El sociólogo portugués conversó con ¡Pacifista! sobre la posverdad, el auge del neoliberalismo y el conflicto en Colombia.
Boaventura de Sousa Santos (Coimbra, Portugal, 1940) es reconocido en ciertos círculos académicos como uno de los sociólogos vivos más importantes de occidente. La calificación puede considerarse atrevida e incluso ser discutida o refutada de manera honda por expertos. Lo indiscutible, sin embargo, lo cierto y palpable, es su legitimidad entre estudiantes y profesionales del oficio.
El pasado 1 de mayo, a eso de las 6:40 p.m., la sola mención de su nombre llenó un salón entero de Corferias, abarrotó puertas, e inspiró un aplauso cerrado, chiflidos estridentes y gritos de histeria contenida.
— Parece que hay gente afuera —dijo Boaventura, apenas se sentó— dejen entrar a toda la gente.
Otra ovación unánime, esta vez manifestada en un grito agudo: la admiración colectiva, el respaldo ante el primer gesto de quien daría un espectáculo programado para durar más de una hora.
La obra de Boaventura de Sousa Santos, de todas formas, justifica esa popularidad. Los libros que de él se leen en las facultades de sociología y derecho de las universidades latinoamericanas, europeas y estadounidenses explican fenómenos sociales, como la crisis del contrato social en Colombia; denuncian cierto tipo de hegemonías, como el neoliberalismo que privatizó los derechos que antes garantizaba el Estado; trazan la ruta para entendernos, como la teoría de la hermenéutica diatópica hacia una concepción multicultural de los derechos sociales, o denuncia realidades, como que el obrero gringo quiere el muro porque no soporta al lado suyo al obrero mexicano, pese a que ambos están en una misma condición social frente al opresor.
Boaventura paró un rato en la Feria Internacional del Libro de Bogotá para darle rostro a su último libro, Democracia y transformación social, que parte de una hipótesis: estamos inmersos en una época en que la crisis exacerbada impone la imposibilidad de una alternativa de cambio, tomándose de paso el rol de justificar los fenómenos actuales. Dicho mejor: la crisis no se explica sino que lo explica todo.
Por esto, y porque dedica un capítulo entero a Colombia y al posconflicto, me senté con él en el Hotel Wyndham de Bogotá, con la finalidad de que me respondiera unas preguntas sobre su nueva obra.
Acá están.
Explíqueme el concepto de crisis permanente.
La crisis antes era una condición transitoria y se convertía en una oportunidad para trascender situaciones problemáticas. La crisis permanente es casi el opuesto: es algo que aparece como una característica sistémica de la sociedad en la que vivimos y que parece no tener solución.
¿Por qué pasó? ¿Cuándo?
Desde hace 30 años, tal vez más, se hizo un arreglo en los países desarrollados después de la guerra: la idea de crear redistribución social para que la gente no se enamorara de los beneficios del socialismo en el bloque soviético. Ese contrato, después, empezó a ser destruido por el neoliberalismo.
Corrió entonces la idea de que había una sobrecarga de derechos en nuestras sociedades que generaba unas trabas excesivas para que el capitalismo fuera rentable. La solución fue reducir la contribución del Estado y privatizar derechos que antes eran una expectativa social.
El capital, además, vio en estas áreas sociales terrenos muy rentables, de ahí el fenómeno de privatizar la salud, privatizar la educación, privatizar las infraestructuras. Con esa privatización, además, la clase dominante creó la idea de que las condiciones sociales no le permitían a la gente tener aspiraciones de vida. Por eso se hace a cada rato necesario un recorte a los salarios, por ejemplo, y por eso es que un trabajador no puede planear comprar una casa tan fácilmente como antes, o comprar un carro, o enviar a su hijo a la escuela.
La crisis permanente va en el sentido de que las expectativas positivas de la gente ya no son posibles. Entramos a un proceso de expectativas negativas: cuando la gente se convence de que las cosas están mal, pero pueden estar peor, la crisis se transforma en una vivencia cotidiana.
¿Algún gobierno particular de la historia es el responsable?
No, esto tiene varios comienzos. Un informe de la Comisión Trilateral de 1975 que decía que las democracias estaban sobrecargadas porque había demasiados derechos; en 1985 hubo otro momento, que fue después del Consenso de Washington; en 1991 fue la caída del Muro de Berlín, y, con ello, la idea de que el capitalismo había ganado históricamente y por eso podía avanzar sin trabas ni límites.
Usted dice que la democracia liberal, en teoría, debe separar los valores políticos de los económicos. ¿Arrancar desde ahí no sería un error en la concepción misma de democracia?
La democracia liberal no está equivocada en este punto: esto le es absolutamente necesario para funcionar. Los valores políticos no tienen precio. Los económicos, sí. Cuando ambas nociones se juntan se genera esa perversidad que hoy viven las democracias liberales. El modelo del neoliberalismo metió la idea de que el Estado tiene que ser débil y que la sociedad civil, que es el eufemismo para llamar al mercado, es el que comanda la sociedad y el que impone un funcionamiento al Estado.
Cuando los valores políticos empiezan a tener un precio aparece la corrupción, la financiación de los partidos políticos por parte de grandes intereses económicos, el oligopolio de los medios de comunicación para orientar políticamente las deliberaciones.
“Nosotros vivimos, sin duda, en una sociedad capitalista y seguimos teniendo una lucha de clases”.
Si todo esto es así, ¿por qué cree que la derecha se popularizó tanto en el mundo últimamente?
Porque la derecha es la corriente económica y política de nuestro tiempo. La derecha apoya este modelo neoliberal de capitalismo globalizado y eso le da un impulso enorme. Si hoy en día buscamos un arreglo de contrato social entre trabajadores y empresarios, como recientemente sucedió en mi país, el fenómeno parece una cosa extraña. Algo que antes era normal ahora parece absurdo.
Por otro lado, debo subrayar que hubo una derrota histórica de un cierto tipo de izquierda que, de alguna manera, fue marcada por la experiencia de la Unión Soviética y la Revolución Rusa. Cuando cayó el muro cayó también este tipo de ideología. Creo, sin embargo, que se está reconstruyendo, pero también creo que es un proceso histórico y que avanza muy lentamente.
Nosotros vivimos, sin duda, en una sociedad capitalista y seguimos teniendo una lucha de clases. Aunque la expresión no es pronunciada por la gente de izquierda, se la oí por ejemplo en una charla a Warren Buffett, un financiero, uno de los hombres más ricos del mundo, después de que ocurrió la crisis de Wall Street. Él dijo que estábamos en una lucha de clases y que “nosotros los ricos la estamos provocando y la estamos ganando”, porque la crisis fue resuelta por el mismo capital financiero que la había producido.
Hablemos de Colombia. En todo el proceso del referendo por la paz hubo una circulación masiva de noticias falsas. Usted dice que esto se da en el mundo porque no existe legitimidad ni capacidad de refutación… ¿Qué les pasó a los medios tradicionales?
Los medios tradicionales simplemente no están interesados en eso. Los medios tradicionales muchas veces producen las propias posverdades o son cómplices o están de acuerdo con los procesos políticos detrás de ellas y no las denuncian. Los medios son privatizados…
Y eso no era así. Después de la guerra, en muchos países, hubo canales de difusión públicos, malos y buenos, pero los hubo: en la televisión, en la prensa, en la radio. Uno confiaba en la radio nacional o en la televisión nacional. Hoy en día los canales públicos o no existen o no tienen audiencia ni publicidad. Y eso no es coincidencia: hubo un desmonte planeado de todos los medios públicos.
Por eso luchamos por medios alternativos de comunicación social. Solo que, por su misma naturaleza, los medios de comunicación alternativos están fragmentados. La naturaleza de la alternativa es que no es una, sino miles, que llegan a públicos muy distintos: no hay instancias de audiencia generalizada que puedan decir “ esto es verdad”, “esto es así”.
Hace muchos siglos la iglesia te decía qué era verdad. Después, con la secularización, eran los estados. Hoy no los tenemos. Por eso la posverdad es muy fácil: tú puedes inventar cosas y la refutación nunca será lo suficientemente eficaz para desmentirte.
¿Pero los medios netamente estatales no podrían generar desconfianza en el público?
No, esa fue una trampa que el neoliberalismo promovió. La idea de un servicio público se fundaba en que era un servicio del Estado, no un servicio del gobierno que estaba en el poder. Durante mucho tiempo fue muy conocida la experiencia de la BBC, en Londres que, a pesar de ser problemática, era una instancia mediática en la que los directores no cambiaban con los gobiernos.
Esto hace parte de la misma desacreditación que el neoliberalismo hizo del Estado como garante de bienes públicos.
“si no podemos resolver el problema de la reforma agraria, ni la seguridad de la tierra, ni de los territorios indígenas y las zonas de reserva campesina, la violencia va a surgir de otra forma”.
Usted dice que el posconflicto debe ser ambicioso. ¿Qué tanto, qué características debe tener?
Antes hay que entender las características del conflicto. Podemos eliminar el conflicto.Pero hay que intentar resolver los problemas que llevaron hace 50 años a que jóvenes como tú, con ideales, se fueran al monte a ejecutar una forma que hoy está desacreditada. En ese momento, habían pasado 10 años desde la Revolución Cubana.
Al mismo tiempo había mucha violencia dentro de la democracia: Gaitán, por ejemplo, fue asesinado en una oportunidad de destruir un gobierno de izquierda, como años más tarde sucedió también con Allende. Había también una gran concentración de riqueza y, sobre todo, mucha concentración de la tierra. Estas fueron las razones: violencia, digamos institucional, desde el Estado, y la necesidad de una reforma agraria.
Si no podemos resolver la violencia del Estado, como por ejemplo el paramilitarismo, que siempre ha actuado, digámoslo así, como una mano sucia del Estado, si no podemos resolver el problema de la reforma agraria, ni la seguridad de la tierra, ni de los territorios indígenas y las zonas de reserva campesina, me parece que, más tarde, o más temprano, la violencia va a surgir de otra forma. Podrá no ser una violencia política, ahora no hay lucha armada, pero tendrás una delincuencia común que para mí sería política a pesar de ser despolitizada. Si tú andas por las calles de las ciudades de El Salvador u Honduras sientes menos seguridad que cuando había guerra.
Ese es el problema que podríamos llegar a enfrentar en Colombia de no haber un posconflicto lo suficientemente ambicioso.