La herencia que les dejó a sus hijos un árbitro asesinado por los 'paras' | ¡PACIFISTA!
La herencia que les dejó a sus hijos un árbitro asesinado por los ‘paras’
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La herencia que les dejó a sus hijos un árbitro asesinado por los ‘paras’

Staff ¡Pacifista! - agosto 10, 2016

Adelanto exclusivo del libro “La justicia que demanda memoria. Las víctimas del Bloque Calima en el suroccidente colombiano” del Centro de Memoria Histórica.

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Portada del informe que se lanzará en los próximos días.

Este es un adelanto exclusivo del libro “La justicia que demanda memoria. Las víctimas del Bloque Calima en el suroccidente colombiano” del Centro Nacional de Memoria Histórica. Los investigadores Gloria Restrepo y Jairo Ortegón recopilaron los perfiles biográficos de 24 víctimas del Bloque Calima. Allí los familiares contaron, a través de sus recuerdos, cómo eran estas personas y sus anhelos que los caracterizaron dentro de la comunidad. Este informe será lanzado a finales de agosto.

Esta investigación nace de la sentencia contra Gian Carlo Gutiérrez, un miembro desmovilizado del Bloque Calima, por la Sala de Justicia y Paz del Tribunal Superior de Bogotá. Este integrante de las AUC fue acusado por los delitos de homicidio en persona protegida, desplazamiento forzado, desaparición forzada, secuestro, extorsión y concierto para delinquir. En total, se le atribuyeron 24 hechos que involucraron a 34 víctimas directas y 152 víctimas indirectas –es decir, sus familiares–. Finalmente fue condenado a 40 años de prisión, sancionado con 20 años de inhabilidad para el ejercicio de cargos públicos y responsable a pagar una multa de 50 mil salarios mínimos. Dado que se acogió a la Ley de Justicia y Paz, lo cobijó la pena alternativa de ocho años.

Dentro de las medidas de reparación, que buscan reconocer públicamente los daños generados a las víctimas, se encuentran las medidas de satisfacción donde se enmarca este libro. La sentencia exhortó al Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) a “realizar un material escrito en el que se documenten los hechos perpetrados en las masacres ejecutadas por el Bloque Calima, con el fin de conservar la memoria histórica y simbólica de la comunidad. En la misma publicación deberán consignarse las biografías de quienes en esta providencia fueron reconocidas como víctimas directas en los cargos que fueron legalizados, con el propósito de preservar su memoria individual”.

A través de este medio, se busca reconstruir las dos masacres y el asesinato colectivo que se encuentran registrados en la sentencia. Cada biografía que aquí se presenta demuestra el absurdo de las estigmatizaciones creadas por los paramilitares y de sus justificaciones para cometer tales hechos violentos. La memoria dignifica a las víctimas, las biografías reivindican y hacen una denuncia, son una acción de rechazo sobre las afectaciones que vivieron estas comunidades. Por tanto, la memoria contribuye a la reparación porque le muestra a la sociedad la denuncia y el reclamo por la ocurrencia de estos hechos, para que no se vuelvan a repetir. Este es el adelanto de una de las biografías.

Ricaurte Pungo. La herencia de la sinceridad

Ricaurte Pungo, árbitro central, junto a los dos jueces de línea antes de empezar un partido.

–– Te apuesto lo que querás que no me sacás la roja.

–– Si te la merecés, te la saco.

–– ¡Sacáme y verás!

–– Pues te salís. ¡Mirá la roja!

Ese era Ricaurte, mi hermano, frentero hasta el final, esa vez sacó a tres. En sus últimos años se dedicó al arbitraje y varias veces lo intentaron sobornar con plata o lo amenazaron con machetes y con armas para que pitara como algunos querían. Era gente dura de aquí, de plata que a veces apostaban y creían que podían comprar los partidos. Ese día en La Laguna le dijeron que no sabían qué podía pasar si no pitaba como ellos querían. Y él les fue diciendo: “Pues hagan lo que tengan que hacer, si me tienen que matar mátenme, pero yo no me voy a dejar comprar”. Él nunca les hizo caso y no lo volvieron a molestar. Hasta hablaban bien de él y lo buscaban para las finales porque era un árbitro sin miedo, honesto y recto que no se dejaba comprar.

A él y a Wilson, nuestro hermano mayor, les gustaba el fútbol desde muy jóvenes. Se quedaban hasta las 9 o 10 de la noche jugando. Mi papá los regañaba y les preguntaba que si les llevaba la comida a la cancha. Jugaban en la selección Liborio Mejía del bachillerato de El Tambo. Eran buenos y los llevaban a torneos a Almaguer, Caloto, La Vega, y yo iba con ellos porque pertenecía a la selección de baloncesto. Wilson era de Millonarios, nació en 1966 y me lleva tres años. Yo nací en 1969 y le hacía fuerza al América. Y Pepe, como le decíamos a Ricaurte, era el menor, él nació el 20 de mayo de 1971 y le gustaba Nacional. Era celoso conmigo y le decía a mi mamá, de consentido y de frentero, “todo para la niña y a mí no me contemplan”. Y tan poquito lo contemplaban que cuando la primera comunión, mi mamá duró casi un año reuniendo plata y comprando de a poquitos el aguardiente, el pastel, la comida, el saco, la corbata, etc., hasta que se llegó la fecha y le celebraron como tres días. ¡Él fue muy feliz en esa primera comunión!

Teníamos muchas historias de las “comitivas” que hacíamos con los primos. Cada uno ponía algo de comer: papa, arroz, cebolla, ingredientes, y  así hacíamos comidas. Una vez nos fuimos a la huerta de la abuela a hacer un café y una sopa de arroz. Cada uno pusimos comida pero se nos olvidó llevar ollas. Entonces a una prima le dio por coger una lata de leche Klim que estaba en la huerta llena de óxido y moho. La lavó así por encimita, comimos todo rico y después nos pusimos a jugar. Cuando le contamos a una tía lo que hicimos nos regañó: que cómo se nos ocurría, que ahora sí, que nos íbamos a morir… y empezó una prima a llorar porque nos íbamos a morir. Mi hermano Pepe decía que si nos moríamos, nos moríamos llenos y, mire que no nos pasó nada por cocinar en un tarro con moho. Ese tipo de cosas nos pasaban y, fíjese, mi hermano siempre tan valiente, no le importaban los miedos.

Era tan valiente que a pesar de ser el más pequeño, enfrentaba a mi papá. A él no le gustaba que nos castigara. Entonces se ponía y le decía a mi papá: —Tenga, pégueme a mí primero—. Y si le pegaban ni se mosqueaba, ni lloraba. También me defendía con los novios. Una vez, él vio a un novio mío con una muchacha. No me contó nada y un día le pegó al muchacho y le dijo: —Para que no te aproveches porque vos tenés otra y con mi hermana no venís a jugar—.

Cuando él pitaba sus partidos de fútbol me dejaba la mitad, si yo trabajaba y compraba remesa, compraba para los dos. Si había para el uno, había para el otro.

Pepe era frentero y valiente. Además muy solidario. En la casa tuvimos épocas difíciles. Mi papá traía escasamente lo de la remesa, pero no lo de vestirnos o darnos educación. A mi mamá le tocaba trabajar también para mantener el hogar: lavaba ropa, planchaba sacos, criaba marranos, lo que fuera. Y nosotros aprendimos desde ahí a ayudarnos, a ser muy hermanables. Cuando él pitaba sus partidos de fútbol me dejaba la mitad, si yo trabajaba y compraba remesa, compraba para los dos. Si había para el uno, había para el otro.

Imagínese que cuando él tenía por ahí unos ocho añitos, el salía a embolar con Wilson para conseguir plata para los tiempos de descanso. Él tenía su cajita de embolar. Le embolaban a todo el mundo, pero especialmente a los conductores. Él era muy amigo de ellos, les embolaba y se ganaba los pasajes a Popayán a comprar los betunes. Ellos de las ganancias siempre me dejaban algo a mí. En ese tiempo, hasta sacaba de su plata para comprarme ropa en Popayán, me compraba acostumbradores de todos los colores. Se rebuscaba la plata como fuera. A veces jugaba naipe o billar para ganar unos pesos.

Todos aprendimos a trabajar pero también estudiábamos. Él era inteligente. Yo era muy juiciosa y me mataba estudiando, madrugando y así. Él en cambio nunca cogía un cuaderno y le iba muy bien, mejor que a mí. Con lo que el profesor explicaba, él tenía. Le iba bien en física y en matemáticas. Es que no le quedaba grande nada. Como era tan contemplado mis papás lo llevaron a Popayán para que terminara allá. Alcanzó a estudiar dos años, pero cuando estaba en décimo consiguió mujer. La novia quedó embarazada y él dio la cara. Habló con la mamá y dijo que sí iba a hacerse responsable por Yudi y por José Manuel, que nació en 1995. Se desvivía por esos niños, y no le decía que no a alguno de los trabajos que le proponían para poder mantenerlos. En ese tiempo fue ayudante de bus, alzaba bultos, hizo de todo.

Después de José Manuel ya vino Germán Felipe. La gente del pueblo tiene el recuerdo de Ricaurte con el niño mayor en los hombros, y el otrico, el menor en los brazos. Cargaba con ellos para llevarlos a Patio Bonito al jardín. Germán nació bajo de peso y de siete meses. Y él era la ‘mamá canguro’, lo cargaba todo el tiempo para darle calor y que no se fuera morir. También estaba pendiente del desayuno de los niños. Después cuidó a Germán del duende porque supuestamente se lo iba a llevar cuando estaba chiquito. Andaba entonces para arriba y para abajo con sus dos hijos. A Ester Julieth no la alcanzó a disfrutar mucho. Para él fue una felicidad tener una niña y con ella alcanzó a compartir 54 días.

A pesar de no haber terminado el colegio hizo varios cursos en el SENA. Yo me acuerdo que estudió electricidad y automotriz. Él era muy curioso. Pero le gustaba mucho colaborar con la comunidad, tal vez por eso se metió a la Policía. En eso se fue a vivir un tiempo a Armenia pero tuvo un inconveniente con una persona de la calle, y a raíz de eso, le iniciaron un proceso por el que le tocó salirse. Pero en realidad, él siempre quiso ser un árbitro profesional y lo logró. En Popayán se capacitó con Óscar Julián Ruiz, el mejor árbitro del país. Y le fue tan bien en la capacitación que le regalaron el pito y el uniforme: una camisa roja de pepitas negras con una pantaloneta negra. Él hacía parte de la escuela de árbitros del Cauca.

¡Lo enterramos con los guayos! Eso fue muy duro. A todos nos dolió mucho. Costaba aceptar su muerte y todavía esperábamos que volviera a la casa.

Ese día venía de pitar de Puente Alta. Él era delgado y tenía puesta su ropa de árbitro con los guayos rojos con negro. Cuando llegó a la casa lo llamaron de donde Carmen que para que la acompañara. A ella la extorsionaban y esos tipos le estaban pidiendo unos celulares y un poco de plata. Mi hermano era un gallito fino y no le daba miedo nada, no le daban miedo esos señores. Les dijo que sí que él iba. Llegó entonces a la casa, se bañó, se cambió, almorzó y nos dijo “si me muero me voy lleno”. Como cuando la historia de las comitivas. Y ya por la tarde llegó la razón: “Mataron a Carmenza (como le decían a ella) y mataron a Pepe”. A él no lo iban a matar, solo a ella. A ella la estaban torturando y él no quiso permitir eso. Él gritaba que no le pegaran más. Intentó entonces darle al tipo que la estaba golpeando y él le pegó un tiro. Cuando llegamos a buscarlo en Novilleros, por el lado de las Piedras, todavía estaba caliente. Tenía un pantalón habano de dril, zapatos cafés claros y una camisa de rayitas rojas y negras.

¡Lo enterramos con los guayos! Eso fue muy duro. A todos nos dolió mucho. Costaba aceptar su muerte y todavía esperábamos que volviera a la casa. Cualquier ruidito, pensábamos que era él. Y a eso se sumó la situación económica. Yo no tenía un peso y estaba sin trabajo. Entonces nos fuimos para Popayán. Yo allá empecé a rebuscármela de una manera y otra. En ese momento, las ayudas del Estado no llegaron. Había además que responder por los niños. Yo no sé si él presentía lo que le iba a pasar, pero en esos días en que lo mataron me dijo: —Júreme que si pasa algo usted se va a hacer cargo de los niños—. Y todos fueron creciendo: José Manuel es muy noble y está estudiando enfermería. Felipe es igualito al papá físicamente y en la personalidad. Julieth es muy juiciosa y siempre saca el primer puesto.

Se le quedaron muchos sueños sin realizar. Seguir con su carrera de árbitro y sobre todo construir una casa para sus hijos en un terreno que le dio mi papá. Y bueno, buscó justicia hasta el final y estoy segura [de] que se sentiría orgulloso de sus hijos. A ellos nos les quedó una casa pero sí una herencia tremenda: la de la sinceridad. Les quedaron varios retos: decir las cosas en la cara, andar sin tapujos, no hablar a escondidas, ser sencillos, colaborar, ser buenos papás como lo fue él y, sobre todo, hacerle buena cara a la vida así se vea difícil a veces.