Después de 25 años de exilio, volvió al país para hacer política, un sueño que le arrebató el brutal genocidio que sufrió su partido, la Unión Patriótica. Hoy escribe este mensaje con la esperanza de que su regreso sirva para construir un país en paz.
El regreso de Imelda Daza a Colombia siembra de esperanza el camino de la reconciliación. Después de 25 años en el exilio, por cuenta del brutal genocidio que emprendieron sectores del paramilitarismo, el narcotráfico y del mismo Estado contra su querida Unión Patriótica, regresó a Valledupar para cocinar su candidatura a la Gobernación del Cesar.
¡PACIFISTA! publica esta carta, escrita por ella, pues es un testimonio clave para entender los retos que implica la construcción de paz, para reconocer los horrores que han padecido quienes han dejado todo por cuenta de la violencia política que ha cruzado el conflicto armado y, sobre todo, para activar el diálogo: entender la visión de alguien que entregó su proyecto de vida al sueño de un país distinto y hoy siente que la horrible noche de la guerra puede llegar a su fin.
Imelda Daza es el vivo ejemplo de la lucha de muchas víctimas por superar el horror y recobrar sus identidades y derechos. Aún más, es el testimonio de un compromiso que, creemos, es noble: “luchar por el fin de la confrontación, conocer la verdad de lo que ha pasado, lograr un poco de justicia y un mucho de perdón. Todo para hacer posible la reconciliación que nos permita la convivencia y la construcción de paz”.
EL RETORNO A CASA
Al bajar la escalerilla del avión la luminosidad del sol me hizo apretar los ojos, el cielo era muy azul y el ambiente seco y ardiente. Parecía increíble, pero era real…había vuelto a casa, estaba en Valledupar…tierra parrandera y musical que un día perdió ese encanto porque, en su entraña, la injusticia social sembró rencores y odios que brotaron con fiereza y llenaron de dolor el territorio. La violencia marcó la cotidianidad y la industria funeraria se disparó.
Mi retorno pretende cerrar el duro capítulo del exilio en Suecia, gélido país al cual llegué en el otoño de 1989 acompañada de mi esposo y de nuestros tres pequeños hijos que aprendieron a ser suecos sin perder nunca su identidad de colombianos-caribeños. El exilio fue una experiencia traumática que implicó la ruptura brusca de un proyecto de vida, la pérdida de contactos con mis cercanos, el abandono del espacio familiar, laboral y cultural; todo lo cual comprometió mi ámbito afectivo e hizo que las nostalgias se tornaran tormentosas.
El transplante intempestivo a una tierra nueva me sometió a presiones enormes. Los retos eran demasiados: el aprendizaje de una nueva lengua, la adopción de nuevas costumbres, el manejo de nuevos códigos de conducta, la reubicación laboral, la adaptación a nuevos climas. Repentinamente me vi enfrentada a sentimientos nunca antes vividos: la pérdida de identidad, la sensación de no pertenencia, de transitoriedad, la ansiedad por recuperar lo perdido y el afán constante por rehacer los vínculos rotos. El país que había dejado era mi obsesión y la idea de retornar crecía con el paso de los años.
Pero enfrentada a la realidad de la vida en Suecia, asumí que aquel lugar también podía ser un espacio de crecimiento personal. Rápidamente me vinculé a la política, el Partido Social Demócrata me postuló como concejal y durante 12 años fui una de sus representantes en el Concejo, órgano que administra los municipios porque allí no hay alcaldes. En 2014 fui elegida de nuevo al Concejo pero ahora con el partido de Izquierdas del cual fui directiva regional. Laboralmente me desempeñé como docente en varios centros educativos, entre ellos la universidad de Jönköping; esto me dio la oportunidad de conocer a fondo el sistema educativo sueco y me ayudó a entender mejor que la educación no solo promueve la movilidad social sino que es la columna vertebral de toda sociedad.
La nieve y la penumbra sueca no me alejaron de mi país, mi ausencia fue siempre relativa; a partir de 2009 el diario El Pilón de Valledupar me abrió sus páginas para escribir una columna semanal que dediqué a exponer mis opiniones sobre los problemas que agobian a Colombia, al Cesar, a La Guajira y a Valledupar. Era mi manera de hacer presencia, de seguir en contacto con lo mío y con los míos; demostrar que mi ausencia era sólo física y jamás afectiva.
A finales de 2014 me vinculé al Foro Internacional de Víctimas y organizamos varios foros virtuales para visibilizar el exilio y la diáspora colombiana. Estos encuentros vistos en el marco del proceso de negociaciones de la Paz me hicieron pensar seriamente en el retorno. Además, ya había finalizado mi vida laboral y estaba pensionada. Comenté la idea con mi núcleo familiar, que no vaciló en oponerse por razones de seguridad.
Pero tenía pendiente un viaje a Colombia y se dio en junio de este año; al llegar a Valledupar me encontré con una realidad estática y algo caótica, como si todo girara en círculo; la pobreza había resistido el rigor del tiempo, los centros de urgencia hospitalarios parecían de una zona de guerra, los enfermos morían en las puertas de los hospitales después de sortear los incontables trámites en las Empresas Prestadoras de Salud; los jóvenes ni-ni(ni trabajan ni estudian) deambulaban por las calles rebuscando un sustento. El letargo político impregnaba el ambiente de desesperanza, en muchos casos, y de triste resignación en otros.
El encuentro con un Cesar agobiado por tantos problemas me obligó a reaccionar. Era imposible mantenerme ajena y evadir el compromiso. Con el coraje de siempre asumí el proyecto temerario de luchar por el fin de la confrontación, conocer la Verdad de lo que ha pasado, lograr un poco de Justicia y un mucho de Perdón, todo para hacer posible la Reconciliación que nos permita la Convivencia y la construcción de PAZ.
Con un grupo de amigos, temerarios como yo, sigo empeñada en hacer realidad nuestros sueños de justicia, equidad y democracia verdadera, de manera que en el Cesar renazca la alegría de vivir. Que logremos por fin un poco de bienestar que alcance a los olvidados de siempre.