Minería, narcotráfico, reclutamiento de menores, explotación sexual, pocas oportunidades de educación, problemas estatales y una violencia que no se acaba. Estos son los males que aquejan a Antioquia.
Libardo* es un campesino de un pueblo del norte de Antioquia que además de sus actividades productivas trabajaba como líder de sustitución de cultivos de uso ilícito en su comunidad. Una tarde, luego de que se negara a pagar una extorsión a un grupo llamado Los Caparrapos, varios hombres muy armados llegaron a su casa a preguntar por él. Libardo estaba afuera, cerca, y sus hijos fueron a avisarle con prudencia lo que estaba pasando.
Como unos días antes había sido asesinado otro líder en la zona, Libardo decidió huir. Salió por el único camino que entra y sale hasta su casa. En el recorrido se enteró de que los hombres armados lo estaban esperando más adelante. Se metió por el monte. Caminó, se fue lejos, y a todo aquel que se encontró le dijo que se iba para Villavicencio, cuando su destino era otro. Hoy está haciendo todo lo posible para sacar también a su familia.
Esta misma situación se ha replicado en la vida de otros líderes sociales en Antioquia. Los grupos armados ostentan mayor poder, las palabras de muerte se han multiplicado y hoy llegan sin filtro a los oídos de la gente. Al silenciamiento y amenazas a líderes sociales se suma desplazamiento de al menos 4.500 personas en Antioquia en el transcurso del año, según organizaciones sociales de la región.
Yesid Zapata, vocero del Nodo Antioquia de la Coordinación Colombia-Europa-Estados Unidos (CCEEU), quien sigue de cerca esta situación, nos dijo que tiene registro de 110 casos de líderes antioqueños que han renunciado a sus labores desde enero de este año: “Han sido amenazados y silenciados, y por eso han optado por abandonar la labor de liderazgo. Muchos han renunciado a sus Juntas de Acción Comunal”.
La cifra de renuncias, aclara Yesid, puede ser mayor. También puede ser mucho mayor el número de amenazas a líderes que el que reporta la Defensoría del Pueblo —108—, así como la cantidad de homicidios. Este año hemos reportado los asesinatos de 15 líderes en Antioquia (y dos más en San José de Uré, pueblo de Córdoba a solo unos kilómetros al norte), pero pueden ser más. La CCEEU, por ejemplo, reporta 27.
“El Bajo Cauca y el norte de Antioquia están totalmente copados por los grupos criminales, los cuales sostienen una confrontación”, dice Zapata. “Las amenazas y los homicidios demuestran el interés de estas estructuras en atacar a los líderes. Cuando las amenazas o las razones que les dejan son directas, no les queda otra opción que renunciar y, a veces, abandonar sus hogares”.
La zona que comprende el Bajo Cauca, Urabá y el norte de Antioquia está bajo fuego, asediada. La confrontación que hay entre los grupos armados por el control de las economías ilegales, la cooptación de los territorios y la lucha por el poder pone en gran peligro a la población. Hasta el momento, la Fuerza Pública —y el Estado en general— no ha demostrado capacidad de respuesta o de protección.
En los últimos días, tres geólogos fueron asesinados cerca a Yarumal por hacer estudios de minería en una zona ocupada por disidencias de las Farc, el ELN y las AGC (Autodefensas Gaitanistas de Colombia); al menos 300 personas fueron desplazadas de sus veredas en Ituango por combates entre disidencias y AGC; el comandante de la Policía de El Bagre fue herido de gravedad en medio del fuego cruzado entre AGC y Caparrapos y algunas organizaciones de transportadores dijeron que no utilizarían las rutas del norte de Antioquia hacia la costa Atlántica por falta de seguridad. Por miedo.
El trasfondo de la guerra
Son muchas las razones que inciden en la situación actual de esta región. La presencia e influencia de los grupos armados se beneficia de la poca presencia estatal y la complicidad de algunos de sus miembros. Las rentas del narcotráfico y la minería se fortalecen con las extorsiones. Las dinámicas rurales de los pueblos dependen de las políticas que imponen los grupos armados. Cuando la población local no acepta sus condiciones, la violencia se convierte en el primer instrumento de dominio.
Las economías que llenan los bolsillos de los grupos armados y les permite funcionar son sobre todo el narcotráfico y la minería. Cultivos de coca, cristalizaderos, socavones a cielo abierto, minas de oro, plazas de vicio, rutas ilegales: Antioquia está llena de todos estos escenarios. Para la CCEEU, este es el motivo de presencia para los grupos armados. De 125 municipios que hay en Antioquia, en 121 hacen presencia organizaciones paramilitares o armadas.
Grandes extensiones del norte de Antioquia que fueron dominadas por las Farc, dueñas de los negocios, sobre todo de tráfico de cocaína, hoy están en manos de otros grupos armados. Según las últimas cifras oficiales del gobierno, desde la firma del Acuerdo de Paz, los cultivos de coca han crecido un 500 por ciento en esta zona de Antioquia. En plata blanca, lo cierto es que hoy existen 18.400 hectáreas sembradas en del departamento. Mientras que en el resto de país el crecimiento de los cultivos de coca ha sido más lento, en esta zona se ha disparado.
Los grupos armados se pelean por el control de los territorios y por la influencia en la cadena de producción. Les pagan a los pequeños productores y cultivadores, o los presionan para que trabajen en su servicio. Aquellos que quieren salirse de esto y que acceden a programas como el de sustitución de cultivos, son extorsionados. Los Caparrapos, por ejemplo, obtienen alrededor de 400 millones de pesos de 3.000 familias que están en este programa. Usualmente los presionan para que no sustituyan y les sigan vendiendo coca solo a ellos a cambio de protección y garantía de subsistencia. También quienes lideran procesos de sustitución son objetivo militar directo, pues según Zapata, se están metiendo con sus finanzas.
En relación al problema minero, recordemos que Antioquia tiene un gran potencial de producción aurífera, y sus títulos mineros representan el 30 por ciento del total de los que existen en el país. Cuando el precio de la coca baja, el del oro sube, y los grupos armados aprovechan para comercializarlo y para cobrar extorsiones. Los barequeros, pequeños mineros, deben pagar 2.000 pesos al día para poder trabajar y a los comercializadores se los obliga a hacer pagos únicos de 10 a 15 millones de pesos o mensuales de 100 a 150 mil. Un kilo de oro puede valer 108 millones de pesos en el mercado negro.
Las mismas rutas sirven para el tráfico de oro y cocaína —conocida como el “oro blanco”—, gracias a las geografía escarpada y accidentada del norte de Antioquia, que favorece al transporte y la comercialización ilegal.
No solo buscan la plata
Yesid Zapata explica que el interés de los grupos armados no solo está en lucrarse en lo económico, sino que hay un componente político y territorial dentro de la dinámica del conflicto. Las denuncias que tenemos desde los territorios señalan que los grupos armados entran a las casas de las comunidades y roban, instalan retenes ilegales en las carreteras, siembran minas, irrumpen en reuniones comunitarias y se presentan como una “fuerza del gobierno” que llega a imponer orden.
También disparan a la gente en establecimientos comerciales para sembrar terror, tachan a extranjeros o desconocidos como informantes o miembros de una facción contraria, pintan mensajes en edificios a escasos metros de estaciones de Policía —”Llegamos para quedarnos”— e imponen toques de queda.
En cuanto a los liderazgos en la comunidad, sabemos de escuadras de 10 a 15 hombres armados, vestidos de negro o con ropa del Ejército que llegan a pueblos y veredas a preguntar por personas reconocidas por su rol de liderazgo. Entran a las sedes de las Juntas de Acción Comunal y le hacen seguimiento a los libros de registro para enterarse de quiénes atienden a las reuniones y por qué. También marcan como objetivo militar a miembros de organizaciones y a personas involucradas en paros y protestas.
Según lo describen las alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo, “toda expresión contraria a sus intereses (los de los grupos armados) es concebida como disidencia, y en tal sentido es sancionada a través de la violencia indiscriminada”. La muerte de un líder social se puede pactar por 200.000 pesos, agrega la misma fuente.
Otra estrategia macabra de control territorial la utiliza la banda de Los Caparrapos; consiste en quemar casas o asesinar líderes en ciertos lugares para que el Estado haga presencia inmediata y así se frenen los movimientos de otros grupos, sobre todo las AGC. Usan el homicidio para que llegue la Fuerza Pública y que esta, según nos contaron, sirva como “escudo” para frenar el avance de sus enemigos.
Quienes están en un riesgo alto, de acuerdo con la Defensoría del Pueblo, son los defensores de Derechos Humanos, miembros de Juntas de Acción Comunal, ambientalistas, personas LGTBI, pequeños comerciantes, personeros, docentes, líderes campesinos, indígenas y afrodescendientes y excombatientes que apoyan el proceso de paz. El 16 de enero de este año, por ejemplo, fueron asesinados en Peque Wilmar Asprilla y Ángel de Jesús Montoya, excombatientes de las Farc que estaban en actividades de campaña política.
Nuevos actores y… ¿crimen trasnacional?
De acuerdo con la Fundación Paz y Reconciliación (Pares), en este momento son 11 los grupos armados al margen de la ley que delinquen en el norte de Antioquia y el Bajo Cauca. Los que tienen más fureza son el ELN —con presencia desde los años 90—, las AGC al mando de alias ‘Jeringa’, Los Caparrapos al mando de alias ‘Ratón’ y los frentes 18 y 36 de las disidencias de las Farc, al mando de alias ‘Ramírez’ y alias ‘Cabuyo’.
Para Fernando Quijano, experto en conflicto y director del portal Análisis Urbano, el grupo que tiene la ventaja en este momento es el de Los Caparrapos, antes conocidos como Los Chepes (por alias ‘Chepe’, extraditado), y que cambiaron de nombre por un ingreso importante de miembros provenientes de Caparrapí, Cundinamarca. Pueden ser unos 300 hombres, y tener alianzas con las disidencias de las Farc para expulsar a las AGC.
Estos grupos, además de estar metidos de lleno en el narcotráfico y la minería, se hacen cargo de negocios de trata de personas, explotación sexual y reclutamiento de menores. Ocupan un rol de poder en las poblaciones, al punto de resolver conflictos entre vecinos y ejercer funciones de administración de justicia.
También, como una forma de crear terror, utilizan sevicia en sus atentados para que las comunidades se abstengan de denunciar o visibilizar la situación: nos han contado que los homicidios vienen en ocasiones acompañados de secuestro, tortura, sustracción de piezas dentales y heridas con armas cortopunzantes. Estas acciones han sido producto de señalamientos contra pobladores de pertenecer, ayudar o informar a un grupo armado enemigo.
Pero por más influencia que tengan estos grupos, parecen no ser los únicos con poder en este territorio. Hasta hace unos meses el gobierno había negado cualquier clase de presencia de carteles mexicanos en Colombia hasta que el fiscal general Néstor Humberto Martínez, en marzo pasado, anunció que el cartel de Sinaloa estaba en Nariño, y que incluso alias ‘Guacho’ estaba a sus órdenes como “brazo armado”.
La mano de los carteles puede tener en este momento un alcance mucho mayor y extender sus tentáculos para tener el control de procesos de narcotráfico. Fernando Quijano, quien fue uno de los primeros en advertir la presencia de los mexicanos, explica que en un inicio los carteles llegaron para supervisar el negocio, pero que ahora es posible que se hayan apoderado de miles de hectáreas del narcotráfico y estén necesitando ejércitos para la protección de las mismas.
Una fuente de inteligencia militar va aún más lejos y denuncia que los carteles de Sinaloa, los Zetas y el Jalisco Nueva Generación (el más poderoso de México), ya están en el norte de Antioquia y le pagan los grupos armados (no hay información de qué alianzas son las que presuntamente existen) para que cuiden sus cultivos de coca.
“Si esto es cierto”, dice Fernando Quijano, “a muchas zonas marginales se les va a abrir trabajo, porque si además vuelve la fumigación con glifosato pues se abre más selva y se siembra más. Creo que dentro de poco va a haber una sorpresa muy negativa para el país, que nos va a dejar fríos, y es que el crimen trasnacional termine controlando el negocio criminal colombiano. Las guerras nos tocan a nosotros, los muertos nos tocan a nosotros”.
¿Y el Estado?
El gobierno activó desde finales del año pasado el Plan “Orus”, que busca que el Ejército ocupe los territorios dejados por la antigua guerrilla de las Farc, trabajando de la mano con las comunidades locales y protegiéndolas. Esto suena bien pero, por ejemplo en el caso de Antioquia, nos han contado que esta intervención militar no ha estado acompañada por otros esfuerzos sociales. En síntesis, el plan no es integral.
En los territorios aún hay falta de empleo — solamente en la región de Urabá, la tasa de desempleo alcanzó el 45,67% en 2017—necesidades básicas insatisfechas, pocas opciones de actividades para ocupar el tiempo libre, dificultades para la generación de ingresos y acceso limitado a la educación. Lejos de poder tener una educación superior, muchos jóvenes se ven atraídos o forzados a trabajar para los grupos armados en temas de narcotráfico o a ser reclutados, porque en muchas zonas rurales de Antioquia solo hay garantía de tener hasta un cuarto o quinto grado de primaria.
A esto se le suma que la respuesta de los grupos armados a “Orus” es un “plan pistola” para acabar con miembros de la fuerza pública con atentados, emboscadas y artefactos explosivos. También está, como ya mencionamos, el asesinato selectivo para que el Ejército llegue a ciertas áreas, mientras otras quedan libres.
Yesid Zapata añade que “a las autoridades gubernamentales no les ha interesado realmente controlar estos territorios, sobre todo las zonas rurales. No ha sido una prioridad para ellos, o tal vez no son ellos los que gobiernan: el alcalde no es el que siempre gobierna, hay un poder detrás de ellos”.
El exalcalde de Cáceres, José Mercedes Berrío, fue capturado este año por tener vínculos con las AGC, además de varios exconcejales y otros exalcaldes. En el Bagre también se han probado vínculos de funcionarios y políticos con estructuras criminales.
Estas estructuras funcionan con la complacencia de algunas autoridades civiles, pero también con la ayuda de la Fuerza Pública. Según fuentes de la región, hay alianzas entre los grupos armados y la Policía en cabeceras municipales, así como alianzas entre estos mismos y el Ejército en zonas rurales. Algunos miembros de la Fuerza Pública, según esta información, saben dónde están las plazas de vicio y rutas de narcotráfico, y además de hacerse los de la vista gorda, las cuidan.
También, con el objetivo de mostrar resultados, capturan a miembros pequeños de las organizaciones armadas y los presentan como peces gordos, cuando en realidad es un plan orquestrado para que estos miembros rasos le brinden seguridad a los peces gordos en las cárceles. Frente a estas denuncias, el Ejército ha preferido guardar silencio.
*Nombre modificado por seguridad.