esta historia de Río y Selva. Una historia que se plasmará en los verdaderos libros de Carolina y Felipe, inspirados en su recorrido, en las anécdotas del abuelo, en las investigaciones sobre Catalina Huanca y los acercamientos con los pueblos indígenas que habitan en territorio colombiano. Las aventuras de Río y Selva , serán literatura infantil, para que los niños de Colombia conozcan sus raíces.

 

Con este proyecto de redescubrimiento a esos pueblos que anduvieron por estos mismos suelos y que durante siglos acumularon sabidurías, podría estar la solución a estos tiempos de guerra, porque siempre es sabio aprender de los que ya han pasado y superado conflictos más fuertes.

“La convivencia indígena, a lo largo de la historia, es un ejemplo de paz. Tenemos 102 pueblos que existen y ninguno se ha matado entre sí. Los indígenas ancestrales han sabido compartir el territorio, aún cuando haya habido guerras entre ellos, las tierras y las civilizaciones permanecieron vivas. Nosotros llevamos 200 años de historia republicana y no hemos sabido compartir”, dice Felipe.