OPINIÓN. Las motivaciones para desalojar el Bronx de Bogotá fueron varias. Pero ninguna atiende las causas que permiten que un fenómeno así exista.
Por Marcela Tovar Thomas*
El pasado fin de semana, un operativo tuvo lugar en un sector de Bogotá conocido popularmente como el Bronx. El despliegue fue de película: cámaras, gases, fuerzas especiales. El Bronx es ese lugar donde algunas mafias del narcotráfico ejercían un fuerte control territorial y, además, su ubicación es en el centro de la ciudad, al lado del batallón de reclutamiento del Ejército y a pocas cuadras del comando central de la Policía de Bogotá.
Toda la operación fue acompañada por un alto grado alto de amarillismo: videos de casas cuyos escalones tenían sangre en los que, dicen, picaban gente, la metían en ácido, la lanzaban a los perros. El secretario de seguridad, Daniel Mejía, él mismo, afirmó en televisión que hasta “rezos satánicos y brujería había”. Entre todos convirtieron el Bronx bogotano en una copia mal hecha de una película de Quentin Tarantino.
Muchas fueron las críticas a ese tipo de intervención. La sociedad se polarizó: a los críticos de la medida, por ejemplo, nos convirtieron en defensores de la existencia del lugar. Claro: nadie quiere niños y niñas prostituyéndose, ni seres humanos que se esclavizan para poder tener una dosis de cualquier droga, ya sea legal o ilegal. Pero es importante analizar si los efectos de las acciones que el Estado emprenden son las deseadas –o al menos se acercan– y cuáles son los riesgos de implementarlas. En palabras coloquiales, en política pública se debe evaluar si “el remedio es peor que la enfermedad”.
Digamos que el objetivo sea acabar con la venta de drogas en ese lugar. Sin profundizar sobre los roles que la fuerza pública jugó para permitir la existencia de este tipo de negocios, es evidente que quienes realmente se lucran del mismo no están ahí. Por lo tanto, buscarán otros lugares en dónde vender. Este tipo de acciones no sirven sino para generar un efecto de diáspora, tanto de quienes sí vivían ahí, como de las actividades ilícitas que en ese lugar eran realizadas. Además de subir los precios, lo que significa mayores ganancias –o al menos recuperación de las pérdidas– de las cabezas de esas redes, que tampoco fueron capturadas.
Digamos, ahora, que el objetivo sea impedir que las mafias se apropien de un territorio, porque el Estado debe tener el monopolio de la fuerza y del control territorial. Esa apropiación por parte de las mafias, en este caso, no se ha ejercido a “punta de bala” y armas de largo alcance. De hecho, se encontraron pocas y no hemos visto tiroteos semanales de enfrentamientos. Ni siquiera en la recuperación: los videos muestran personas dóciles y asustadas saliendo.
El Bronx es ese lugar donde algunas mafias del narcotráfico ejercían un fuerte control territorial.
El control se ha ejercido a través de corromper instituciones pero, sobre todo, de suplir el Estado, y esto se hace a través de la gente. Por ello, la presencia del Estado no puede significar únicamente policía, bala y gases. Debe significar también –aunque yo diría sobre todo– el Estado que abre sus puertas y da acceso al menos a lo básico que dignifique la vida de la gente.
Porque dar garrote a un negocio tan lucrativo como es el narcotráfico que vive, precisamente, de ese garrote, no es sino permitirle que crezca y se expanda.
Adicionalmente, el espacio de “degradación” que buscaba “limpiarse” se trasladó ahora a la Plaza España (y otras locaciones), mostrando que el Distrito no tiene, ni preparó, capacidad de respuesta para recibir a quienes vivían en esas dos cuadras. Esto sucedió también con El Cartucho, que fue la semilla del Bronx. Un operativo como estos debe planearse desde la capacidad de respuesta: ampliarla, fortalecerla.
Esto último, si es que la gente importa más que el golpe mediático o la necesidad de la renovación urbana en pleno centro de la ciudad. Ahora bien, es evidente la importancia de la intervención social: todos parecen repetirla al unísono pero nadie da detalles. Y es que no es sencillo pensar en una estrategia social en un territorio dominado por mafias y funcionarios corruptos en una ciudad como Bogotá.
La administración pasada implementó los CAMAD, que fueron un primer paso para tener estrategias de bajo umbral ––sin barreras de acceso–– para habitantes de calle, usuarios de drogas. La Secretaría de Integración Social en su momento se esmeró por jugar una especie de ajedrez social territorial. Esto es: ubicar fichas de oferta social en lugares aledaños a la L, para poder hacer presencia como Estado.
Sin embargo, esa oferta social no se diseña en función de las realidades de las personas, sino de lo que se quiere que ellas sean. Se les pide vivir en un lugar donde en ningún momento están solas, las requisan, las encierran, solo pueden salir una vez al día a fumarse su cigarrillo y ni hablar de la abstinencia que despiertan otras drogas que se maneja, en la mayor cantidad de casos. No hay que adaptar las personas a las estrategias sociales, sino acomodar las estrategias a las personas que existen en la vida real. Esa es la única forma de tener algún impacto. De nada sirve taparnos los ojos y hacer como si no estuviera ahí. Está ahí.
Dar garrote a un negocio tan lucrativo como es el narcotráfico que vive, precisamente, de ese garrote, no es sino permitirle que crezca y se expanda.
Bogotá, para enfrentar este tipo de fenómenos, está en mora de adelantar una política de salud pública y social que no obedezca a la moral, que el objetivo fundamental de ella sea salvar vidas, que sea compasiva y solidaria con quienes han sido rechazados de manera violenta por la sociedad y el Estado. Que, por otra parte, no quiera imponer un modelo de virtud. No podemos pretender que una única estrategia sea funcional para todos los seres humanos, y que todos y todas, si quieren vivir, comer y dormir, deben adaptarse a ella. Es justamente al contrario: que cualquiera puede dormir, comer y vivir solo por el hecho de ser una persona. No importa lo que haga.
Es por ello que, junto con medidas comunitarias, de vivienda y de generación de ingresos, deben implementarse estrategias de reducción de daños asociados al consumo de drogas, como, entre otras, la posibilidad de tener un centro de consumo higiénico supervisado para los habitantes de calle. Hay suficiente evidencia científica que demuestra que este tipo de estrategias, al contrario de promover el consumo, salva vidas. Claro, este tipo de estrategias, en un comienzo, al no ser populares, deben hacerse de bajo perfil, sin bombo mediático, y deben ser, al mismo tiempo, medidas, evaluadas y siempre hacerse antes de una intervención por la fuerza, para tener capacidad de respuesta y, sobre todo, presencia del Estado.
Pero pareciera ser que la visión “política” de la Alcaldía en estos temas es diferente: la limpieza, lo pulcro, la asepsia parecen ser los pilares de la seguridad, en donde este tipo de personas no tienen cabida si no se “convierten” en el marco de un modelo específico de virtud. Y todo esto a pesar de tener suficiente evidencia científica y argumentos técnicos para hacer una estrategia humana seguramente menos popular que hablar de brujería en un lugar olvidado de Dios, pero mucho más efectiva en términos de seguridad a largo plazo.
Ante esta situación, la alcaldía de Peñalosa me hace pensar en una frase de Kevin Spacey en la película de Bryan Singer, Los Sospechosos de siempre, pero con un ligero cambio: el mejor truco del diablo no fue convencer al mundo de que no existía, fue el de convencerlo de que hay decisiones “técnicas” que están desprovistas de posturas políticas.
* Centro de Pensamiento y Acción para la Transición