ENTREVISTA | Hablamos con María Victoria Llorente, de la Fundación Ideas para la Paz, sobre los retos para resolver la violencia homicida.
Más de 11.500 personas fueron asesinadas en Colombia en 2015. Son las últimas cifras del Instituto de Medicina Legal, que en su más reciente informe “Forensis” reveló que la violencia interpersonal —peleas, ajustes de cuentas entre organizaciones ilegales y lesiones por embriaguez— sigue siendo la mayor causa de muertes violentas en el país. Se trata de una tragedia silenciosa, a menudo solamente reportada por los periódicos de crónica roja.
Preocupados por esas miles de vidas perdidas, que catalogan a Colombia como uno de los países más violentos de la región, en ¡Pacifista! nos hemos vinculado a la campaña Instinto de Vida, que agrupa a más de una veintena de organizaciones latinoamericanas interesadas en reducir los niveles de violencia en siete países. El próximo 24 de abril lanzaremos esta iniciativa, que empezamos a promover varias semanas atrás en nuestros contenidos informativos y de análisis sobre los asesinatos de líderes sociales. Otra tragedia que enluta al país.
Para continuar abriendo este diálogo hablamos con María Victoria Llorente, directora de la Fundación Ideas para la Paz (FIP), uno de los centros de pensamiento que ha investigado más a fondo la violencia homicida y la seguridad ciudadana en Colombia. Conversamos con ella, politóloga de la Universidad de Los Andes y especialista en temas de crimen y violencia, sobre los retos de la seguridad en el posconflicto, los asesinos y las víctimas.
La mesa de conversaciones de La Habana intentó convencernos de que la firma de un acuerdo con las Farc significaba la paz para Colombia. Sin embargo, el país sigue figurando como uno de los más violentos de la región. ¿A qué se debe ese fenómeno?
El año pasado llegamos a una tasa de 24 homicidios por cada 100 mil habitantes, una disminución histórica, que sigue siendo alta para el contexto latinoamericano. El 35% de esa disminución se debió a la caída de las muertes de combatientes y de miembros de la Fuerza Pública, mientras el 65% restante está relacionada con el crimen organizado. En realidad, las muertes asociadas al conflicto nunca han pesado de manera sustancial en la masa de homicidios. En los momentos más críticos, e incluso ahora, el peso mayoritario está asociado a estructuras criminales: lo vemos desde Pablo Escobar hasta nuestros días.
Pero las autoridades de Bogotá y Medellín aseguran que la buena parte de los homicidios en esas ciudades, que son las más pobladas, están relacionados con casos de intolerancia…
Esa es una hipótesis que ha venido alimentando la policía y que no está soportada en ninguna evidencia, más allá de asuntos circunstanciales, como los días y las horas en los que se cometen los homicidios. En la FIP abordamos el tema desde otra perspectiva: hacemos asociaciones de circunstancias territoriales. Entonces, si miramos a través del tiempo, encontramos que los homicidios están concentrados en muy pocos sitios, donde hay presencia de actores criminales: desde cosas pequeñas a nivel urbano hasta el Clan del Golfo, el ELN y el EPL.
¿Qué características tienen esos lugares donde se concentran los homicidios?
Normalmente, vemos las concentraciones alrededor de mercados ilegales de drogas, de minería ilegal y de tráfico de maderas, así como de corredores estratégicos del narcotráfico. Esos mapas de la violencia nos dicen mucho más que estas otras cifras de la policía, que no tienen ningún sustento. Recientemente, el director de la policía y el ministro de Defensa dijeron que gracias al Código de Policía se redujeron los homicidios. O sea, tenemos un código milagroso. Son declaraciones que alimentan el fetiche que tenemos los colombianos de que todo se arregla con normas.
De todos modos, hay una realidad, y es que en marzo pasado Medellín reportó la tasa más baja de homicidios en las últimas tres décadas. ¿A qué se debe esa reducción?
Soy de la hipótesis de que en Medellín sigue habiendo una serie de pactos entre bandas criminales, en espacios que no están bajo el control del Estado y donde la policía juega un papel importante (de connivencia). Es más, el alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, fue amenazado personalmente, porque llegó y dijo: “No señores, aquí el control es del Estado”. Ahora, la reducción es un avance muy positivo para el país en términos de victimización y de efectos letales, lo que pasa es que empieza a haber otro tipo de amenazas, como la extorsión generalizada.
Usted dice que no nos estamos matando por intolerancia, como dice la policía, sino por disputas entre organizaciones criminales. ¿De qué estructuras hablamos?
Son muy diversas. Hemos tenido un proceso gradual, pero consistente, de atomización del crimen. Ya destruimos los grandes carteles, como los de Medellín y el Norte del Valle, que articulaban las formas locales de violencia. Ahora, lo que tenemos es una sola organización de relevancia, que es el Clan del Golfo. Sin embargo, la presencia del Clan no es del todo nacional: tiene control sobre la zona de Urabá, pero ha ido aumentando su capilaridad a través de acuerdos con organizaciones locales. Esa es la manera como hoy en día funciona: equilibrios criminales muy frágiles que el Estado se encarga de ir rompiendo a medida en que golpea las estructuras.
Si hemos sido exitosos en acabar con los capos de la droga y con las grandes organizaciones criminales, ¿por qué persiste la violencia homicida?
Porque no tenemos una política integral para enfrentar al crimen organizado y a las vulnerabilidades que hay en los territorios donde existen economías criminales. No podemos pensar que vamos a resolver los temas de los cultivos ilícitos, de los corredores del narcotráfico o de la minería ilegal capturando gente. Mientras sigamos en esa lógica, que es la única que hemos tenido en los últimos 30 años, vamos a seguir en lo mismo. Necesitamos cambiar las condiciones de los territorios y diseñar políticas de largo aliento.
¿Por qué asegura que capturar a los implicados no resuelve el problema?
Mire, la mayoría de estos capturados son jóvenes pobres que entran a las cárceles en unas condiciones inhumanas, donde no hay ninguna posibilidad de que el efecto resocializador de la justicia funcione. Tampoco hay políticas de empleo para los jóvenes, ni somos capaces de retenerlos en las escuelas. Es un problema que, más que con la policía, tiene que ver con el sistema de educación, las oportunidades laborales, las condiciones del hogar y el sistema para menores en conflicto con la ley.
¿Y quiénes son las víctimas que dejan esas organizaciones criminales?
Este tipo de violencia homicida generalmente recae sobre jóvenes pobres de entre 18 y 25 años que, muchas veces, también hacen parte de las economías ilegales. En estos casos, el tema de la vulnaribilidad social es muy fuerte. Es gente que, y lo voy a decir de manera muy cruda, solo le interesa a su familia. Ahora, también está la violencia de género, que, aunque no es significativa en el gran total, sí ha ido creciendo y a veces ocurre en zonas donde actúan estructuras criminales vinculadas al conflicto o a la minería ilegal
Con todo, cada vez nos importan menos nuestros propios muertos. Parece que estamos ante un escenario de naturalización de la violencia. ¿A cree que se debe la indiferencia?
Los colombianos sufrimos un trauma. Eso que pasaba en el país, esa manera como los colombianos de las ciudades cambiábamos los canales cuando veíamos masacres como la de Bojayá, elevó nuestra resistencia a ver los problemas. Tal vez lo de hoy lo vemos como un juego de niños, aunque no lo sea. Aun así, uno ve unas señales que lo sorprenden, como la reacción de la gente cuando las Farc mataron a 11 soldados en el Cauca (2015) o cuando los asesinatos de Rosa Elvira Cely (2012) y de Yuliana Samboní (2016). Nos queda una enorme capacidad para el asombro alrededor de casos muy escabrosos, y por eso creo que todavía hay espacio para la esperanza. Lo que pasa es que necesitamos llamar la atención sobre el hecho de que tenemos una tarea pendiente: en Colombia siguen muriendo demasiados jóvenes y a nadie le importa.