Líderes de este municipio cuentan cómo las marchas por la paz los hicieron superar el miedo. Una historia contada por Dejusticia.
- Cientos de habitantes de Bojayá viven en sitios totalmente aislados. El transporte al casco urbano cuesta una millonada Foto: César Andrés Rodríguez
Por Carolina Gutiérrez Torres*
El domingo 2 de octubre hacia las 4:54 pm, cuando el No empezó a tomar la delantera en las votaciones del plebiscito, que buscaba refrendar el acuerdo de paz firmado por las Farc y el Gobierno, la comunidad embera de Chanó (en el Alto Río Bojayá) estaba pegada a los siete televisores y los cinco computadores con internet que poseen. Nadie entendía lo que estaba pasando. Si el Sí significaba acabar la guerra y el No continuar con ella –como muchos pobladores de la zona interpretaban el plebiscito–, ¿cómo era posible?
A las 5:00 pm, cuando ya no había duda de que el No era el ganador, el miedo se apoderó no sólo de esta comunidad recóndita –a la que se llega luego de doce horas de recorrido por el río Bojayá–, sino del municipio completo. Eso dice Leyner Palacios Asprilla, líder del Comité por los Derechos de la Víctimas de Bojayá, quien recibió la noticia en Bellavista, el casco urbano de este poblado que lloró la muerte de 79 habitantes el 2 de mayo del 2002. Ese día un cilindro bomba, lanzado por la guerrilla en medio de combates con los paramilitares, cayó en la iglesia principal donde la comunidad estaba resguardándose de las balas.
- Foto: César Andrés Rodríguez
“Quise irme de este país. No quería estar más aquí”, responde Leyner cuando le preguntamos cómo había recibido los resultados del plebiscito. Es 21 de octubre y ya han pasado tres semanas desde ese día gris para Colombia. Estamos en Bellavista conversando con él y con Máxima Asprilla Palomeque, otra sobreviviente de la masacre de Bojayá, otra negra con agallas que lleva años luchando por la reparación de las víctimas de uno de los capítulos más brutales de nuestra guerra.
Al miedo de que el No significara el renacer del conflicto, se sumó la frustración porque muchos habitantes de Bojayá ni siquiera pudieron ir a las urnas y decidir por su futuro. Según la Registraduría sólo el 30,37% de las 6.868 personas habilitadas para votar, lo hizo (el 95,78% para votar por el Sí). Y Leyner, que conoce a su comunidad como casi nadie, asegura que gran parte de ellos no fueron a las urnas porque físicamente no pudieron. Les quedó imposible desplazarse.
Así como esos indígenas de Chanó, que viven a doce horas en bote del casco urbano, hay cientos de habitantes de Bojayá asentados en sitios totalmente aislados a los que llegar cuesta, literalmente, una millonada. Precisamente por eso estamos aquí con un equipo de investigadores y abogados de Dejusticia. Vinimos a recolectar evidencia y argumentos para acompañar a la comunidad en una acción de tutela contra el Estado, por no garantizarle al pueblo su derecho al voto. Lo mismo habría podido pasar en esta y otras votaciones con otras comunidades de la periferia colombiana, como escribió César Rodríguez Garavito, director de Dejusticia.
“No sé cómo describirlo. Sentimos de todo, un revuelto”, dice Máxima cuando le hacemos la misma pregunta que a Leyner. “Fue muy triste y muy injusto. Sabíamos que mucha gente que iba por el Sí se había quedado sin votar. Pensábamos: ¿y ahora qué va a pasar?”. Junto a ella está José de la Cruz, también defensor incansable de este pueblo. “Para nosotros era una decisión trascendental, de vida o muerte. Era la oportunidad de continuar con nuestro proyecto de vida sin ningún condicionamiento”.
- Foto: César Andrés Rodríguez
Para ellos, y para los otros habitantes de Bojayá que nos encontraríamos a lo largo de los ríos Atrato y Bojayá, no existía otra opción. Era Sí o Sí. Pero fueron minoría. Perdieron. Y, al igual que el resto de colombianos que dijimos Sí, les tocó resignarse y llorar por la derrota. Luego llegó la depresión, la indignación, la ira (“como ellos no viven la guerra, poco les importa”, dijo Máxima en algún momento, molesta) y las demás fases del duelo. Con los días –así como nos ha venido sucediendo a algunos, de a poquitos– volvió la certeza de que sirve más levantarse y unir fuerzas, que seguir divididos buscando culpables. En palabras de Leyner, Bojayá pasó de la “resignación” a la “resistencia”.
Tras el domingo gris empezaron a llegar luces; actos que devolvieron la fe. Quizás el más poderoso, coinciden ellos, ha sido la protesta social. Los miles de colombianos que han salido a las calles, a la Plaza de Bolívar, a las plazas del país, a exigir “acuerdo ya”; a corear “Bojayá dijo Sí” y “Toribio dijo Sí”, como un homenaje a las miles de víctimas que abrazaron la paz como única opción. Como un asunto de vida o muerte.
“Cuando uno ve el esfuerzo que están haciendo los jóvenes, cuando uno ve a la gente en la calle diciendo ‘somos Bojayá’, le vuelven las ganas de hacer cosas. De trabajar”, dice Leyner. Y lo mismo nos diría un día después Falder Chami Sinigui, concejal de la comunidad embera: “Después de que ganó el No, los pueblos indígenas estaban muy tristes. Pero yo estuve en Bogotá, en la marcha de la Plaza de Bolívar (el 12 de octubre, cuando se movilizaron a la capital miles de campesinos e indígenas de todo el país) y sentí que el pueblo colombiano quiere la paz. Eso me devolvió el ánimo”.
Nuestra meta era llegar a Mojaudó, otra comunidad embera del Alto Río Bojayá (vecina a Chanó). Leyner sería nuestro acompañante en esos dos días de travesía. Alquilamos un bote porque no existen opciones de transporte público para desplazarse desde Bellavista (el casco urbano de Bojayá), hacia las poblaciones asentadas río arriba. Algunas personas tienen chalupas y embarcaciones de madera, pero pagar la gasolina también cuesta una fortuna. Entonces, simplemente, no se mueven. Son comunidades quietas y aisladas. Sólo en ocasiones muy puntuales y necesarias, se desplazan a Bellavista. La mayoría ni siquiera habla español. Sólo unos pocos hombres.
Desde Bellavista (a tres horas en lancha de Quibdó) hasta Mojaudó, hacemos un recorrido de unas cinco horas. Primero nos transportamos en un bote rápido hasta Pogue: una comunidad negra asentada en casas de madera y palafitos a orillas del río. Allí vive la familia de Leyner, nuestro acompañante, uno de los mayores líderes de Bojayá y una de las cuatro víctimas del conflicto colombiano nominadas al Premio Nobel de Paz.
Nos cambiamos de bote. Ahora estamos en una embarcación larga y angosta de madera, con un motor menos poderoso. El río es cada vez más angosto y difícil de navegar. El paisaje es alucinante. Selva muy tupida a lado y lado, con muchas variedades de verdes y amarillos. Y un silencio impecable, que sólo interrumpen los pájaros. No se ve un alma. No vemos más embarcaciones en el camino. Ni un solo pescador. Cuatro horas de completa soledad sobre un río caudaloso.
- Foto: César Andrés Rodríguez
Llegamos hacia las 5:00 pm. Nos reunimos con la comunidad. Falder les explica, en embera, por qué estamos ahí. Hablan los hombres, se lamentan de que muchas personas no hayan podido votar; explican que para la mayoría era imposible pagar por ese recorrido, cuando ni siquiera tienen asegurada la comida para los hijos (la desnutrición en muchos niños es evidente). Luego pide la palabra una mujer, Sutina Dumaza Lana, y hablando en embera cuenta que ella fue una de las pocas que votó. Lo hizo por el Sí, dice, porque ya no resiste más la guerra. Recuerda cómo muchas veces tuvieron que quedarse confinados en sus comunidades, aguantando hambre, porque grupos armados ilegales se tomaban su territorio.
A las 6:00 de la tarde está totalmente oscuro. No hay electricidad ni agua ni señal de celular, en este poblado que habitan unos 350 indígenas. Alguien prepara una cena comunitaria con arroz, plátano y queso frito. Luego la gente se resguarda en sus casas de madera, también montadas en palafitos. Nosotros dormimos en una carpa. Al día siguiente, antes de que amanezca, lo primero que se escucha es el murmullo de una radio sintonizada en Caracol Radio. Esa es la única conexión de los indígenas de Mojaudó con el resto de Colombia, del planeta.
Muy temprano emprendemos el regreso a Quibdó. En las ocho horas de camino de regreso se me venían a la cabeza constantemente los rostros de ilusión de Leyner y Falder, cuando decían que ver a la gente marchando por la paz se convirtió en su motor. Pensaba en que para mí, y para muchos otros colombianos, había sido al revés. El motor para levantarnos de ese día gris fueron ellos: Bojayá (95% votó por el Sí), Toribio (84%), Caloto (72%), Miraflores (85%), Mitú (77%), La Macarena (73%)… Recordaba que cuando estuve en el mayor momento de desconsuelo y desesperanza, sentía que lo único que podía sacarnos del hoyo en el que estábamos era mirar y reconocer y entender a las víctimas que supieron perdonar y decir Sí.
Pensaba, además, en que a pesar de la lejanía estamos comunicados y conectados con el mismo anhelo de paz. En Bojayá nos están escuchando, es un hecho. Y nosotros a ellos.
*Periodista de Dejusticia