La época del 'patrón': cuando la coca fue más grande que el Estado | ¡PACIFISTA!
La época del ‘patrón’: cuando la coca fue más grande que el Estado Ilustración: Archivo ¡Pacifista!
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La época del ‘patrón’: cuando la coca fue más grande que el Estado

Colaborador ¡Pacifista! - septiembre 27, 2017

OPINIÓN | Al término del gobierno de Virgilio Barco, el narcotráfico estaba en su auge y Escobar parecía ser el dueño de Colombia.

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Ilustración: Archivo ¡Pacifista!

Este artículo forma parte de nuestro Proyecto Coca II – Misión Rural. Para ver todos los contenidos haga clic acá

Por: Jorge Cardona*

Al terminar el cuatrienio Barco en 1990, la urgencia era contener el terrorismo de Pablo Escobar y la primera visión del gobierno de César Gaviria fue apaciguarlo a través de una política de sometimiento a la justicia basada en una oferta judicial de rebaja de penas y no extradición. Bajo el amparo del Estado de Sitio y la gestión del ministro de justicia Jaime Giraldo Ángel, la fórmula cobró vigencia jurídica el 5 de septiembre, a través del decreto 2047. En esencia, ventajas procesales por entrega voluntaria a las autoridades, confesión y colaboración eficaz con la justicia y no extradición, que el gobierno presentó al país como una manera de abrir las puertas a la paz con “nuevo aire de juridicidad”. A prudente distancia, el embajador de Estados Unidos en Colombia, Thomas McNamara, calificó la propuesta como “soberana y novedosa”. Escobar la rechazó porque tenía su propio plan.

Sin reponerse de la pérdida del rey de sus bandidos, John Jairo Arias, “Pinina”, abatido por la Policía en junio; y la de su primo y socio, Gustavo Gaviria Rivero, al cuarto día del nuevo gobierno, el capo sabía  las intenciones del Estado y consolidó su ataque. Con el señuelo de una entrevista al jefe del Eln, el cura Manuel Pérez, Escobar secuestró a un grupo de periodistas del noticiero de televisión Cripton y la revista Hoy por Hoy, integrado por Diana Turbay, Azucena Liévano, Hero Boss, Juan Vitta, Richard Becerra y Orlando Acevedo. Cuando el gobierno ya había expedido el decreto 2047 se supo del plagio. Y también que era apenas el comienzo del proyecto Escobar. El 19 de septiembre secuestró al jefe de redacción de El Tiempo, Francisco Santos. Una hora antes, en su propio restaurante, a Marina Montoya, hermana del exsecretario de la Presidencia, Germán Montoya.
 
Se trató entonces de la la hija del expresidente Julio César Turbay; del hijo del director del periódico El Tiempo, Hernando Santos; y  de la hermana del exsecretario general del gobierno Barco, a quien que Escobar quiso volver intermediario de su entrega a la justicia. El 7 de noviembre sumó dos rehenes más. Maruja Pachón, cuñada de Luis Carlos Galán y esposa del dirigente del Nuevo Liberalismo Alberto Villamizar; y Beatriz Villamizar, su hermana. Un botín de secuestrados contra un decreto que perdió importancia porque nadie se entregó y, en cambio, el cartel de Medellín tuvo tiempo para extremar su guerra contra el de Cali, con episodios que la memoria debe preservar. Como el 25 de septiembre en que los sicarios de Escobar creyeron dar con el capo Pacho Herrera y masacraron a 17 hombres, entre gente del cartel  de Cali y otros que jugaban fútbol en una cancha de Candelaria (Valle).
 
La lucha fratricida que libraban los carteles y agravaba el difícil panorama de seguridad para el Ejecutivo. Por eso, el gobierno Gaviria no podía esperar a que Escobar o sus pares acogieran o no el decreto 2047. Además del secuestro, el narcotráfico daba demostraciones de su poder criminal, lo cual también determinó la expedición del Estatuto para la Defensa de la Justicia (decreto 2790  de 1990) o “Justicia sin rostro”, creado para preservar la vida de los jueces y magistrados que seguían en la mira de la mafia. Un severo régimen penal que no encajaba en el ambiente democrático de la constituyente en proceso, pero que se hizo realidad con el uso de los testigos ocultos para direccionar procesos, o administradores de justicia conduciendo interrogatorios desde afuera de cabinas oscuras donde los procesados solo oían sus voces distorsionadas. 
 
Una justicia de corte inquisitorio con excesos, en marcha a la misma hora en la que el gobierno Gaviria jugaba cartas alternas frente al narcotráfico. La de mostrar ante los compromisos internacionales recién adquiridos como la Convención de Viena, anunciando combate sin tregua desde los cultivos ilícitos hasta el control en los puertos; y la que tendía su mano a los capos para que se entregaran a cambio de penas laxas en Colombia. Así que reaparecieron los notables -Alfonso López y Misael Pastrana, el cardenal Mario Revollo y el presidente de la UP, Diego Montaña-, para insistir en ser mediadores; y el abogado Guido Parra, el mismo de los intentos de negociación en 1988, para ratificar que esta vez la mafia pretendía idéntico tratamiento jurídico que el otorgado a las guerrillas y aplicación de los principios del Derecho Internacional Humanitario.
 
El 9 de diciembre, los colombianos eligieron a los 70 delegatarios que integraron la Asamblea Nacional Constituyente, y ese mismo día las Fuerzas Armadas atacaron la sede del secretariado de las Farc en las montañas de Uribe (Meta). Escenario de contrastes entre la paz y la guerra, mientras la mafia hacía sus cálculos desde la retaguardia. Apenas concluyó el proceso electoral empezó a mover sus fichas. El 11 de diciembre Escobar dejó libre al periodista alemán Hero Buss. Dos días después a la jefa de redacción del noticiero Cripton, Azucena Liévano. El día 19 al camarógrafo Orlando Acevedo. Esa misma fecha, el gobierno Gaviria anunció la expedición de un nuevo decreto, el 3030, para acumular penas en una sola sentencia y la ganga de purgar la más larga. Escobar lo rechazó, pero antes de 24 horas se reportaron para acogerla los Ochoa Vásquez.
 
La entrega inmediata de Fabio Ochoa ante la directora de instrucción criminal de Antioquia, Martha Luz Hurtado, en el atrio de la iglesia del municipio de Caldas, fue el comienzo de la rendición del clan familiar. El 15 de enero de 1991 lo hizo Jorge Luis Ochoa y fue conducido a la cárcel de Itaguí, junto a su hermano. La entrega de Juan David Ochoa se prolongó hasta febrero porque vinieron decisivos sucesos. El 22 de enero en Rionegro fueron abatidos por la Policía los hermanos David Ricardo y Alberto Prisco Lopera, pistoleros claves del narcoterrorismo que operaban para Escobar. Y dos días después, en un despoblado al norte de Bogotá, con su cabeza cubierta con una capucha y seis disparos en el cráneo y el rostro, fue hallado el cadáver de una dama de prestigiosa apariencia. Inhumado en fosa común en el Cementerio del Sur porque nadie reclamó su cuerpo. Una semana después se supo que era la hermana de Germán Montoya Vélez.
 
 24 horas después se enlutó el periodismo colombiano. En un errático operativo de rescate del Cuerpo Élite de la Policía en una finca de Copacabana (Antioquia), perdió la vida Diana Turbay Quintero. El camarógrafo Richard Becerra fue rescatado sano y salvo. Al cuarto día, el presidente Gaviria anunció su tercer intento en la política de sometimiento. El tercer decreto, ahora el 303 de 1991, para eliminar fechas límites y acceder a beneficios, más otros reajustes jurídicos a la medida de Escobar. Del 2047 al 3030 y ahora al 303, evolución del derecho penal para atraer a los mafiosos. Pero Escobar sabía que los tiempos eran suyos y, a cuentagotas o con sangre, administró su chantaje. Dejó en libertad a Beatriz Villamizar y, a cien metros de la plaza de toros de La Macarena en Medellín, hizo detonar un carro bomba con 150 kilos de dinamita que dejó cien heridos y mató a 11 personas, entre ellas a siete miembros de la Policía.
 
El oasis para una sociedad sitiada por el terrorismo, se dio con el inicio de las deliberaciones de la Constituyente. A pesar de que el gobierno insistió en que el tema no fuera incluido en los debates, se inscribieron siete proyectos para prohibir la extradición. El trámite terminó en una subcomisión accidental y después se volvió asunto ineludible. Mientras se resolvía, en los terrenos de la confrontación armada, el 30 de abril, cuando abordaba un taxi a la salida de la Universidad de La Salle, donde ejercía como decano de la facultad de Economía, la mafia asesinó al exministro de justicia, Enrique Low Murtra. Sentenciado a muerte por Escobar desde tiempo atrás, murió desprotegido por el Estado porque el gobierno Gaviria decidió relevarlo de su cargo como embajador en Suiza. Sin otra opción regresó a Colombia a enfrentar inerme a los sicarios.
 
Tras el dolor la vergüenza, y después el avance de la constituyente hasta prohibir la extradición, en un proceso paralelo a la entrega de Escobar a la justicia. Después de una inusual intervención del sacerdote Rafael García Herreros en su programa de televisión “El minuto de Dios”, ofreciéndose como mediador para la rendición, el 20 de mayo, Escobar dejó en libertad a sus últimos rehenes Francisco Santos y Maruja Pachón. Luego aceptó recluirse a un antiguo centro de rehabilitación de drogadictos en las montañas de Envigado convertido en cárcel. El miércoles 19 de junio, en un helicóptero Bell 412, llegó a habitarla con sus principales lugartenientes y en poco tiempo la convirtió en el epicentro de su imperio. A esa misma hora en que se finiquitaba su rendición, con 45 votos a favor, cinco en contra y siete abstenciones, la Constituyente prohibió la extradición.
 
En una constancia histórica, el delegatario Antonio Galán Sarmiento, hermano del inmolado líder liberal Luis Carlos Galán, dejó en plenaria de la Constituyente un documento reseñando nombre por nombre, los de centenares de víctimas entre magistrados, jueces, políticos, periodistas o ciudadanos del común sacrificados por el narcoterrorismo desde 1984. Aunque Colombia sentía una tranquilidad resignada viendo a Escobar preso en La Catedral, también exteriorizaba su sensación de impunidad. A la semana de su entrega, Escobar respondió un cuestionario al periódico El Colombiano con su versión: “Estoy contento con la posición de los constituyentes frente a la extradición porque escucharon la voz del pueblo”. Su reducción en La Catedral, junto a sus pistoleros, fue el epílogo de la Constituyente y para él significaba su victoria completa.
 
Cuando pasó la euforia de la reforma y el país se fue acomodando a sus verdades, quedó claro que la presencia de Escobar en la cárcel era una bomba de tiempo. Del reacomodo después de su victoria en la Asamblea, o la de otros mafiosos con delegatarios como Armando Holguín Sarria, referenciado por el periodista Alberto Giraldo como el abogado que en 1984 viajó a España a impedir que Gilberto Rodríguez fuera extraditado a Estados Unidos, quedó una sociedad incrédula que sabía de la presencia de dineros sospechosos en todas partes. Hasta en la Constituyente o el Congresito, donde el secretario Mario Ramírez también pasó por la trastienda de los Rodríguez Orejuela, aunque insistió que lo suyo fue trabajo periodístico. En agosto de 1991 apareció un escandaloso video que reforzó la sospecha de dineros ilícitos en la Asamblea, pero rápidamente se impuso la versión de que fue un intento por desprestigiarla.
 
Imágenes del constituyente del M-19, Augusto Ramírez Cardona y el abogado de Escobar, Feisal Humberto Buitrago Mustafá, transando su voto contra la extradición, que circularon en los medios con un mensaje mayor en la voz del abogado interlocutor: “Hemos contactado a otros 36 delegatarios”. Ramírez Cardona era un enlace de las autodefensas del Magdalena Medio que Antonio Navarro metió en la lista del M-19 y que nadie quiso averiguar por qué. El narcovideo finalmente se olvidó, a pesar de que el exministro de justicia Enrique Parejo, convertido en héroe de la lucha contra el narcotráfico, se encargó de insistir que el presidente Gaviria debía ser investigado en el Congreso porque recibió la evidencia en plena Constituyente, omitió denunciarla a las autoridades, la guardó cinco meses y, cuando la extradición cayó, reconoció su existencia. 
 
 El mismo exministro Enrique Parejo fue el primero que denunció que La Catedral se había convertido en “central de operaciones del narcotráfico”. “Si ahora no asesinan a personas del valor de Luis Carlos Galán es porque no los pueden matar dos veces”, reclamó con la autoridad de haber sobrevivido a un atentado. Pero su voz fue desoída porque no era momento de cuestionar la prisión del capo, aunque se advertían situaciones extremas en las que su mano era evidente. De la noche a la mañana, con aval del director del penal, Homero Rodríguez, la cárcel se transformó en club social. No muy lejos, en Puerto Boyacá, cuando participaba en una procesión religiosa, fue asesinado el jefe de las autodefensas del Magdalena Medio, Henry Pérez, enemigo acérrimo del capo. Adentro y afuera, Escobar seguía administrando las cuentas del crimen.
 
Protagonizaba su farsa en La Catedral en el momento estelar de su exitosa ruta coquera con los mexicanos, “La Fania”, y le quedaba tiempo para planificar sus guerras con el Estado, los Rodríguez Orejuela o los del Magdalena Medio. En contraste, la suerte de su extraditado socio Carlos Lehder era distinta. A esa misma hora, en busca de reducir su condena a cadena perpetua en Estados Unidos, sin derecho a libertad bajo palabra, aceptó ser testigo en el juicio contra el general panameño Manuel Antonio Noriega. Sin embargo, de entrada armó revuelo porque terminó señalando al expresidente Alfonso López Michelsen de “protector del cartel de Medellín y voluntario de la familia del narcotráfico”. El teniente coronel de la Guardia Nacional de Panamá, Luis del Cid, también lo referenció, lo mismo que el extraditado colombiano José Antonio Cabrera.
“Alfonso López no necesita defensa”, declaró la Casa de Nariño en comunicado del presidente César Gaviria. “Decir que yo, en alguna forma, sea padrino de Pablo Escobar o de Noriega en relación con sus actividades políticas o delictivas, es una inaceptable mentira”, comentó el aludido López Michelsen. Días de intensidad mediática porque en el momento del escándalo el expresidente andaba por Estados Unidos. Cuando regresó declaró: “Lo que es inexplicable es cómo el sistema de justicia norteamericano fomenta este tipo de declaraciones, ofreciendo sentencias rebajadas a alguien que rompe el récord de afirmaciones calumniosas”. Era el último trecho de 1991, las noticias del narcotráfico siempre ruidosas, y el relevo en la embajada de Estados Unidos, con el arribo de Morris D. Busby, un incisivo diplomático que asumió como propio el reto Pablo Escobar.
 
En febrero de 1992, saliendo del aeropuerto Olaya Herrera en Medellín, fue secuestrado “El campeón” Alberto Areiza, “quinto jinete de la mafia antioqueña”, miembro del sanedrín personal de Escobar. El hombre que manejaba vuelos, la estructura de proveedores en Bolivia y Perú, y cocinas en el Magdalena Medio, Córdoba y Caucasia, como lo describe Petrit Baquero en “El ABC de la mafia”. Semanas antes había caído en Cartagena su otro entrañable, Jairo Mejía. Entonces Escobar alertó a sus bandidos para que trataran de rescatarlo y se declaró dispuesto a dar por terminada su guerra contra el cartel de Cali. Pero con señales de tortura, el cadáver de “El campeón” apareció en un paraje de La Pintada (Antioquia), con dos de sus lugartenientes.  Duro golpe a Escobar, que poco a poco perdía a sus estrechos aliados. Ahora, sin extradición, el dilema era que él estaba preso y sus enemigos libres.
 
Por la misma época, fruto de la Constituyente de 1991, tomó forma la Fiscalía General y, para dirigirla, de la terna presentada por el presidente César Gaviria, la Corte Suprema de Justicia eligió al exconsejero de Estado, Gustavo de Greiff. El 3 de marzo de 1992 tomó posesión y, entre los asuntos prioritarios a resolver, su primer desafío fueron las licencias de Escobar en La Catedral. Era un secreto a voces que esa cárcel se había convertido en un hotel de lujo. Con salón de juegos, sauna, biblioteca, cancha de fútbol o cabañas personales. Todo exclusivo y tolerado por las autoridades. A diario subían a visitar al capo personas de toda índole. Desde bandidos o familiares hasta jugadores profesionales de fútbol o personalidades. La justicia rondaba en los umbrales de las facultades de excepción, pero la crisis con Escobar hurgaba a diario en el debate político.
 
Hasta que se desencadenó el episodio que llevó a la fuga de Escobar y el regreso de su violencia indiscriminada a las calles. Advertido de que sus socios Gerardo “Kiko” Moncada y Fernando “El Negro” Galeano, andaban en tratativas con los de Cali, buscaba un pretexto. Lo aportó el bandido de Itaguí, John Jairo Posada, apodado Tití, quien reportó a Mario Alberto Molina, El Chopo, “el Pablo Escobar de la calle”, que Fernando “El Negro” Galeano ocultaba una caleta con dinero. Escobar dio la orden de asaltarla. “El Negro” descubrió que había sido gente de El Chopo y apeló a Escobar en La Catedral para denunciar el robo y recobrar su plata. A través de Carlos Mario Alzate, El Arete, Galeano subió confiado a la cárcel. No atendió el consejo de su salvaguarda, Diego Murillo, quien le advirtió que era una trampa. Cuando supo que también subía Kiko Moncada, afiló su reclamo.
 
 Las versiones difundidas sobre la discusión con Fernando Galeano coinciden en que Escobar le dijo a “El Negro” que sabía dónde estaba la plata y se la iba a devolver, pero que la organización estaba pasando por una crisis económica y debía ayudar. “Ni por el putas, me devuelven hasta el último peso”, contestó Galeano enfurecido, y todo cambió cuando El Chopo le apuntó con su revólver y, junto a Kiko Moncada, fue inmovilizado. A pesar de sus ruegos, ambos fueron llevados al sótano de la cárcel y asesinados. Los cadáveres fueron incinerados. Enseguida Escobar dio la orden de exterminar a sus familias, sus contadores y sus aliados. Fueron asesinadas 14 personas en tres días. Entre los sobrevivientes, con el apoyo de otros recién graduados malquerientes de Escobar, se gestó la primera fuerza de choque militar en su contra.    
 
Las denuncias públicas de las familias Galeano y Moncada, sumadas a los testimonios de secuestros en sitios públicos de Medellín, llegaron a oídos de todos, hasta los de las autoridades, que no sabían qué hacer para contener al capo, pero tenían en mente una decisión: trasladarlo junto a los demás reclusos a una base militar de Bogotá. Entre el 21 y 22 de julio se vivió la crisis. Todo porque el viceministro de justicia Eduardo Mendoza y el director de prisiones, Hernando Navas Rubio, les dio por ingresar a la cárcel de La Catedral a notificar a Escobar de que iba a ser trasladado. En breve, Mendoza y Navas eran rehenes y el capo anunció su disposición a asesinarlos si el Ejército intentaba tomarse la prisión. Luego, junto a nueve lugartenientes, tras darle a un grupo de soldados una olla de comida y vales para una corporación de ahorro de Envigado, Escobar se fugó de la cárcel.
 
Nadie entendió por qué Mendoza y Navas se metieron a la boca del lobo, ni por qué la Cuarta Brigada fue incapaz de reaccionar. Al final, el ministro de Defensa, Rafael Pardo, envió una Fuerza Élite que llegó antes del alba y, hacia las siete de la mañana, rescató a Mendoza y a Navas, que habían quedado bajo custodia de cinco de los hombres de Escobar. Pero la fuga estaba en desarrollo. Con Tavo, Otto, Mugre, Popeye, Palomo, Angelito, Tato y su hermano Roberto, Escobar huyó primero hacia una finca cercana y luego a una caleta por El Poblado. Ese mismo día, como narran los periodistas Natalia Morales y Santiago La Rotta en su libro “Los Pepes”, el presidente Gaviria pidió ayuda al embajador de Estados Unidos Morris Busby, y al día siguiente llegaron cinco aviones de la Dea con sofisticados equipos para interceptar llamadas telefónicas y reconocimiento de voz.
 
Fue el comienzo de la contribución definitiva de Estados Unidos a la cacería de Escobar. Se integró un cuerpo policial del FBI y de la DEA, dirigida en Colombia por Bill Wagner y Joe Toft; y se sumaron dos componentes técnicos especializados: la unidad de localización de personas Centra Spike y la Fuerza Delta, comando élite de Estados Unidos para ejecutar operaciones especiales. Desde la embajada norteamericana en Bogotá y la Escuela de Policía Carlos Holguín en Medellín, la tecnología norteamericana fue uno de los factores que aceleró el desenlace en la lucha contra Escobar. Sin embargo, con su regreso a la clandestinidad, entre las redes de sus asociados en los  municipios del Valle de Aburrá, o gracias a su gente de confianza, el capo encontró la forma de eludir radares y coordinar ataques con poca comunicación y mucho movimiento.      
 
También intensificando su violencia diaria contra los policías o con los acostumbrados blancos de su lista predilecta: la de sus perseguidores desde el Estado, como la fiscal regional de Antioquia, Miriam Rocío Vélez, asesinada junto a sus tres escoltas, por insistir en la vinculación del capo al expediente por el crimen del director de El Espectador, Guillermo Cano. O el asesinato del jefe de la Sijín en Medellín, capitán Fernando Posada, a quien dinamitaron su casa y buscaron entre los escombros para rematarlo. Parte esencial de su guerra era  neutralizar a sus enemigos directos en el Estado y, en ese difícil terreno, la primera opción de defensa era seguir confiando en los delatores. Una vía que quedó al descubierto con la expedición del decreto 1833 de noviembre de 1992, a través del cual se determinó la concesión de beneficios específicos para quienes ayudaran a desmantelar al cartel de Medellín a través de información confiable.
 
Ese decreto fue el salvavidas de doce personajes conocidos como “Los doce del patíbulo”, primeros aliados de las autoridades colombianas y norteamericanas en la lucha contra Escobar. Un grupo encabezado por Luis Enrique Ramírez Murillo, alias Micky, quien trabajó con Fernando Galeano y conocía las entrañas de la mafia en Antioquia. Armando Muñoz Azcárate, con información clave sobre secuestros y de los cómplices en el asesinato del procurador Carlos Mauro Hoyos. El narcotraficante Gustavo Tapias Ospina, que incriminó a otros partícipes en el crimen del ministro Rodrigo Lara y aportó información sobre tráfico de armas. Eugenio León García Londoño que develó varios sitios donde se ocultaba dinamita y aceptó su intervención en varios asesinatos. O Benito Antonio Maineiri, un contacto extranjero del cartel de Medellín en Miami y Haití.
 
Con ellos, también se acogieron al decreto 1833 de 1992, Guillermo de Jesús Blandón, cómplice para despachar cocaína desde La Guajira con destino a México y Guatemala. Hernán Sepúlveda Rodríguez, que identificó varias aeronaves en manos de testaferros que pertenecían realmente al capo Escobar. Luis Giovanni Caicedo Tascón que suministró la localización de varias pistas clandestinas y nombres de diferentes contactos de narcos. Pablo Enrique Agredo Moncada, quién recibía órdenes de Escobar para blindar las rutas de la droga en el exterior. Frank Cárdenas Palacio, un selecto delator de cómplices. Gabriel Puerta Parra, consejero clave e intermediario para el envío de droga; y Luis Guillermo Ángel Restrepo, un escurridizo empresario de aviación que trabajó con Escobar, “Cocodrilo” Avendaño o César Cura de Moya, en narcotráfico puro.
 
Otros no se sumaron a los 12 del patíbulo, pero también fueron vitales en la alianza que se gestó para acabar con Escobar. Como el nuevo mejor amigo de la DEA, Rodolfo Ospina Baraya, alias “Chapulín”, nieto del expresidente Mariano Ospina Pérez, quien saltó del negocio de los bienes raíces al narcotráfico, y siempre se movió con holgura en el combo de los Galeano y los Moncada.  O los hermanos Fidel, Vicente y Carlos Castaño, financiadores y jefes del paramilitarismo, viejos socios de Escobar, quienes después de ser declarados objetivo militar del capo, entendieron que debían atacarlo. Como también lo asumió Diego Murillo Bejarano, antiguo guerrillero del EPL y jefe de seguridad de “El Negro” Galeano, artífice de una metamorfosis criminal que lo vio transformarse de jefe de bandas y comandante paramilitar, en heredero y señor de la oficina de cobro de Envigado.
 
 Mientras los expertos de Estados Unidos o el Bloque de Búsqueda creado por el gobierno Gaviria con integración de fuerzas estatales,  sumaban positivos en su accionar conjunto contra el capo, en el terreno cenagoso de los informantes o desde las cloacas del crimen organizado, emergió un grupo de anónimos  personajes atentos a documentar los pasos de Escobar. Uno de esos eficaces colaboradores fue Carlos Castaño, quien bajo el cifrado “Alekos”, suministró información crucial a las autoridades para contribuir al asedio. Cuando empezaron a aparecer cadáveres en Medellín, con carteles o consignas alusivas a un inesperado grupo asesino en acción, Los Perseguidos por Pablo Escobar o Los Pepes, quedó claro que esos victimarios eran de la misma cuerda de la de los eficaces soplones de la guerra abierta que se libraba en Medellín a plena luz del día.
 
La reacción de sus enemigos a la nueva oleada de carros bomba en Bogotá o Medellín, donde cualquiera podía morir en una explosión. El 30 de enero de 1993, por ejemplo, 16 personas perdieron la vida por un carro bomba cargado con 100 kilos de dinamita en la capital. Al día siguiente fueron dinamitadas dos casas de Escobar en El Peñol. El Bloque de Búsqueda abatió a El Chopo el 19 de marzo en Medellín. El 15 de abril, fueron 11 víctimas frente al Centro 93 al norte de Bogotá. En 24 horas estaban muertos el abogado Guido Parra y su hijo. A cada acción de Escobar, Los Pepes le aplicaron igual medicina: contra su familia, sus propiedades, sus abogados. “El Bloque de Búsqueda asestaba golpes con nuestra información”, confesó Carlos Castaño. El oficial de enlace entre Los Pepes y la fuerza pública fue el mayor de la Policía, Danilo González, protagonista de otras historias narcas.
 
El cerco a Escobar terminó el 2 de diciembre de 1993 en el tejado de una casa del barrio Los Olivos en Medellín, donde fue abatido. El Bloque de Búsqueda se apuró a reivindicar la acción, la Fiscalía también salió a cobrar y la noticia dio la vuelta al mundo. El embajador en Colombia, Morris Busby, exaltó el profesionalismo de las Fuerzas Armadas, y aseguró que la intervención de su país había sido mínima. Los doce del patíbulo reaparecieron entre las espirales del narcotráfico, y Los Pepes se esfumaron, nadie volvió a acordarse de sus cruentas celadas. Ni siquiera la justicia. La historia de Los Pepes es hoy uno de los secretos mejor guardados en las memorias del tráfico de drogas. El investigador norteamericano Michel Bowden, en su libro “Matando a Pablo”, aseguró que incluso hubo conexiones entre la DEA y la CIA con el grupo criminal que combatió a Escobar.
 
El Instituto de Estudios Políticos de Estados Unidos (IPS), en asocio con un bufete de abogados, hace algunos años interpuso una demanda contra la CIA ante una Corte Distrital de Washington, para que entregara información sobre la colaboración que existió entre Estados Unidos y Los Pepes. No existe respuesta. En Colombia, quedaron testimonios judiciales de cómo Los Pepes, al igual que el Bloque de Búsqueda, reivindicaron la baja de Escobar. A sus 44 años, únicamente custodiado por un sicario también abatido, cayó por fin el capo de capos. La primicia desató el alborozo que ayudó a que prevaleciera la sensación de que la guerra estaba ganada. Al menos ésta, realmente era una victoria de todos: la DEA y la CIA. El Ejército, la Fuerza Aérea, la Armada y la Policía. Las autodefensas, los capos del norte del Valle y Cali o los antiguos aliados de Escobar.
Los buenos, los malos y los feos en una alianza de intereses para deshacerse del más incorregible. Cuando cesó el triunfalismo, Estados Unidos dejó claro su siguiente paso: El cartel de Cali. Pero antes de que cobrara forma esta cacería, de su repertorio de audacias jurídicas, el gobierno Gaviria aportó dos ases postreros: la ley 81 de diciembre de 1993 para conservar la naturaleza de los decretos que llevaron a prisión a los Ochoa o a Escobar, volviendo permanente el atajo de la sentencia anticipada; y el decreto ley 356 de febrero de 1994 o Estatuto de Vigilancia y Seguridad Privada, plataforma para la creación de las polémicas Cooperativas de Seguridad Rural (Convivir), con las que narcos o paramilitares encontraron ropaje para posar de aliados del Estado, y mimetizarse para los tiempos en los que el tráfico de estupefacientes entró de lleno al conflicto mayor.
*Jorge Cardona es Editor General de El Espectador
 
 Para este artículo, el autor consultó la siguiente bibliografía: 
 Aranguren Molina, Mauricio, Mi confesión, Editorial La Oveja Negra, Bogotá, 2001.
 Baquero, Petrit, El ABC de la mafia, Editorial Planeta Colombiana S.A., Bogotá, 2012.
 Cardona, Jorge, Días de Memoria, Aguilar Editores, Bogotá, agosto de 2009.
 El Espectador, Cinco meses tuvo Gaviria el “narcovideo”, 26 de octubre de 1991, Bogotá.
 El Espectador, Escándalo narco-político, edición del 21 de noviembre de 1991, Bogotá.
 El Espectador, El fantasma de Pablo Escobar, edición del 4 de septiembre de 2008, Bogotá.
 El Tiempo, “Si recibí los cheques del cartel”, edición del 4 de abril de 1997, Bogotá. 
  
 García Márquez, Gabriel, Noticia de un secuestro, Editorial Norma, Bogotá, mayo de 1996. 
 Giraldo, Alberto, Mi verdad, Editorial Planeta Colombiana S.A, Bogotá, 2005.
 Morales, Natalia y La Rotta, Santiago, Los Pepes. Editorial Planeta Colombia S.A, Bogotá, 2009.
 Revista Semana, El enemigo de Escobar, edición del 16 de abril de 1991, Bogotá, 1991
 Salazar J. Alonso, La parábola de Pablo, Editorial Planeta Colombiana S.A, Bogotá, 2001.
Santos Molano, Enrique, Colombia día a día, Editorial Planeta Colombiana S.A, Bogotá 2009.